Carol Murillo Ruiz
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A propósito de la marcha de los estudiantes por el recorte presupuestario que amenaza el gobierno ecuatoriano actual, he estado pensando en los comentarios que la manifestación tuvo en boca (a veces virtual) de gente de todo tipo y calaña. Pero sobre todo pude enfocar mi mirada en los rastros que dejaron otras manifestaciones estudiantiles en América Latina: la de Tlatelolco (en México, en democracia, hace 50 años), y la noche de los lápices (en Argentina, en dictadura, hace 42 años). Los dos casos, caracterizados por cruentas masacres ejecutadas por fuerzas de seguridad legales e ilegales, en las que fueron asesinados y desaparecidos una cantidad aún no contabilizada de estudiantes universitarios (en México) y secundarios (en Argentina), pinta tales sucesos como hitos históricos o, mejor decir, referentes en la configuración de protestas estudiantiles con razones de peso y contextos únicos o notoriamente críticos.
Por eso, cuando la gente hizo alusiones tontas sobre la marcha estudiantil en Quito el lunes 19 de noviembre no pude menos que repasar a qué llamamos protestas que se convierten en hitos y/o protestas que pueden ser pasajeras, no históricas, protagonizadas por gente sin nombre o liderazgos reconocidos. O peor: jóvenes acusados de una filiación política ficticia, ergo, deslegitimadora.
Cuando los chicos y chicas de la Universidad Central del Ecuador recalcan que la planificación de la marcha obedeció a una auto convocatoria propia y autónoma (y lo hacen para despartidizar lo que ya conocen como la leyenda negra de las protestas de hace tres décadas), también lo conciben para separar lo que ellos innovan y promueven, en la calle, en plena iniciación y avance de su vida universitaria. Es decir, para muchos fue su primera vez y el acontecimiento causó un remezón en la paz del alma mater y en la paz de la ciudadanía que vio otro modo de expresar la indignación y la conciencia de que viejos tiempos han llegado.
Es obvio que lo que pasó el lunes en el futuro será catalogado como un hecho histórico en el acontecer estudiantil ecuatoriano y que no hizo falta una represión terrible y la muerte de jóvenes para señalar un parteaguas luego del 19 de noviembre de 2018.
Lo realmente asombroso es que en la Asamblea de los estudiantes y en las consignas de la calle la palabra auto convocados eludía algo que, sin embargo, estaba presente en la realización de la marcha y en la voluntad de lucha de los chicos y las chicas: la política. Por tanto, auto convocarse es ya un dispositivo que prepara la escenificación concreta de la política y sustrae lo mejor de los seres sociales que la crean. Además, en el ambiente que vive Ecuador hoy, despolitizado por las olas quebradizas pero tormentosas del sentido común y la tecnología a su servicio, amén de la conducta caótica de un gobierno que ha desarmado adrede el andamiaje institucional que el pueblo aprobó en las urnas, es fácil sospechar que la política no ha aterrizado con todo su esplendor de organización y fines en un sector –el estudiantil universitario- que también es parte de la masa sujetada por la indiferencia y el descreimiento político; aunque mal de muchos no debe ser consuelo de tontos, en la manifestación estudiantil in situ y en las reflexiones posteriores ha quedado claro que sus razones no fueron respondidas con razones sino con un juego de espejos mediático que ocultó la actitud impasible del gobierno poniendo en primera plana una negociación de rectores oportunistas con gobernantes más oportunistas para la foto.
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Ahora bien, sigo pensando que el carácter histórico de la manifestación no está siendo medida ni por los estudiantes ni por quienes hacemos el camino académico, en un sentido: aquellos sucesos que marcaron su referencia de lucha social y educativa en el pasado –como los citados Tlatelolco y la noche de los lápices– lo fueron porque intrínsecamente su circuito y su médula estuvieron signados por condiciones políticas in extremis: por un lado (en México) un gobierno democrático pero autoritario y represor (liderado por Gustavo Díaz Ordaz) que no permitía la menor expresión de inconformidad social y veía comunistas hasta en la sopa, y que tampoco dudaba en encarcelar a cualquier manifestante, lo que impulsó la reacción universitaria y la lucha por la liberación de los presos políticos; por otro lado (en Argentina) una dictadura que sin ruborizarse secuestró colegiales en sus propias casas y que tuvo de cómplices al mundo político civil y el espantoso conservadurismo de la época.
¿Hoy no es un tiempo histórico en América Latina para entrever que las luchas estudiantiles en varios países de la región muestra el carácter tendencial de las políticas neoliberales que desechan lo público y aniquilan al Estado? Todo tiempo es histórico. Algunos sucesos, con terror y sangre, sellan puntos críticos de la vida social y política de los pueblos. Otros sucesos, pequeños pero sintomáticos, rotulan el malestar de una sociedad que, víctima de la despolitización inducida, adopta la protesta porque ya se siente bloqueada y hostigada en su artificial comodidad doméstica (de la casa o del trabajo).
Los estudiantes ecuatorianos, además, saben que menoscabar el carácter público de la Educación Superior es un retroceso de las conquistas políticas del inmediato pasado. Y que defender y ampliar tales logros es un deber no solo de ellos sino de una sociedad que ve en la educación un derecho progresivo e indetenible.
Hoy, lo van comprendiendo los estudiantes contemporáneos, es su tiempo político e histórico. Los significados de México ’68 y Argentina ’76 implican pensar que ningún pueblo, inspirado y entusiasmado por la energía de los jóvenes, alcanza objetivos sino arriesga insertarse rebeldemente en la dinámica de una sociedad embotada por los sicotrópicos del poder de turno y del poder mediático permanente.
No es dable, entonces, menospreciar la lucha de los estudiantes que recién empieza. No es dable deslegitimar a chicos y chicas que recién perfilan sus ideas y sus convicciones políticas. Ell@s están ahí para decirnos que cada sector no es una isla, que el Ecuador requiere entender no la micro política de los egoísmos gremiales sino la macro política del Estado y el papel ciudadano en el devenir colectivo. Y eso es hacer política e historia.