Por David Chávez

¿Quién ganaría la elección presidencial si la política fuese una cuestión de likes en redes sociales, de videos de Tik-Tok, de memes o influencers? ¿Qué pasaría si la democracia funcionara como en el capítulo “Nosevide” de la magnífica serie distópica Black Mirror, ese en que la condición individual y las relaciones sociales se definen por likes? El ejercicio hipotético es arduo, estaríamos frente a una disputadísima elección en la que nuestro principal criterio para escoger estaría relacionado con la capacidad de tolerar el ridículo, humillarse e hundirse en la indignidad, tal como si fuéramos espectadores de uno de esos Reality Shows en los que el público vota por quien lo ha divertido más o quien debe dar por terminados sus quince minutos de fama. Sin embargo, el conteo de likes, vistas y comentarios resolvería rápidamente el dilema.

En tiempos de la hegemonía del “estado de bienestar” europeo el sociólogo Claus Offe decía que la política se asemejaba un tanto al mercado y viceversa, se podría decir que con el advenimiento de la época del capitalismo total, esa que solemos llamar neoliberalismo, desapareció el “viceversa”, la política irremediablemente no solo se parece cada vez más al mercado capitalista, gobernado por los evanescentes flujos financieros y el efímero consumo desechable, sino que se le ha subordinado por completo. La “tiktokización” de la política es un episodio más en el largo proceso de hegemonía de la política del capital, la cual consiste principalmente en definir las reglas de juego, los contenidos importan poco porque se vuelven inermes, estériles, intrascendentes, lo importante es divertir y entretener. Las tan mentadas crisis del Estado nacional, de la democracia, de los partidos, de la representación política, tienen que ver con esta particular condición contemporánea. Los consultores, los especialistas en marketing político y hasta los académicos se han convertido en los sacerdotes de ese campo dominado por el mercado capitalista.  

La vehemente arremetida contra cualquier sentido socialista, republicano, jacobino o democrático radical de parte de los sectores conservadores en el Ecuador de los últimos años, hizo posible el predominio de ese tipo de política. Convenció a la mayoría de políticos, periodistas, consultores académicos, asesores, etc., de que los votantes quieren entretenimiento, política soft, nada de esa política fuerte de cuestiones programáticas, ideologías y, peor aún, identidades de clase y conflicto. En ese contexto, no sorprende tanto que las apuestas de todos los candidatos hayan apuntado, en mayor o menor medida, a la banalización de la política, el recurso al show y a la demagogia. Tampoco que buena parte de los análisis encuentren en la imagen virtual o el divertimento los factores que explican el lugar que ocupa cada candidato en las preferencias electorales. Entre esos grupos existe un absoluto consenso de que la frivolidad política es la “apuesta ganadora”.

Pero, la banalización de la política no es “apoliticidad” o “despolitización” como puede creerse equivocadamente. Es la más depurada forma de la política y la ideología del capitalismo contemporáneo puesto que refuerza la legitimidad del consenso que hace de la lógica del capital el fundamento incuestionable, “natural”, de organización de toda la vida social. De ahí que, casi todos los candidatos exhiban como una de sus más valoradas credenciales la de ser “emprendedores”, de ahí que una parte del electorado repita que es deseable un gobierno de empresarios a pesar de todo el daño que un gobierno de ese tipo le ha hecho al país.

El consenso entre los políticos y sus círculos de apoyo contrasta abrumadoramente con lo que parece estar ocurriendo con el resto de la sociedad. El país viene de un largo y profundo proceso de politización e ideologización derivado del aparecimiento del correísmo en la escena política. Esa politización se expresa en la confrontación correísmo-anticorreísmo. Que la población no se sienta representada por los candidatos, como lo muestran los altos niveles de indecisión, no quiere decir que no defina posiciones en función de identidades políticas prácticas y cada vez más radicalizadas. Más allá de que sin duda hay segmentos del electorado que sencillamente rechaza la política en general, muchos indicios nos dicen que esa no es la situación de la mayoría de los indecisos. Tiene que ver más bien con que mucha gente espera políticos en sentido fuerte, no tiktokers o influencers, y se siente muy subestimada por políticos que los reducen a simples espectadores de un “concurso de talentos”. Y esto parece ser mucho más notorio entre los más jóvenes, que han sido muy probablemente la justificación de los consultores para sugerir a los candidatos que se dediquen a la política desechable. Por estos motivos, quienes ganan menos e incluso pierden en ese juego son las izquierdas, es un gran equívoco que ellas hayan apostado por esa banalización de la política, particularmente porque ambas opciones representan una especie de condensación de la política “dura” que el país ha vivido en los últimos años: el gobierno de Correa y el levantamiento de Octubre. Ambas experiencias cargadas de un sustancial contenido de política de clase. Es decir, todo lo contrario a la “politktok”.

Por Editor