En 1964, Donald Elbert, James Faria y Robert Wright inventaron en Providence, Rhode Island (Estados Unidos), el césped sintético. El producto, inicialmente bautizado “ChemGrass”, fue renombrado con la marca comercial AstroTurf, con la que todavía hoy se mantiene como líder en su segmento de mercado, aunque como subsidiaria de una firma alemana.
Medio siglo más tarde, el marketing político y la consolidación de las redes sociales como marco para la discusión sobre cualquier tema lograron una de las mejores extrapolaciones lingüísticas y nació el “astroturfing”, para referirse a la creación artificial de un terreno (pasto) propicio en el que difundir estrategias políticas como si de movimientos ciudadanos espontáneos se tratase, opuesto a las conversaciones “orgánicas” que en la analogía vendrían a ser el pasto verdadero.
“Es el armado de una red de distintos tipos de actores: autoridades, autoridades institucionales, cuentas falsas y medios digitales que pueden ser reales o inventados. Luego, esa red –que aquí es sinónimo de ‘discusión’– simula ser un movimiento auténtico o espontáneo, y con el objetivo de que toda puesta sirva para ocultar al verdadero emisor de esa estrategia. El astroturfing es lo que asegura que haya una coordinación entre todas las partes”.
La explicación es de Natalia Aruguete, periodista, docente e investigadora del Conicet que junto con Ernesto Calvo estuvo hace días en la Universidad Nacional de Córdoba con un conversatorio titulado “Odiar las redes: información, polarización y conflicto en las redes sociales”, en el que profundizó sobre burbujas de pertenencia, jerarquías y discusiones en redes, así como sus efectos más o menos visibles.
El odio, ese sentimiento profundo que provoca un rechazo y que puede llegar a implicar alguna forma de violencia, parece indicado para definir el clima que se vive en general en discusiones de Twitter y de Facebook y que se enrarece aún más en períodos preelectorales.
Si bien la existencia del astroturfing revela que nada de lo que puede parecernos “verdadero” y “espontáneo” es necesariamente así, endilgar responsabilidades de las grietas y del odio a unos u otros parece una simplificación extrema de una tarea mucho más compleja. Veamos.
¿La culpa es de los medios?
“En todo medio tradicional, en distintos momentos, ha habido operaciones de prensa, no vamos a descubrir nada. Los medios son actores políticos por definición. Con o sin fake news, lo cierto es que los medios tradicionales calan hondo en sus burbujas de pertenencia. Pero la polarización es condición de posibilidad de las fake news. Más aún si pensamos en la polarización de la ciudadanía respecto de temas que activan conversaciones intolerantes, y en el rol de los medios tradicionales en la propia construcción de la noticia sin que medie una fake new dentro de esa red polarizada”, explica Aruguete, quien basa sus análisis en las API de Twitter, que son interfaces de programación de aplicaciones, que son públicas y proporcionan información detallada de las conversaciones, alcances y respuestas.
Para la investigadora, los medios tradicionales consolidan la polarización en esas conversaciones –junto con el algoritmo de las redes sociales para decidir qué le muestran a quién– y contribuyen con la instalación “por goteo” de cuáles son los temas de la agenda, aunque no lo hagan de manera generalizada.
“De hecho, entre el 20 y el 30 por ciento de los posteos en esas conversaciones de Twitter son mensajes que linkean a información que ya está en línea, casi siempre en medios tradicionales”, subraya.
Y si bien todos los partidos políticos acuerdan en público en que hay que hacer una campaña lo más limpia posible, a ningún responsable de campaña le va a resultar extraño el término astroturfing.
“Todos los partidos tienen algo en la manga para mostrar, dentro y fuera de las redes. La lógica de la jerarquización de emisores y la concentración de la información en esos emisores –los que más seguidores tienen– permiten que la desinformación organizada y las políticas de fake news tributen a una estrategia más amplia”, señala Aruguete.
Por las dudas, aclara que fake news no es solamente la emisión de mensajes falsos. “Contenido sin verificar hay en todos lados y no siempre se publica involuntariamente. Lo que cuenta en las fake news es la intencionalidad”.
Del mismo modo, al ser Twitter una red que depende tanto de la jerarquía del emisor, es sencillo producir estrategias de coordinación y que haya tierra fértil para propagar ese tipo de mensajes.
–Ahora bien ¿por qué se propagan?
–Nosotros tenemos una frase: la culpa no es del troll, sino de quien le da de comer. La advertencia sería: no alimente a los trolls. Una autoridad en la red (paga o no paga), un psicótico o quien fuere (todos actores que están en la red social) pueden emitir un mensaje falso. En la medida en que no le demos acogida, no se va a propagar. El problema es que, en el marco de una campaña electoral donde todos están de punta, donde las percepciones selectivas están sumamente altas, con la disonancia cognitiva a tope y la intolerancia política y social hiperactivadas, la propagación de noticias que coinciden con sus creencias previas y con su mundo de la vida está cuasi asegurada. Y eso equivale a activar ese tipo de conversación en la red .
–¿Se puede resolver esto regulando legalmente Twitter?
–Lo que se puede buscar es la responsabilización de las compañías. Vale preguntarnos si no habría censura al regularlas, pero llegado el caso se puede discutir si en algunos casos la libertad de expresión como derecho no colisiona con otros derechos fundamentales como el derecho a no ser atacado, intimidado o abusado a partir de decir lo que uno quiere. Esta responsabilización es lo que puede detener la capacidad de propagación entre los usuarios más intensos, entre los que están los trolls. Nunca se puede pensar en un troll solo, como si fuese el lobo del cuento de Caperucita. No se hace una campaña de fake news con un loquito, sea pago o no. Por eso insistimos en el tema de la coordinación.
Tomado de: lavoz.com.ar