Lucrecia Maldonado
El día de ayer, por esas cosas de la vida, tuve la oportunidad de ver el magnífico documental de María Fernanda Restrepo Arismendi sobre el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de sus hermanos Carlos Santiago y Pedro Andrés, Con mi corazón en Yambo. Aunque había visto la película en el año de su estreno, el día de ayer me removió particularmente. Tal vez porque veo reeditarse poco a poco en este país esas prácticas que lo más suave que provocan es el deseo de salir corriendo en la dirección que sea y no detenerse en unos diez años, como promedio.
Miro por ejemplo a Doris Morán convertida en una tal “María Terán”, junto a su madre, negando ambas descaradamente su identidad sin que les importe la presencia de su pequeño hijo y pienso en cómo en este momento, siete años después del estreno de la película y treinta tras la desaparición, todavía se miente descaradamente en las instancias judiciales y policiales sin asomo de sonrojo o de vergüenza, sobre ese y otros temas, cómo se manipulan reglamentos, se inventan o se ‘transforman’ leyes solamente para perjudicar a gente inocente, y cómo todo se vuelve ‘transitorio’ solamente para dar paso a la más escalofriante impunidad de quienes al momento están a cargo del poder. Pienso también en quien subió a Carondelet a punta de mentiras de la peor ralea, y que sigue sosteniéndolas en medio de un enrevesado discurso que pudo haber sido el orgullo de Cantinflas en el mundo de la comedia, pero ya en serio, para un ser humano con un mínimo de consciencia y entendimiento, es uno de los peores escarnios de esta oscura época.
También escucho en el documental cómo autoridades presentes y pasadas se van por las ramas hablando de temas que no tienen nada qué ver con nada (el urbanismo frente a la protesta de una familia desgarrada por la pérdida, por ejemplo) y cómo les sacan el cuerpo a sus responsabilidades haciendo algo muy parecido a lo que los jóvenes llaman ‘fingir demencia’. Me topo de manos a boca con un cinismo que raya en la psicopatía en todos y cada uno de los implicados en el suceso, y observo cómo también hoy existe ese mismo cinismo psicópata en las acciones y los discursos de quienes se han hecho del poder por asalto y no piensan soltar un centímetro de su espurio logro.
Se suele pensar, y decir, que el Ecuador es un país de gente buena y cordial. Se suele afirmar que somos solidarios, humildes, afectuosos, sencillos. No lo voy a poner en tela de duda, pero a ratos me pregunto por qué aquí cuadró el hecho de que una sola persona haya subido al poder a punta de mentiras a cuál más cínica y descarada, si somos tan buenas personas, ¿qué hace ahí ese mandatario casi un año y medio después de haber subido y de haber demostrado que mintió, engañó y conspiró sin el menor escrúpulo durante una década corrida? Y miro la clase política de la que se ha rodeado: gente que insulta con palabras soeces en redes y luego dice, sin asomo de rubor, que no fue, que alguien que le quiere perjudicar ‘hackeó’ su cuenta para hacerle quedar mal. Veo cómo se ha desbaratado la institucionalidad de los modos más espurios solamente para conseguir el provecho de unos pocos, y como la gente lo sigue impávida, ocupándose de su supervivencia y mirando para otro lado.
Hace poco me llegó un mensaje en donde se me enviaba una lista de la ubicación los radares de control de velocidad de la ciudad de Quito. Quien me la mandaba seguramente lo hacía con buena intención. Pero yo me pregunté para qué, y eso me dio una clave de que en el fondo no somos tan buenas personas como aparentamos. ¿Para qué necesito yo una lista de los radares? No suelo pasarme del límite establecido. ¿A qué se me estaba invitando con el señalado ‘favor’? ¿A bajar la velocidad solo cuando ‘presienta’ un radar en las inmediaciones?
No es de extrañar, entonces, que un adolescente en una clase sobre la República Española justifique la manipulación del voto campesino que hacían por aquellas épocas los clérigos y caciques a favor de los partidos monárquicos, y la manipulación que hicieron algunos empresarios ecuatorianos en las elecciones de la última década como algo ‘necesario’, no importa que sea ilegal, ilegítimo e incluso inmoral. Así somos los humanos, y dentro de los humanos, así somos los ecuatorianos, por eso tal vez nos cuesta tanto despertar, respetar el voto, mantener el límite de velocidad, valorar la verdad y defender la integridad humana individual y colectiva, porque se nos ha hecho costumbre vivir entre el cinismo y la ignominia, tanto que hasta llegamos a justificarlo. Y no es cosa de los últimos veinte años. Tristemente, tal vez lo llevamos en la sangre desde quién sabe cuándo.