Por Giovanny Manosalvas

Hace algún tiempo, en una de esas mañanas parisinas extraviadas entre el frío y la lluvia, un impertinente manuscrito llegó ante una enorme puerta de madera. Aquel jovencito alemán, autor de esas breves notas, contaba con —apenas— 26 años y había dejado, como «quien no quiere la cosa», introduciendo algunas exquisiteces que, al parecer, hasta ahora podrían iluminar algunas de nuestras más profundas obscuridades.

Así se nos revelaba, entonces, la noción de trabajo «alienado o enajenado». Irrumpía sin miedo la idea de que el trabajo, ciertamente, se realizaba para un (alien) otro, para un ajeno. Es decir, se trabajaba, al fin, para que otro se llevase el valor del esfuerzo. Nos proponía, aquel jovencito, que el trabajador construía con sus manos un valor que, luego, le era despojado, pues solo recibía una pequeña parte de lo que creaba. ¡Vaya insolencia!

De esta fisura, goteaban dos tipos de seres humanos: los que, por un lado, trabajaban bajo la obligación de la implacable sobrevivencia y, por otro, aquellos que lo hacían para su propia posibilidad de realización. La mayoría termina, sin culpa, extraviándose por camino primero —decía—.

En verdad, el trabajo «alienado o enajenado» —sostenía— descansa sobre cuatro abandonos. Quizás el más alucinante, el último: el extravío de lo humano con su ser (esencial), pues lejos de lo que se esperaría fuese el trabajo, como el medio posibilitador y grandioso para la realización humana, ocurría —en verdad— lo contrario.

Lamentablemente —decía ese jovencito— donde deberíamos percibirnos más humanos, más dichosos, que es en el trabajo, nos sentimos como animales. Y solo nos reconocemos humanos en las funciones más elementales, más básicas de la existencia: el comer, el beber o el dormir. Es decir, al final, únicamente nos sentimos humanos cuando somos (más) animales.      

¿Tendría sentido, esta inusitada sospecha, a la hora de comprender una parte o la totalidad de nuestros vacíos? ¿Se podría desbaratar lo que habita entre la irreverente encrucijada de los lunes de agonía y la algarabía de los viernes?

Los treces de todos los eneros, por cierto, la humanidad remuerde el vértigo de sus abismos, pues recuerda su permanente batalla contra la depresión que, desde cada pulsión, se libra todos los días. Tal vez, y solo tal vez, habría que darle —por tanto— un par de minutos a ese friolento jovencito que, desde la más feroz crítica, aquella tarde nos regaló su interpretación de una sociedad profundamente lesionada, construida bajo la sombra del capitalismo.    

Buena suerte en cada una de nuestras batallas, entonces.  

Texto referido: Los Cuadernos de París (1844) de Carlos Marx.

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