José Antonio Figueroa
Las fantasías posmodernas están pasando de ser sueños intelectuales a desastrosas pesadillas. Paradójicamente, la modernidad asediada por tantos y tantos, en Latinoamérica parece que no va a encontrar su fin por los delirios etnicistas sino a través del perfecto maridaje que se ha establecido entre el fascismo tropical y las iglesias protestantes de nuevo cuño, especialmente los neopentecostales. El dilema se está resolviendo en el centro de la cultura popular dominante: el catolicismo, que por decisión política del ultraconservador y anti comunista Juan Pablo II hace décadas rompió sus vínculos con los sectores populares y terminó convertido en una mafia corrompida por la pederastia y el elitismo, se encuentra reemplazado cada vez más y más por unas iglesias posmodernas, bien posicionadas y que calzan perfectamente con el neoliberalismo: me refiero a las iglesias neo protestantes que, con gran financiamiento internacional lograron posicionarse en los estamentos populares con un discurso anticomunista, moralista, patriarcal e intolerante, que se difundió de manera imparable mediante la combinación del dinero, la ignorancia y la fe en la salvación individual.
Los protestantes, con un meticuloso trabajo entre los sectores populares lograron un efecto cultural sin precedentes: muchos alcohólicos, drogadictos y descarriados, abandonados por la iglesia católica y por el estado, empezaron a reunirse en torno a un predicador, cambiaron sus apariencias vistiendo pulcramente y, si bien, sus cambios materiales son cosméticos, la convicción de ser salvados transforma profundamente la imagen que tienen sobre sí mismos, a lo que suman la intolerancia y el desprecio al otro que caracteriza al nuevo converso. Estas franjas populares han tenido un peso excepcional en la movilización anti política y anti moderna que las elites reaccionarias de los países hicieron contra los avances de los gobiernos progresistas asociando su gestión a la corrupción, mediante el uso de una ecuación tan simple y efectiva como la dicotomía entre buenos y malos, dios y diablo. La historia reciente muestra que las elites a tono con los tiempos y pactando con el obscurantismo popular de las iglesias, prefieren el fascismo a la modernización institucional.
Este simplismo moral y religioso ya empieza a operar bajo la lógica de la conversión o extirpación, tan profundamente ligada a la historia del cristianismo medieval y moderno. En esta nueva edad media, intelectualmente sustentada por los desencantados de la modernidad tanto de derechas como de izquierdas, el electo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, está dando pasos que muestran cuan decidido está a eliminar la educación moderna y sustituirla por credos religiosos que difundan el creacionismo, penalicen el evolucionismo y permitan perseguir a docentes laicos y críticos. Bolsonaro ha declarado que implementará la doctrina de la escuela sin partido, creada por el abogado Miguel Nagib en el 2003, y enfocando sus dardos contra Paulo Freire sostiene que la escuela pública es una plataforma usada para difundir el marxismo, el ateísmo y la ideología de género. Con esta convicción se está creando en Brasil un sistema que incentiva a los estudiantes a denunciar a profesores que sean considerados como promotores de ideologías “nefastas” para los ultraconservadores y los religiosos y promete “purgar” al sistema educativo expulsando a esos profesores. Como se ve, en Brasil se está trazando la ruta directa a la edad media y no será extraño que prontamente el sistema educativo público tenga como único libro legitimo a la biblia y la sociedad tenga que vivir la misma intolerancia que condujo a la extirpación de las idolatrías, a las cruzadas y a la cacería de brujas, legados culturales del cristianismo fundamentalista.