Muchas veces olvidamos la fuerza que tienen las palabras que emitimos, ya sea dando una opinión o formando un criterio en temas de coyuntura. Utilizamos términos que llegan a sonar repetitivos aun cuando no comprendemos de dónde vienen o cuál es su significado completo. Lo podemos notar al usar expresiones como “hetero patriarcado”, “empoderamiento”, “machitos”, “fachos”, “machistas”, “feministas” y demás palabras que parecen hablar por sí solas.

Estos términos, en los últimos años, se han vuelto de dominio público y parte del léxico cotidiano; algunos son utilizados para segregar y ofender a personas con líneas de pensamiento diferentes. Dichos términos han jugado una suerte de “conceptos definitorios” frente a dos posturas: los y las “feministas” y los y las “no feministas”; pero existe una tercera variante que hace referencia a un grupo pocas veces tomado en cuenta: personas que no se auto consideran ni machistas ni feministas, vertiendo opiniones individuales hacia estos conceptos. Pero quizá los significados de las palabras anteriormente mencionadas no son tan evidentes como pensamos, y atribuimos su representación al sentido común, lo que nos vuelve portadores de opiniones sesgadas.

Pensar en esta variedad de perspectivas ante un problema social se vuelve una contradicción inminente, cuando el objetivo es combatir y, a largo plazo, eliminar la violencia.

El 13 de enero de 2019 en la ciudad de Quito, una mujer de nombre protegido “Martha” acudía a una fiesta con varios de sus amigos, una ocasión que debía ser de distracción y diversión se trasformó en un infierno. Transcurridas varias horas, Martha se queda rodeada de tres hombres que abusan de ella, la maltratan, violan y empalan en una muestra atroz de violencia de género, sentido de pertenecía y abuso; unos días después, el 19 de enero, pero ahora en Ibarra, una mujer de nombre Diana es secuestrada durante noventa minutos y posteriormente asesinada por su ex pareja de nacionalidad venezolana a vista de transeúntes y policía nacional que nada pudieron hacer por ayudarla, desatando la alteración de todo un país.

Es innegable la conmoción que sufrió la ciudadanía, que al vivir acto tan atroz buscaba no solo seguridad, sino también justicia. Pasadas algunas horas se pronunció el Presidente de la República Lenín Moreno: ante los acontecimientos anunciaba la necesidad de crear “brigadas” para controlar la situación legal de migrantes dentro del país. Lo que era un fragmento del problema y ante la situación de violencia no hubo ninguna declaración regulatoria.

Las palabras del mandatario de inmediato, tal vez, fueron distorsionadas a conveniencia de varios ciudadanos que se reunieron en grupos, tomando como excusa “defender a las mujeres” para tener potestad sobre la vida de varios inmigrantes venezolanos y así poder “normalizar” los acontecimientos que podrían ocurrir. La multitud enardecida se convirtieron en turbas ciegas que perseguían -cual caza de brujas- a extranjeros venezolanos, lo que mostró su interés original: xenofobia y aporofobia. Su finalidad consistía en quemar sus pertenecías, amenazarlos e incluso agredirlos de manera verbal y física sin distinción de edad, condición o si tenían algún indicio de culpabilidad ante el hechos sucedido, sin importar siquiera si la persona agredida era hombre o mujer.

Tras esto podemos diferenciar que estas “brigadas” no querían proteger, ni mucho menos brindar seguridad al sexo femenino, pues su accionar hubiese sido distinto, no habrían atentado contra la vida de muchas mujeres con sus niños en brazos. Por supuesto, las “medidas” mencionadas por el Ejecutivo no provocaron bienestar social, sino que desataron un comportamiento desaforado, no solo de los ciudadanos en Ibarra, sino en todo el país. Lo que aparentemente quiso ser una solución dirigida hacia la calma o el sosiego, por el contrario, generó nuevos disturbios y obviamente más violencia.

A breves rasgos me parece pertinente cuestionarnos: ¿qué papel juegan los medios de comunicación ante estas situaciones adversas? De forma directa o indirecta el morbo aumenta cuando un tema es mediático. En los titulares de periódicos nacionales y televisión, así como en redes sociales aparecían, una tras otra, noticias de la participación de migrantes venezolanos en crímenes, robos, asaltos, etc., causando una alarma mayor en la sociedad.

La situación no terminaba ahí: videos e imágenes de las víctimas eran mostrados en redes sociales, lo que permitió a hombres y mujeres verter sus opiniones, muchas de las cuales se mostraban de la siguiente manera: “Esa chica qué hacía sola en la noche con hombres”; “Si no quería que le sucediera nada, debió quedarse en su casa”; “Seguramente ella provocó una situación que se salió de sus manos y ahora les quiere echar la culpa de violadores”; “Ella debió dejarlo cuando se dio cuenta que era malo”; “Tal vez ella lo engaño y se volvió loco de celos”; “Si no se separó a tiempo fue su culpa”; etc., un sinfín de opiniones agresivas que parecían justificar a los agresores.

Es necesario mencionar algunos comentarios menos violentos pero que ocultan una clara construcción social machista: “No debió salir sola, es mejor ir con un hermano o primo”; “Pobrecita, también tienen la culpa los papás que la dejaron salir a esa hora”.

El asesinato de Diana y la violación de Martha –y considerando que hasta el momento se suman 5 femicidios en lo que va del año en Ecuador- provocó que varios colectivos feministas se unieran para llamar a todos los sectores del país a movilizarse pidiendo justicia y reivindicación para las víctimas. El llamado fue para el 21 de enero. La expectativa fue impresionante conociendo lo mediáticos que fueron los dos acontecimientos y la conmoción social acompañada de disturbios que caracterizó el femicidio de Ibarra.

El día y la hora llegaron, y la convocatoria no fue decepcionante, en Quito cientos de mujeres se abrían paso para clamar sus consignas y hacer escuchar su voz, algunas desnudas, otras con el rostro pintado, encapuchadas, descalzas y/o haciendo representaciones recorrieron las calles hacia la Fiscalía y posteriormente se concentraron en la tribuna de Los Shyris donde permanecieron varias horas entre cánticos, peticiones, performances, etc.

Lo peculiar de esta gran muestra de unidad fue la mínima cantidad de hombres que se podían ver u oír entre cánticos, algunos permanecían al margen, otros solo observaban y muy pocos se unían a la protesta. Pero, ¿este comportamiento se da únicamente porque hay una gran cantidad de hombres que no apoyan el feminismo?, o, ¿en su mayoría los hombres son machistas y no desean la reivindicación de derechos?

Entre las consignas escritas en grandes trozos de papel, se mezclaban algunas en las que se podía leer: “machete al machito”, “machitos a la licuadora”, “si nos organizamos los quemamos a todos”, “mujer, no tengas miedo, la navaja es tu amiga. ÚSALA”. Se podía notar un claro tinte de violencia en medio de estas pancartas, lo que prendió un foco de alarma en cuanto al rol de los hombres en la lucha por la igualdad de género.

Al observar la poca cantidad de participantes masculinos en la convocatoria recordé que hace pocos meses, junto a un gran grupo de estudiantes universitarios, estuvimos presentes en un conversatorio feminista, con tres ponentes a la cabeza: dos mujeres y un hombre. Durante la intervención del público, un joven que bordeaba los veinte años decidió tomar el micrófono y preguntar:

¿Cuáles son las oportunidades que los espacios feministas me pueden brindar para poder lograr desaprender costumbres y eliminar comportamientos machistas de mi personalidad?

A lo que la ponente respondió

“Este no es el espacio correcto, y si hay muchos hombres que desean involucrarse en nuestra lucha, la mejor opción es que se autoconvoquen como nosotras lo hemos venido haciendo desde hace años.”

La respuesta me pareció agresiva, aunque tal vez fue mal interpretada o no se comprendió por completo el mensaje, sin embargo, dejó en silencio al auditorio; tras varios minutos noté que algunas personas empezaron a abandonar el lugar, lo que me hizo cuestionar: ¿quizá el feminismo está repitiendo conductas de exclusión?, esto convertiría el concepto de feminismo en una idea ambigua.

La reflexión entraría en el ámbito de que el machismo no es únicamente un puñado de hombres que golpean e insultan, ni viene de la mano solamente del sexo masculino; todo lo contrario, es estructural y vuelve víctimas a hombres y mujeres. La forma en la que se representa se infiere en frases como: “tú eres hombre, no debes llorar”; “tú eres una mujer linda, debes conseguir a un hombre que te de todo”; “las mujeres son la inteligencia y los hombres la fuerza bruta”; “tú eres mujer, debes cuidarte cuando salgas a la calle”; “él puede porque es hombre”.

Educamos a los más pequeños bajo un sinnúmero de frases que han sido normalizadas, heredadas y aceptadas incluso siendo evidentemente segregadoras, y son estas frases/ideas las que forman el carácter y personalidad de jóvenes en cimientos netamente machistas, provocando una violencia estructural que se muestra también en situaciones tan cotidianas que pasan desapercibidas como: elegir qué ropa usar, qué accesorios llevar, cómo cortarse el cabello y hasta cómo caminar, se muestra también en la sexualización de colores, comportamientos e incluso sentimientos.

Una sociedad moderna con cientos de años en un modo de producción capitalista que norma nuestras relaciones sociales, y con toda una trayectoria histórica en función del sexo masculino, genera como resultado una estructura internalizada de compleja deconstrucción que ha estimulado conductas caóticas, crueles y de supremacía masculina que también los vuelve víctimas. Las cifras de violación a hombres son considerablemente menores a las violaciones al sexo femenino, y la causa -en la mayor parte de casos- es que los hombres que han sufrido de estos abusos sienten vergüenza de denunciar lo que sucedió por la misma estructura en la que han sido educados.

El feminismo nace como reivindicación a esta violencia estructural, clamando igualdad de derechos y condiciones, demanda de salarios, educación, decisión sobre el cuerpo, voto y demás libertades negadas durante años. Esta búsqueda cobró fuerza y logró consolidarse; en contraposición, casi al mismo tiempo aparece un sector -no únicamente masculino- que no se siente identificado con esta lucha y al contrario percibe aires de coacción, decide demostrar su descontento -es necesario recalcar que no es una minoría- y también empieza a tomar fuerza.

Se alude a la existencia de una distorsión del feminismo con voceros y voceras violentas que agreden a hombres por su sola condición de ser hombres, dicen sentirse vulnerados y excluidos -lo que no es un pensamiento de unos cuantos- creyendo que el feminismo es solo un cambio de poder en la sociedad. Como consecuencia aparecen sentimientos de apatía, desinterés e incluso menosprecio al feminismo, así como de la invención de palabras despectivas contra un grupo de mujeres que por situaciones muy variadas han decidido tomar una postura radical en su ideología, lo que crea más conflicto, y muchas son nombradas como hembristas, feminazis y las encasillan en una forma de comportamiento “extremista”.

El problema parece acrecentase en esta divergencia de opiniones, y en lugar de encontrar una vía para la comunicación, el entendimiento y los acuerdos sin generar violencia, se disputa apenas quién tiene la razón.

Aunque no parezca sencilla de conseguir, la solución parece venir por el camino de la unión de sectores, abriendo espacios de opinión, permitiendo a hombres y mujeres que puedan compartir lo que creen importante en una retroalimentación, y de a poco desaprender lo que por años es el modus vivendi social, sin coacción o limitantes, empoderando la premisa de luchar contra la violencia sistemática, estructural de género y social, promoviendo la convicción de igualdad y empatía, permitiendo en la lucha feminista la inclusión masculina en opinión y accionar.

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