En varias ocasiones he comentado con algunos amigos que no le veo muy convencido a Donald Trump de lanzarse a una guerra con Venezuela. Las reacciones son dispares y entre ellas también hay un elemento en juego: ¿hasta dónde el presidente de EE.UU. gana con una conflagración para garantizar en la política doméstica una victoria frente a lo que para él ha sido lo fundamental: rescatar la economía interna y devolverle a su nación el prestigio desde sus valores más nacionalistas?

Desde el extremo izquierdo del análisis aprecio que se hagan todas las especulaciones para un escenario de guerra en América Latina, pero al mismo tiempo sospecho que ningún país está seguro que un conflicto regional les garantice salir de sus propias dificultades y menos aún sobrevivir políticamente. Jair Bolsonaro ha bajado el tono desde que asumió el poder. Mauricio Macri se queda en la retórica diplomática porque la economía de Argentina aprieta cada día la soga en su cuello y le asfixia políticamente. De países como México, Uruguay, Bolivia, Cuba y Nicaragua, además del bloque caribeño, se conoce explícitamente su postura frente a la defensa de la soberanía y autodeterminación de Venezuela.

Y desde el extremo derecho no les veo tan convencidos de la línea uribista encabezada por Iván Duque, seguida sin reflexión ni decencia por Ecuador, Perú o Chile. Es más: tras las conversaciones entre Elliott Abrams, delegado personal de Trump para Venezuela, y el canciller bolivariano Jorge Arreaza, estos países quedarán en el ridículo si siguen pensando que Juan Guaidó es su interlocutor político y diplomático para una supuesta salida a la crisis política generada y auspiciada por EE.UU. en Venezuela.

En este sentido parece posible una opción en el escenario menos analizado hasta el momento: Trump podría hablar directamente con Nicolás Maduro y encontrar una relativa solución a este conflicto que ya lleva más de dos años y se agudizó desde el 23 de enero último. ¿Por dónde iría esa negociación? Seguramente una convocatoria a elecciones legislativas para reconstituir la Asamblea Nacional y desde ahí desarrollar otra arremetida contra la legitimidad del gobierno bolivariano. En cambio, el chavismo, convencido de su popularidad, de la base social que lo legitima y sostiene, podría optar por otros comicios donde pondría de nuevo toda su capacidad de movilización.

Claro todo esto a partir de una condición clave para la dos partes: eliminar el bloqueo y la guerra económica, asegurar las exportaciones de petróleo a EE.UUU., acordar protocolos de entendimiento para la participación de la oposición en la vida electoral y, por supuesto, mejorar las relaciones con los vecinos y generar procesos de inversión y cooperación económica, como ha sido el interés desde un sector del chavismo y la mayor demanda política de los últimos años.

Vistos por encima estos escenarios parece ideal o iluso el planteamiento, pero no está fuera de lo que Trump ha dejado percibir en sus alocuciones y también por su comportamiento con Corea del Norte, China y Rusia. Trump ante todo es un hombre de negocios y juega en esa lógica. Entonces quiere ganar, pero con el menor costo posible. ¿Acaso el muro en la frontera con México es solo un capricho para impedir el paso de migrantes o es un negocio para forjar otro modo de relación con su vecino al que acusa de la pérdida de empleos para los estadounidenses?

El sentido común impuesto hasta ahora contra Venezuela ha sido de una democracia fallida, en la razón liberal y occidental, sobre todo desde la mirada de los halcones más reaccionarios de EE.UU. Pero si se revisan cada uno de los problemas de países como Brasil, Argentina, Colombia o Perú, para citar los más emblemáticos, también cabrían otros enfoques para la solución de sus dramas. Pero en Venezuela está el condumio del petróleo, la ideología y un gobierno “irreverente” (en realidad soberano y no sometido) que impide el totalitarismo estadounidense.

La sabiduría popular en cambio es más elemental y potente: guerra avisada no mata gente. Y tanto alarde de arrogancia de Iván Duque no le ha servido para justificar el afán de los empresarios colombianos de tomarse las fronteras y hacer negocios bajo el supuesto de que un gobierno no chavista les favorecería inversiones millonarias con bajo costo fiscal e impositivo.

La suerte de Venezuela, por supuesto, no está en manos de Colombia ni de EE.UU., sino de sus propios gobernantes, organizaciones sociales, militares y bases políticas, todo ello hasta ahora con gran expresión de nacionalismo, con una oposición torpe y un falso presidente impuesto que no puede desplegar un concepto y menos aún un relato coherente de lo que quiere para su país.

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