Por José Antonio Figueroa
Resumen
Este artículo analiza el impacto de la privatización de la guerra de Colombia en la frontera binacional con Ecuador y su relación con la desposesión de la población afrodescendiente. Se muestra cómo la guerra responde cada vez más a los intereses de las transnacionales armamen- tistas y a los crecientes ejércitos privados. A partir de la respuesta del Estado colombiano a las demandas de la población afrodescendiente en el contexto de la privatización de la guerra, se muestra cómo el discurso culturalista que se impuso desde los años 90 ha servido para afianzar la exclusión y la desposesión que sufren los afrodescendientes.
Palabras clave: afrodescendientes; desposesión; guerra privatizada; Nariño; Plan Colombia; racismo
Abstract
This article analyzes the impact of the privatization of the Colombian war in the Ecuador-Co- lombia border and how this privatized war is related to the dispossession of the Afro-descendant population. Through the analysis of Plan Colombia and the appearance of private armies in the Colombian war, the article shows how the war responds to the interests of the transnational arms businesses. The responses that the Colombian state has given to the demands of the Afro-descen- dant population of the Nariño coast reveal how the culturalist discourse that has been imposed since the 1990s has served to consolidate the exclusion and dispossession produced by the priva- tized war.
Keywords: Afro-descendants; dispossession, Nariño; Plan Colombia; privatized war; racism
Introducción
El 19 de agosto de 2006, la revista Semana revelaba que 35 exmilitares colombianos se encontraban atrapados en la guerra de Irak, a donde habían llegado engañados por la empresa militar privada ID System, represen- tante en Colombia de la tristemente célebre Blackwater. Contratados como mercenarios, combatían en primera línea, sin dinero, sin protección, y a merced de las decisiones de una compañía cuyo representante en Bogotá declaraba, sin pudor, que su prioridad era de- fender sus intereses económicos.
Blackwater era el nombre con que se cono- cía entonces a Academi, la empresa militar pri- vada fundada por Eric Prince, que pasaría al es- crutinio mundial el 16 de septiembre de 2007, cuando varios de sus miembros asesinaron, en la plaza de Nisour, en Bagdad, al menos a 17 civiles entre los que se contaban mujeres y ni- ños. Este hecho revelaba la esencia de la guerra privatizada, determinada por la ganancia.
Las guerras privatizadas se consolidan a partir de la disolución de la Unión Soviética, cuando se hace más explícita la competencia por los recursos para el financiamiento de los aparatos militares. Mientras, retrocede el po- der del Estado y se develan los intereses cor- porativos transnacionales como factores deter- minantes de las guerras. En las nuevas guerras, el despojo de los recursos naturales de las zonas intervenidas se convierte en prioridad, y el robusto aparato militar norteamericano conserva su protagonismo al crear nuevos ene- migos como el fundamentalismo religioso, el narcotráfico o el terrorismo.
En estas guerras, la población civil se con- vierte en objetivo militar, y se normalizan prác- ticas como violaciones, destierros, tráfico ilegal de drogas y violencia sexual (Herberg-Rothe
2006) como características de lo que puede denominarse lumpen capitalismo. De igual modo, con frecuencia la lucha por los recursos se expresa mediante discursos étnicos que inter- pelan a los grupos en disputa, desde premisas distintas a las motivaciones económicas y polí- ticas dominantes en la Guerra Fría (McCallion 2005; Kaldor 2012).
Este artículo propone analizar, desde el Plan Colombia, la privatización de la guerra, así como mostrar su articulación con la despo- sesión de las comunidades afrodescendientes que habitan en la frontera binacional entre Colombia y Ecuador.
El Plan Colombia significó la entrada di- recta del capital privado armamentista nor- teamericano a un país con un largo conflicto colonial interno, que se expresa en guerras pri- vatizadas previas y en la extracción de recursos naturales en zonas geoestratégicas, construidas desde matrices racializadas. El Plan se imple- mentó en un nuevo contexto constitucional que, a partir de 1991, redefinió las relaciones entre el Estado nacional, las regiones y las poblaciones nativas y afrodescendientes des- de una matriz neoliberal. En este contexto, se analiza la especificidad de la etnización de las comunidades afrodescendientes del Pací- fico colombiano, al mostrar cómo se afianza el distanciamiento del Estado colombiano y los grupos racializados mediante la paradójica coexistencia de una desmesura cultural con la desposesión y el desplazamiento.
La privatización de la guerra y el Plan Colombia
Colombia es un país con una larga tradición de guerra privatizada. Como señala Rochlin (2011, 719), la fragmentación política contri-
buyó a crear ejércitos privados como los de los encomenderos en el período colonial, o en las guerras interpartidistas de los siglos XIX y XX. Igual sucede en la actualidad con las organiza- ciones de autodefensa y paramilitares.
A partir de los años 90 del siglo pasado, una serie de factores contribuyeron a que las guerras privatizadas en Colombia adquirieran una importancia sin precedentes. Entre estos están el peso de las corporaciones armamen- tistas privadas en las acciones globales de los Estados Unidos; el fortalecimiento de ejér- citos paramilitares, mediante alianzas de la- tifundistas, militares y narcotraficantes; y la disolución de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Ello obligó a las guerrillas a en- trar en el narcotráfico para financiar la guerra contra el Estado.
Los distintos ejércitos privados coinci- den en su interés en la extracción de recursos naturales, lo que muestra la continuidad del modelo colonial interno y su profundización en el neoliberalismo. Según Tuirán y Trejos (2017, 78-79), la descentralización de los 90, implementada en medio de una débil demo- cracia, hizo que parte de los distintos actores en lucha convirtieran en botines a los recursos locales y regionales del país. Esto contribuyó a que las guerrillas, los paramilitares y los po- deres locales, como hacendados y ganaderos, disputaran el dominio territorial, mientras se consolidaban los intereses armamentistas nor- teamericanos.
Duncan sostiene que hacia los años 90 el nuevo manejo de las rentas municipales, junto al poder acumulado por el narcotráfico, inser- tó a ciertas regiones en la economía global y estimuló a los ejércitos privados a evolucionar hacia complejas estructuras fundamentadas en los señores de la guerra. Mientras, el Gobierno nacional “delegaba el control de las institucio-
nes de la periferia a los intereses económicos y políticos que habían surgido desde el narco- tráfico” (Duncan 2014, 284).
Un claro ejemplo de ese salto cualitativo fue la creación, a mediados de los 90, de las Auto- defensas Unidas de Colombia, que llegaron a ejercer las funciones de tributación, vigilancia y justicia, en un proceso de crecimiento que cu- brió una importante región rural y urbana de Colombia (Duncan 2014, 287).Las dinámicas del conflicto colombiano interno también se relacionan con las transformaciones de la eco- nomía global en el neoliberalismo, que se pro- fundizaron luego de la disolución de la Unión Soviética. Según Rochlin (2011, 724), el fin de la Guerra Fría provocó una revolución en los asuntos militares, la cual marca el giro posmo- derno en defensa y seguridad.
Tal cambio se produjo por factores como la transformación del capitalismo trasnacional y la globalización, el surgimiento de nuevos blo- ques de mercado, al igual que nuevas políticas de identidad y etnicidad. En este contexto, los estados y organismos internacionales formula- ron nuevos requerimientos, mientras se conso- lidaban las guerras asimétricas y privatizadas, mezcladas muchas veces con la criminalidad.
El Plan Colombia muestra la convergencia entre los intereses de la privatización de la se- guridad y la defensa, en una escala global lide- rada por los Estados Unidos, y las dinámicas de un país con una tradición colonial interna y una débil democracia. El Plan fue diseñado en un inicio por Andrés Pastrana como parte de las negociaciones de su gobierno con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colom- bia (FARC). Sin embargo, la administración Clinton cambió el énfasis social original por un énfasis militar. Al mismo tiempo, los diá- logos de paz fracasaron y ocurrió el triunfo de Álvaro Uribe en el año 2002. El Plan tuvo una
vigencia clara hasta 2016 y su relanzamiento es una de las iniciativas propuestas por la ac- tual administración de Iván Duque.
Este Plan movió una astronómica cifra en torno a la guerra, al tiempo que develó su matriz colonial: mientras los Estados Uni- dos invirtieron alrededor de 9600 000 de dólares entre 2000 y 2015, Colombia invir- tió en ese período la suma de 131 000 000 de dólares en seguridad y defensa. Además de la desproporción entre estas cifras, el Plan buscaba crear las condiciones para que en el futuro Colombia asumiera, de mane- ra total, los costos de la guerra, así como la administración, sin la intervención nortea- mericana directa.
En un proceso conocido como la nacio- nalización del Plan, los recursos norteameri- canos pasaron de un 35 % del presupuesto en el año 2000, a un 2,5 % en 2015 (Presidencia de la República 2015; Beittel 2019, 29; Mejía 2016). El Plan determinó la mayor inversión de Colombia en seguridad y defensa. Esta pasó del 2 % del PIB en 2000 a 4 % en 2010 (Beittel 2019, 29), tendencia que se mantiene en los siguientes años.
Los gravámenes han sido claves en el finan- ciamiento del Plan Colombia: en el período 2002-2003, se creó el impuesto para la segu- ridad democrática a los que tuvieran un patri- monio por encima de los 62 000 dólares. Esto permitió recoger 922 000 000 de dólares. En-
tre 2004 y 2006 se recaudaron 593 000 000 con una carga a los patrimonios por encima del millón de dólares; entre 2007 y 2010 se recogieron 4 000 000 000 de dólares cargados a quienes tenían un patrimonio por encima de 1 500 000; entre 2011 y 2014 se recogie-
ron 9 000 000 000 de dólares en impuestos a personas naturales y jurídicas con patrimonios por encima de los 500 000 dólares.
La reforma tributaria aprobada en 2014 se proponía recaudar 22 000 000 000 dólares como mecanismo para sostener a un ejército y una policía que habían incorporado 130 000 nuevos miembros. Ello convirtió a Colombia en el segundo país de la región con mayor in- versión en seguridad y defensa, luego de los Estados Unidos (Presidencia de la República 2015, 10-13).
La participación de las empresas privadas norteamericanas se da a través del lobby que hacen entre los partidos Demócrata y Repu- blicano (Gilens y Page 2014). Un ejemplo se dio antes del Plan Colombia, durante la de- nominada Guerra de los Helicópteros en la década de los 90, cuando se enfrentaron las compañías United Technologies, fabricante de los Black Hawk, y la Textron (Bell), fabricante de los Huey y Huey II.
Esta competencia derivó en la participa- ción de las compañías en el acceso a, al me- nos, 400 000 000 de dólares para la compra de helicópteros para la policía y el ejército, en el primer paquete de 1 300 000 aprobados en el inicio del Plan Colombia. La puja fue prota- gonizada por Bill Clinton, senadores de Nueva York y Connecticut y el zar antidrogas Barry Maccafrey. United Technologies había gastado 17 900 000 dólares en lobby y 1 200 000 en contribuciones a campañas a favor de los sena- dores Christopher Dodd y Joseph Lieberman, representantes de Connecticut, donde se ubica la compañía fabricante de Black Hawk.
La confrontación entre las compañías fue resuelta por Clinton, después de la aprobación del Plan Colombia, con una inversión que in- cluyó 16 Black Hawks y 30 Huey II para el ejército;dos Black Hawks y 12 Huey II para la policía nacional; así como el financiamiento de las operaciones y el mantenimiento de 18 Hueys que habían sido vendidos a Colombia
en 1999. La venta de los Black Hawks supe- ró los 234 000 000 de dólares, mientras la de los Huey sobrepasó los 81 000 000 de dólares. En octubre de 2000 fue aprobado un paque- te suplementario para la compra de seis Black Hakws UH-60 por un total de 96 000 000
lares (ISIJ 2012).
La participación de las compañías priva- das en la guerra colombiana es creciente: la empresa Military Proffesionals Resources Inc. ganó un contrato de 4 200 000, para asesorar la estructuración de la guerra, mientras en el año 2000 recibió un contrato de 6 000 000 para entrenar a militares colombianos, con la participación de la CIA y el ejército nortea- mericano.
Importantes movimientos económicos han tenido otras grandes corporaciones pri- vadas como la Dyncorp, Loockheed Martin, Sikorsky Aircraft, Arinc, TRW, Matcom, Air Park Sales, Aeron Systems, California Microwa- ve Systems (Rochlin 2011, 727; Stanger y Wi- lliams 2006). Aunque hay dificultades para conocer el movimiento económico total por el sigilo con que se mueven, estas empresas cu- bren un vasto rango de servicios que van desde entrenamiento militar, fumigaciones, ventas de radares, aprovisionadores de comida, hasta servicios, formación y entrenamiento de pilo- tos, venta de aviones, helicópteros, transporte aéreo de guerra, coordinación logística, entre otros (Rochlin 2011, 727; Stanger y Williams 2006).
Las empresas privadas venden sus servicios al Departamento de Defensa, al Departamen- to de Estado, o a la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés). En un proceso de concentra- ción típico del capitalismo monopólico, los contratos se hacen con un número de firmas cada vez más fuerte, pero reducido. Así, en-
tre 1997 y 2003, la mitad de los contratos del Departamento de Defensa fueron con los 50 contratistas más poderosos, mientras las 10 firmas más importantes recibieron el 35 % de los contratos (Stanger y Williams 2006, 7).
Como lo muestra Kaldor (2012, 5), la guerra privatizada se conecta con intereses globales y con la desintegración de los estados unida a la erosión de su soberanía, lo que We- ber definía como el monopolio de la violencia (Weber 1964). La privatización de la guerra tiene consecuencias imprevisibles para la pro- pia existencia social: las empresas sustituyen a los Estados en la implementación del trabajo sucio. Ello garantiza la impunidad de ambas partes.
Esto ha sucedido en el conflicto colombia- no y en casos como el de la base de Guantá- namo, adjudicada a la empresa Kellog Brown y Root, una subsidiaria de la Halliburton, del ex- vicepresidente Dick Cheney; o el de la prisión de Abu Ghraib, en Irak, donde empleados de la compañía privada CACI y lingüistas de la empresa Titan International protagonizaron escandalosos hechos de tortura, abuso sexual, trato degradante y crímenes contra la humani- dad (Stanger y Williams 2006, 12).
Muchas compañías tienen más poder económico que los Estados en los que inter- vienen y su condición les permite cambiar de nombre, de razón social o de domicilio, en caso de que se les tenga que vigilar o moni- torear por los gobiernos. A veces los Estados no pueden actuar contra las empresas priva- das cuando cometen violaciones de derechos porque hay acuerdos que lo impiden. A esto se suma la evasión de impuestos, el abarata- miento de costos que afectan la calidad, el cometimiento de accidentes deliberados para cobrar seguros y el incumplimiento de com- promisos laborales.
En Colombia hay también falta de trans- parencia con respecto al número de contratis- tas que pueden tener las compañías (Rochlin 2011, 727). A inicios del Plan Colombia, el número de norteamericanos que podían con- tratarse era de 400. Luego se expandió a 600 en 2004, pero al restringirse la limitación de solo norteamericanos, se abrió la puerta para la contratación de personal de otras nacionali- dades. Otras fuentes sostienen que el personal militar privado extranjero contratado durante el Plan Colombia debió llegar a miles (Ro- chlin 2011, 727).
Con el arribo a la presidencia de George
W. Bush y luego de los ataques a las torres ge- melas en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001, los republicanos tuvieron argumentos para unificar las luchas contra el narcotráfico y contra el “terrorismo”. Las FARC fueron cla- sificadas como organización terrorista global de designación especial.
El ascenso de los republicanos coincidió con el fracaso definitivo de las negociaciones con las FARC y con el ascenso de Álvaro Uri- be, quien fortaleció de manera radical las ac- ciones militares y la guerra privatizada. Con Uribe se profundizó el involucramiento de los Estados Unidos en el conflicto colombiano, la entrega de los recursos naturales del país y la mercenarización de los ejércitos. También se consolidó la violencia en las regiones periféri- cas de valor estratégico, donde viven afrodes- cendientes, indígenas y campesinos, y donde hay una gran riqueza de productos primarios. Álvaro Uribe era experto en la privatiza- ción de la seguridad y la defensa, ya que había creado las compañías privadas de protección de los ganaderos y hacendados Convivir. Es- tas entidades trabajaban con las fuerzas de seguridad nacional, a las que proveían de ser- vicios privados. A las “Convivir” las integra-
ban miembros autorizados a llevar armas y a desarrollar roles militares. Además, fueron las bases de las autodefensas.
La contratación de compañías de seguri- dad para las instalaciones de las corporaciones extractivas es un negocio millonario que ha
producido desastres humanitarios: la British Petroleum (BP) pagó servicios a la compañía israelí Silver Shadow y a soldados británicos para implementar sistemas de vigilancia. Es- tos fueron aplicados por la Brigada 14a del
ejército colombiano, la cual se involucró en la masacre de Segovia que dejó 43 asesinados. A esta brigada y a la Silver Shadow las in- vestigaron en 1996 por el asesinato de 14 ci- viles en eventos relacionados con las políticas de seguridad de la BP. También se las acusó de ofrecer entrenamiento a grupos paramilitares (Armendáriz 2016, 15). Las compañías pri- vadas norteamericanas están, además, prote- gidas por acuerdos de inmunidad resultantes del alineamiento de Colombia a los Estados Unidos en la Guerra Fría: George W. Bush y Álvaro Uribe ratificaron y ampliaron la Ley 24 de 1959, que concede privilegios a militares estadounidenses en misión especial en Co- lombia. Los mandatarios extendieron los pri- vilegios a los ciudadanos de Estados Unidos y a los contratistas privados que trabajan en
Colombia (Armendáriz 2016, 20-21).
En el ambiente de impunidad que caracte- riza a la guerra privatizada durante el período de Uribe, “se vivieron en Colombia múltiples escándalos relacionados con corporaciones transnacionales como la Occidental Petroleum Company, Chiquita Brands International, Drummond Company, BP, o grupos parami- litares y contratistas privados, así como tam- bién se dieron numerosos casos de violaciones masivas de derechos humanos” (Armendáriz 2016, 14).
A continuación, una mirada al impacto del Plan Colombia sobre la población afrodescen- diente de la frontera Colombia-Ecuador, en especial, desde las fumigaciones emprendidas por Dyncorp y Monsanto.
Glifostato y desplazamiento de afrodescendientes en la frontera
A partir de los años 90, se consolidó la polí- tica de fumigaciones contra la producción de coca, lo que transformó el mapa de Tumaco. De acuerdo con la Fundación Paz y Recon- ciliación (2018), las fumigaciones determi- nan cuatro momentos claves en la región: las primeras llegadas de colonos del Guaviare y Putumayo, junto a las acciones iniciales de las FARC, entre 1994 y 1997. Luego, entre 1997 y 2000 se trasladan a Nariño los cultivos de coca, como resultado de las aspersiones en Meta, Caquetá y Putumayo.
Entre 2000 y 2009, en plena implemen- tación del Plan Colombia, se da el crecimiento del paramilitarismo y las confrontaciones con las FARC alcanzan niveles sin precedentes. De 2009 a 2015, hubo un cambio de estrategia militar de las FARC. Tal modificación asegu- ró su hegemonía en la zona hasta la firma de los acuerdos con Santos en 2016, luego de los cuales se consolidaron las bandas de los Ras- trojos y las Águilas Negras (Paz y Reconcilia- ción 2017, 13).
Durante el gobierno de Uribe, las fumigacio- nes constituyeron una de las áreas de inversión preferidas por medio de la compañía Monsanto, productora del glifosato y “la principal responsa- ble de la persistencia de prácticas militares priva- tizadas, que han destruido los medios de subsis- tencia de millones de los habitantes más pobres de Colombia” (Armendáriz 2016, 14).
El glifosato es un derivado del “agente na- ranja”, de uso letal durante la guerra de Viet- nam. Fue creado por la trasnacional Monsan- to, comprada recientemente por la compañía Bayern por la cifra de 63 000 000 000 de dó- lares. El químico destruye todo tipo de vegeta- les y afecta seriamente la soberanía alimentaria de los países donde se utiliza. Mientras tanto, Monsanto vende a los campesinos sus semi- llas genéticamente modificadas para resistir el glifosato. De esa manera, asegura el ciclo completo de su dependencia económica y deja abierto un campo de incertidumbres sobre la salud humana (Zacune 2012, 18).
Dyncorp es la empresa encargada de las as- persiones. Entre sus contratos figura uno fir- mado en 1991, por 99 000 000 de dólares, con el Departamento de Estado de los Estados Unidos, con el objetivo de implementar las as- persiones en aéreas de Bolivia, Perú y Colom- bia; mantener los aviones y los helicópteros; así como entrenar pilotos y mecánicos extran- jeros para estas misiones. Este contrato lo fir- maron por cinco años y renovaron en 1996 y 1997.
En 1998 Dyncorp firmó uno nuevo por 600 000 000 para cinco años, esta vez con la finalidad de mantener los aviones y los helicóp- teros y entrenar pilotos y mecánicos en Bolivia, Colombia y Perú (Stanger y Williams 2006, 9). De acuerdo con McCallion (2005, 320), hasta entonces los contratos de empresas como Dy- nacorp, Northrop Grumman y MPRI, superaban los 1 000 000 000 de dólares anuales. Dyncorp está involucrada en tráfico de heroína y cocaína, abusos sexuales a niñas, venta de armas a grupos paramilitares y violación de derechos humanos en poblaciones adyacentes a sus lugares de ope- ración (Colectivo José Alvear 2008).
La compañía implementa mecanismos que buscan evadir la fiscalización del manejo
de recursos humanos y económicos, al igual que debilitar la supervisión pública de pro- cedimientos como la contratación de un nú- mero de extranjeros por encima de los topes establecidos por la Ley. También se ha involu- crado en actividades militares y paramilitares no autorizadas, además de accidentes ocasio- nados por la negligencia de aviones mal man- tenidos por personas sin cualificación (McCa- llion 2005, 338- 344).
Las fumigaciones se desarrollaron, ejecu- taron y evaluaron por contratistas norteame- ricanos de la compañía Dyncorp, mientras la compañía Chemonics Inc., dedicada al desarro- llo del sector privado de la agricultura, mane- jaba la sustitución de cultivos para la Agencia de Desarrollo Internacional (Tate 2015, 246). A continuación, se muestra cómo han influi- do estas fumigaciones en la descomposición social y en la desposesión de las comunidades afrodescendientes de la frontera binacional.
En términos de resultados, las fumigaciones han demostrado ser altamente ineficaces en la reducción del cultivo de la coca, pero constitu- yen un factor fundamental en el desplazamien- to de los afrodescendientes. Como resultado del efecto globo, que se produce de manera constante desde las primeras fumigaciones en el área andina en los años 70, desde el inicio del Plan Colombia hasta 2005 se habían fumigado 138 367 hectáreas y solo entre 2004 y 2005 se incrementó en un 8 % el área de producción de coca (Dion y Rusler 2008, 400).
Las cifras de desplazamientos que tuvie- ron lugar durante la implementación del Plan son escandalosas, si se tiene en cuenta que en- tre 2000 y 2005 hubo alrededor de 281 230 desplazados, y que entre 2001 y 2002 solo la fumigación produjo más de 75 000 despla- zados en todo el país (Dion y Rusler 2008, 403-404).
Una aproximación al caso de Tumaco per- mite mostrar la correlación entre la guerra privatizada y la desposesión racializada, en un contexto de debilitamiento de los derechos en el nuevo marco constitucional del neoli- beralismo. La frontera binacional de Ecuador y Colombia ha sufrido de manera especial la privatización de la guerra de Colombia y las campañas de fumigación. En la actualidad, Tumaco y el Pacífico nariñense constituyen uno de los escenarios más agudos del conflicto colombiano.
La historia reciente de los pueblos afro- descendientes de la frontera se puede sinte- tizar con lo que ha sucedido en Tumaco: un importante ciclo de movilizaciones en recla- mo de la presencia del Estado. Dicha ronda inició luego del terremoto del 12 de diciem- bre de 1979 y precedió al levantamiento po- pular de 1988, conocido como el Tumacazo (Oviedo 2009).
Esa movilización derrotó la dominación consuetudinaria de una camarilla del Partido Liberal, formada por la familia Escrucería, e hizo que por primera vez el Estado mostra- ra su interés en la región. Sin embargo, lo hizo dentro de la retórica multiculturalista y neoliberal, característica del ambiente en el que se escribió la constitución de 1991: el Pacífico se concibió como un emporio am- biental, y a los afrodescendientes como sus protectores naturales (Oslender 2007). Al mismo tiempo que se recrudecía la guerra, se consolidaba un discurso étnico, fuerte en el ámbito cultural, pero alejado de los derechos económicos y políticos.
Durante la vigencia del modelo económi- co y político tradicional de la costa nariñense, a los campesinos afrodescendientes los habían colocado de manera compulsiva en las ribe- ras de los ríos. Allí se dedicaban al cultivo de
sus propias parcelas y respondían como mano de obra a la extracción de los recursos de los distintos ciclos económicos controlados por inversionistas foráneos. Estos conformaban una elite blanca semiausentista, proveniente de Cali, Bogotá o de afuera del país, que cons- truyó una dominación racializada.
Los campesinos de las riveras carecían de títulos de propiedad y sufrían la desposesión y el desplazamiento. Muchos huían hacia Tu- maco, donde se convertían en botín clientelar del clan de los Escrucería, que controlaba el acceso de los desplazados a porciones de terre- nos de la ciudad (Oviedo 2009).
Luego del ciclo de movilizaciones de los 80, la Constitución de 1991 promulgó la Ley 70, que otorga a los pueblos afrodescendientes una serie de particularidades culturales simila- res a las que se usan para catalogar a los pue- blos indígenas y está encaminada a “la protec- ción de la identidad cultural y de los derechos de las comunidades negras de Colombia como grupo étnico”.
También define a las comunidades negras como “las que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva, de conformi- dad con lo dispuesto en los artículos siguien- tes” (Ley 70 de 1993).
La Ley estipula que los afrodescendientes se organicen en consejos comunitarios, equi- valentes a los resguardos indígenas. Hoy exis- ten 15 consejos comunitarios que aglutinan a unos 50 000 miembros (cfr. Paz y Reconcilia- ción 2018, 9). Sin embargo, al mirar lo que sucede en un consejo comunitario se puede ver la inoperancia de la etnización que se ha impuesto sobre los afrodescendientes de Tu- maco para transformar la trágica situación.
El Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera ejemplifica cómo los territorios co- munitarizados, a partir de la Constitución del 91, son espacios donde la violencia y la producción de coca se mezclan con rivalidades entre colonos pobres que huyen de las fumiga- ciones y “nativos” representados por dirigen- cias sin legitimidad.
De acuerdo con el informe de Paz y Recon- ciliación, a la dirigencia del Consejo Comuni- tario de Alto Mira y Frontera la acusaron de tratar de dirigir el Consejo sin residir siquiera en el espacio asignado. Además, tenía serios conflictos con colonos que, a su vez, recibían el apoyo de las FARC. Mientras, dentro del te- rritorio comunitario aumentaban los cultivos de coca, continuaba el asesinato de líderes, la desaparición de personas, el confinamiento y el desplazamiento de los pobladores.
Por su parte, el Estado profundizaba la presencia policial y militar, y mostraba su in- capacidad de defender los derechos de los po- bladores ante los ataques de los ejércitos pri- vados, mientras ejercía de manera eficiente la represión contra la sociedad civil cuando esta se organizaba, protestaba y trataba de cam- biar la situación dominante (Potter 2016). En un contexto así, entre 2005 y 2014, des- plazaron a 103 688 personas (CNMH 2015, 210). Con tal desplazamiento favorecieron, de forma principal, a tres grandes sectores: los inversionistas de palma africana, repre- sentantes del gran capital legal o ilegal, los ejércitos privatizados vinculados al paramili- tarismo (Roa 2017; Roa 2008) y las transna- cionales armamentistas.
Conclusiones
A partir de las transformaciones del capitalismo tardío, este artículo muestra la relación entre la guerra privatizada en Colombia y la despose- sión de las comunidades afrodescendientes en la frontera entre Colombia y Ecuador. El Plan Colombia, contextualizado en las transforma- ciones del capitalismo tardío, muestra la co- nexión entre los intereses de las trasnacionales armamentistas, las disputas por los recursos na- turales de carácter legal o ilegal de parte de los ejércitos privados y la desposesión que sufren los afrodescendientes. La desposesión que im- plementan los ejércitos privatizados se da en un contexto constitucional neoliberal, que debilita los derechos económicos y políticos mientras promueve una retórica culturalista e identita- ria sobre las poblaciones afrodescendientes que sufren la guerra.
La Constitución colombiana de 1991 describe a las poblaciones afrodescendientes como grupos ancestrales rurales y comuni- taristas, con imágenes análogas a las creadas sobre los pueblos indígenas. Mientras el Esta- do promueve el desplazamiento en el espacio rural mediante las fumigaciones y se muestra ineficaz para defender los derechos de los ha- bitantes de esos espacios, la Constitución des- conoce la defensa de los derechos de la pobla- ción afrodescendiente e indígena desplazada a los espacios marginales de las ciudades.
Lo anterior puede explicarse porque la Ley 70 promovió una definición de las po- blaciones afrodescendientes desligada de las complejas historias poblacionales y del des- plazamiento histórico que han sufrido a nivel grupal, familiar e individual y que los llevan a poblar territorios rurales y urbanos sin titula- ción y sin el goce pleno de derechos (Rueda 2010; Hoffman 2000; Morelli 2016; Oviedo
2009). En rigor, la Ley no considera que en Colombia más del 70 % de la población afro- descendiente vive en las zonas urbanas y no menciona el racismo ni los efectos que pro- duce en la salud, la educación y el desempleo.
En casos como el de Tumaco, la realidad de las zonas comunitarias muestra que la ti- tulación de las tierras es vaga e imprecisa y predominan las tierras sin títulos. De igual manera, en gran parte de estos territorios el poder real está en manos de los actores ilegales y paralegales y de unas élites locales o regio- nales que hacen uso oportunista del discurso etnicista (Hoffman 2000).
Al enfatizar en el excepcionalismo y la di- ferencia cultural, la Ley 70 acentúa la margi- nación de los afrodescendientes y su debilidad frente a los poderes nacionales y trasnaciona- les que operan en las zonas rurales. A esto se suman la debilidad en la formación educativa y la pobreza, que facilita la compra de líderes. Además, las grandes distancias y el déficit de vías de comunicación tornan costosa y difícil la circulación de información, la toma de de- cisiones y la ejecución de reuniones.
En este contexto, la Ley 70 naturaliza la distancia entre las comunidades y el Estado. En muchos casos, la delimitación de tierras comunales se hace por presión de las propias fuerzas externas, que encuentran más fácil negociar las tierras tituladas con los consejos comunitarios
El debilitamiento del reclamo de los dere- chos de los afrodescendientes refuerza el des- plazamiento de ingentes grupos poblacionales y el despoblamiento de regiones que quedan a manos de inversores legales o semilegales como los narcotraficantes o los palmicultores, mientras persisten políticas policiales o militaristas que fa- vorecen cada vez más a transnacionales privadas interesadas en la perpetuación de la guerra.
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Introducción
El 19 de agosto de 2006, la revista Semana revelaba que 35 exmilitares colombianos se encontraban atrapados en la guerra de Irak, a donde habían llegado engañados por la empresa militar privada ID System, represen- tante en Colombia de la tristemente célebre Blackwater. Contratados como mercenarios, combatían en primera línea, sin dinero, sin protección, y a merced de las decisiones de una compañía cuyo representante en Bogotá declaraba, sin pudor, que su prioridad era de- fender sus intereses económicos.
Blackwater era el nombre con que se cono- cía entonces a Academi, la empresa militar pri- vada fundada por Eric Prince, que pasaría al es- crutinio mundial el 16 de septiembre de 2007, cuando varios de sus miembros asesinaron, en la plaza de Nisour, en Bagdad, al menos a 17 civiles entre los que se contaban mujeres y ni- ños. Este hecho revelaba la esencia de la guerra privatizada, determinada por la ganancia.
Las guerras privatizadas se consolidan a partir de la disolución de la Unión Soviética, cuando se hace más explícita la competencia por los recursos para el financiamiento de los aparatos militares. Mientras, retrocede el po- der del Estado y se develan los intereses cor- porativos transnacionales como factores deter- minantes de las guerras. En las nuevas guerras, el despojo de los recursos naturales de las zonas intervenidas se convierte en prioridad, y el robusto aparato militar norteamericano conserva su protagonismo al crear nuevos ene- migos como el fundamentalismo religioso, el narcotráfico o el terrorismo.
En estas guerras, la población civil se con- vierte en objetivo militar, y se normalizan prác- ticas como violaciones, destierros, tráfico ilegal de drogas y violencia sexual (Herberg-Rothe
2006) como características de lo que puede denominarse lumpen capitalismo. De igual modo, con frecuencia la lucha por los recursos se expresa mediante discursos étnicos que inter- pelan a los grupos en disputa, desde premisas distintas a las motivaciones económicas y polí- ticas dominantes en la Guerra Fría (McCallion 2005; Kaldor 2012).
Este artículo propone analizar, desde el Plan Colombia, la privatización de la guerra, así como mostrar su articulación con la despo- sesión de las comunidades afrodescendientes que habitan en la frontera binacional entre Colombia y Ecuador.
El Plan Colombia significó la entrada di- recta del capital privado armamentista nor- teamericano a un país con un largo conflicto colonial interno, que se expresa en guerras pri- vatizadas previas y en la extracción de recursos naturales en zonas geoestratégicas, construidas desde matrices racializadas. El Plan se imple- mentó en un nuevo contexto constitucional que, a partir de 1991, redefinió las relaciones entre el Estado nacional, las regiones y las poblaciones nativas y afrodescendientes des- de una matriz neoliberal. En este contexto, se analiza la especificidad de la etnización de las comunidades afrodescendientes del Pací- fico colombiano, al mostrar cómo se afianza el distanciamiento del Estado colombiano y los grupos racializados mediante la paradójica coexistencia de una desmesura cultural con la desposesión y el desplazamiento.
La privatización de la guerra y el Plan Colombia
Colombia es un país con una larga tradición de guerra privatizada. Como señala Rochlin (2011, 719), la fragmentación política contri-
buyó a crear ejércitos privados como los de los encomenderos en el período colonial, o en las guerras interpartidistas de los siglos XIX y XX. Igual sucede en la actualidad con las organiza- ciones de autodefensa y paramilitares.
A partir de los años 90 del siglo pasado, una serie de factores contribuyeron a que las guerras privatizadas en Colombia adquirieran una importancia sin precedentes. Entre estos están el peso de las corporaciones armamen- tistas privadas en las acciones globales de los Estados Unidos; el fortalecimiento de ejér- citos paramilitares, mediante alianzas de la- tifundistas, militares y narcotraficantes; y la disolución de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Ello obligó a las guerrillas a en- trar en el narcotráfico para financiar la guerra contra el Estado.
Los distintos ejércitos privados coinci- den en su interés en la extracción de recursos naturales, lo que muestra la continuidad del modelo colonial interno y su profundización en el neoliberalismo. Según Tuirán y Trejos (2017, 78-79), la descentralización de los 90, implementada en medio de una débil demo- cracia, hizo que parte de los distintos actores en lucha convirtieran en botines a los recursos locales y regionales del país. Esto contribuyó a que las guerrillas, los paramilitares y los po- deres locales, como hacendados y ganaderos, disputaran el dominio territorial, mientras se consolidaban los intereses armamentistas nor- teamericanos.
Duncan sostiene que hacia los años 90 el nuevo manejo de las rentas municipales, junto al poder acumulado por el narcotráfico, inser- tó a ciertas regiones en la economía global y estimuló a los ejércitos privados a evolucionar hacia complejas estructuras fundamentadas en los señores de la guerra. Mientras, el Gobierno nacional “delegaba el control de las institucio-
nes de la periferia a los intereses económicos y políticos que habían surgido desde el narco- tráfico” (Duncan 2014, 284).
Un claro ejemplo de ese salto cualitativo fue la creación, a mediados de los 90, de las Auto- defensas Unidas de Colombia, que llegaron a ejercer las funciones de tributación, vigilancia y justicia, en un proceso de crecimiento que cu- brió una importante región rural y urbana de Colombia (Duncan 2014, 287).Las dinámicas del conflicto colombiano interno también se relacionan con las transformaciones de la eco- nomía global en el neoliberalismo, que se pro- fundizaron luego de la disolución de la Unión Soviética. Según Rochlin (2011, 724), el fin de la Guerra Fría provocó una revolución en los asuntos militares, la cual marca el giro posmo- derno en defensa y seguridad.
Tal cambio se produjo por factores como la transformación del capitalismo trasnacional y la globalización, el surgimiento de nuevos blo- ques de mercado, al igual que nuevas políticas de identidad y etnicidad. En este contexto, los estados y organismos internacionales formula- ron nuevos requerimientos, mientras se conso- lidaban las guerras asimétricas y privatizadas, mezcladas muchas veces con la criminalidad.
El Plan Colombia muestra la convergencia entre los intereses de la privatización de la se- guridad y la defensa, en una escala global lide- rada por los Estados Unidos, y las dinámicas de un país con una tradición colonial interna y una débil democracia. El Plan fue diseñado en un inicio por Andrés Pastrana como parte de las negociaciones de su gobierno con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colom- bia (FARC). Sin embargo, la administración Clinton cambió el énfasis social original por un énfasis militar. Al mismo tiempo, los diá- logos de paz fracasaron y ocurrió el triunfo de Álvaro Uribe en el año 2002. El Plan tuvo una
vigencia clara hasta 2016 y su relanzamiento es una de las iniciativas propuestas por la ac- tual administración de Iván Duque.
Este Plan movió una astronómica cifra en torno a la guerra, al tiempo que develó su matriz colonial: mientras los Estados Uni- dos invirtieron alrededor de 9600 000 de dólares entre 2000 y 2015, Colombia invir- tió en ese período la suma de 131 000 000 de dólares en seguridad y defensa. Además de la desproporción entre estas cifras, el Plan buscaba crear las condiciones para que en el futuro Colombia asumiera, de mane- ra total, los costos de la guerra, así como la administración, sin la intervención nortea- mericana directa.
En un proceso conocido como la nacio- nalización del Plan, los recursos norteameri- canos pasaron de un 35 % del presupuesto en el año 2000, a un 2,5 % en 2015 (Presidencia de la República 2015; Beittel 2019, 29; Mejía 2016). El Plan determinó la mayor inversión de Colombia en seguridad y defensa. Esta pasó del 2 % del PIB en 2000 a 4 % en 2010 (Beittel 2019, 29), tendencia que se mantiene en los siguientes años.
Los gravámenes han sido claves en el finan- ciamiento del Plan Colombia: en el período 2002-2003, se creó el impuesto para la segu- ridad democrática a los que tuvieran un patri- monio por encima de los 62 000 dólares. Esto permitió recoger 922 000 000 de dólares. En-
tre 2004 y 2006 se recaudaron 593 000 000 con una carga a los patrimonios por encima del millón de dólares; entre 2007 y 2010 se recogieron 4 000 000 000 de dólares cargados a quienes tenían un patrimonio por encima de 1 500 000; entre 2011 y 2014 se recogie-
ron 9 000 000 000 de dólares en impuestos a personas naturales y jurídicas con patrimonios por encima de los 500 000 dólares.
La reforma tributaria aprobada en 2014 se proponía recaudar 22 000 000 000 dólares como mecanismo para sostener a un ejército y una policía que habían incorporado 130 000 nuevos miembros. Ello convirtió a Colombia en el segundo país de la región con mayor in- versión en seguridad y defensa, luego de los Estados Unidos (Presidencia de la República 2015, 10-13).
La participación de las empresas privadas norteamericanas se da a través del lobby que hacen entre los partidos Demócrata y Repu- blicano (Gilens y Page 2014). Un ejemplo se dio antes del Plan Colombia, durante la de- nominada Guerra de los Helicópteros en la década de los 90, cuando se enfrentaron las compañías United Technologies, fabricante de los Black Hawk, y la Textron (Bell), fabricante de los Huey y Huey II.
Esta competencia derivó en la participa- ción de las compañías en el acceso a, al me- nos, 400 000 000 de dólares para la compra de helicópteros para la policía y el ejército, en el primer paquete de 1 300 000 aprobados en el inicio del Plan Colombia. La puja fue prota- gonizada por Bill Clinton, senadores de Nueva York y Connecticut y el zar antidrogas Barry Maccafrey. United Technologies había gastado 17 900 000 dólares en lobby y 1 200 000 en contribuciones a campañas a favor de los sena- dores Christopher Dodd y Joseph Lieberman, representantes de Connecticut, donde se ubica la compañía fabricante de Black Hawk.
La confrontación entre las compañías fue resuelta por Clinton, después de la aprobación del Plan Colombia, con una inversión que in- cluyó 16 Black Hawks y 30 Huey II para el ejército;dos Black Hawks y 12 Huey II para la policía nacional; así como el financiamiento de las operaciones y el mantenimiento de 18 Hueys que habían sido vendidos a Colombia
en 1999. La venta de los Black Hawks supe- ró los 234 000 000 de dólares, mientras la de los Huey sobrepasó los 81 000 000 de dólares. En octubre de 2000 fue aprobado un paque- te suplementario para la compra de seis Black Hakws UH-60 por un total de 96 000 000
lares (ISIJ 2012).
La participación de las compañías priva- das en la guerra colombiana es creciente: la empresa Military Proffesionals Resources Inc. ganó un contrato de 4 200 000, para asesorar la estructuración de la guerra, mientras en el año 2000 recibió un contrato de 6 000 000 para entrenar a militares colombianos, con la participación de la CIA y el ejército nortea- mericano.
Importantes movimientos económicos han tenido otras grandes corporaciones pri- vadas como la Dyncorp, Loockheed Martin, Sikorsky Aircraft, Arinc, TRW, Matcom, Air Park Sales, Aeron Systems, California Microwa- ve Systems (Rochlin 2011, 727; Stanger y Wi- lliams 2006). Aunque hay dificultades para conocer el movimiento económico total por el sigilo con que se mueven, estas empresas cu- bren un vasto rango de servicios que van desde entrenamiento militar, fumigaciones, ventas de radares, aprovisionadores de comida, hasta servicios, formación y entrenamiento de pilo- tos, venta de aviones, helicópteros, transporte aéreo de guerra, coordinación logística, entre otros (Rochlin 2011, 727; Stanger y Williams 2006).
Las empresas privadas venden sus servicios al Departamento de Defensa, al Departamen- to de Estado, o a la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés). En un proceso de concentra- ción típico del capitalismo monopólico, los contratos se hacen con un número de firmas cada vez más fuerte, pero reducido. Así, en-
tre 1997 y 2003, la mitad de los contratos del Departamento de Defensa fueron con los 50 contratistas más poderosos, mientras las 10 firmas más importantes recibieron el 35 % de los contratos (Stanger y Williams 2006, 7).
Como lo muestra Kaldor (2012, 5), la guerra privatizada se conecta con intereses globales y con la desintegración de los estados unida a la erosión de su soberanía, lo que We- ber definía como el monopolio de la violencia (Weber 1964). La privatización de la guerra tiene consecuencias imprevisibles para la pro- pia existencia social: las empresas sustituyen a los Estados en la implementación del trabajo sucio. Ello garantiza la impunidad de ambas partes.
Esto ha sucedido en el conflicto colombia- no y en casos como el de la base de Guantá- namo, adjudicada a la empresa Kellog Brown y Root, una subsidiaria de la Halliburton, del ex- vicepresidente Dick Cheney; o el de la prisión de Abu Ghraib, en Irak, donde empleados de la compañía privada CACI y lingüistas de la empresa Titan International protagonizaron escandalosos hechos de tortura, abuso sexual, trato degradante y crímenes contra la humani- dad (Stanger y Williams 2006, 12).
Muchas compañías tienen más poder económico que los Estados en los que inter- vienen y su condición les permite cambiar de nombre, de razón social o de domicilio, en caso de que se les tenga que vigilar o moni- torear por los gobiernos. A veces los Estados no pueden actuar contra las empresas priva- das cuando cometen violaciones de derechos porque hay acuerdos que lo impiden. A esto se suma la evasión de impuestos, el abarata- miento de costos que afectan la calidad, el cometimiento de accidentes deliberados para cobrar seguros y el incumplimiento de com- promisos laborales.
En Colombia hay también falta de trans- parencia con respecto al número de contratis- tas que pueden tener las compañías (Rochlin 2011, 727). A inicios del Plan Colombia, el número de norteamericanos que podían con- tratarse era de 400. Luego se expandió a 600 en 2004, pero al restringirse la limitación de solo norteamericanos, se abrió la puerta para la contratación de personal de otras nacionali- dades. Otras fuentes sostienen que el personal militar privado extranjero contratado durante el Plan Colombia debió llegar a miles (Ro- chlin 2011, 727).
Con el arribo a la presidencia de George
W. Bush y luego de los ataques a las torres ge- melas en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001, los republicanos tuvieron argumentos para unificar las luchas contra el narcotráfico y contra el “terrorismo”. Las FARC fueron cla- sificadas como organización terrorista global de designación especial.
El ascenso de los republicanos coincidió con el fracaso definitivo de las negociaciones con las FARC y con el ascenso de Álvaro Uri- be, quien fortaleció de manera radical las ac- ciones militares y la guerra privatizada. Con Uribe se profundizó el involucramiento de los Estados Unidos en el conflicto colombiano, la entrega de los recursos naturales del país y la mercenarización de los ejércitos. También se consolidó la violencia en las regiones periféri- cas de valor estratégico, donde viven afrodes- cendientes, indígenas y campesinos, y donde hay una gran riqueza de productos primarios. Álvaro Uribe era experto en la privatiza- ción de la seguridad y la defensa, ya que había creado las compañías privadas de protección de los ganaderos y hacendados Convivir. Es- tas entidades trabajaban con las fuerzas de seguridad nacional, a las que proveían de ser- vicios privados. A las “Convivir” las integra-
ban miembros autorizados a llevar armas y a desarrollar roles militares. Además, fueron las bases de las autodefensas.
La contratación de compañías de seguri- dad para las instalaciones de las corporaciones extractivas es un negocio millonario que ha
producido desastres humanitarios: la British Petroleum (BP) pagó servicios a la compañía israelí Silver Shadow y a soldados británicos para implementar sistemas de vigilancia. Es- tos fueron aplicados por la Brigada 14a del
ejército colombiano, la cual se involucró en la masacre de Segovia que dejó 43 asesinados. A esta brigada y a la Silver Shadow las in- vestigaron en 1996 por el asesinato de 14 ci- viles en eventos relacionados con las políticas de seguridad de la BP. También se las acusó de ofrecer entrenamiento a grupos paramilitares (Armendáriz 2016, 15). Las compañías pri- vadas norteamericanas están, además, prote- gidas por acuerdos de inmunidad resultantes del alineamiento de Colombia a los Estados Unidos en la Guerra Fría: George W. Bush y Álvaro Uribe ratificaron y ampliaron la Ley 24 de 1959, que concede privilegios a militares estadounidenses en misión especial en Co- lombia. Los mandatarios extendieron los pri- vilegios a los ciudadanos de Estados Unidos y a los contratistas privados que trabajan en
Colombia (Armendáriz 2016, 20-21).
En el ambiente de impunidad que caracte- riza a la guerra privatizada durante el período de Uribe, “se vivieron en Colombia múltiples escándalos relacionados con corporaciones transnacionales como la Occidental Petroleum Company, Chiquita Brands International, Drummond Company, BP, o grupos parami- litares y contratistas privados, así como tam- bién se dieron numerosos casos de violaciones masivas de derechos humanos” (Armendáriz 2016, 14).
A continuación, una mirada al impacto del Plan Colombia sobre la población afrodescen- diente de la frontera Colombia-Ecuador, en especial, desde las fumigaciones emprendidas por Dyncorp y Monsanto.
Glifostato y desplazamiento de afrodescendientes en la frontera
A partir de los años 90, se consolidó la polí- tica de fumigaciones contra la producción de coca, lo que transformó el mapa de Tumaco. De acuerdo con la Fundación Paz y Recon- ciliación (2018), las fumigaciones determi- nan cuatro momentos claves en la región: las primeras llegadas de colonos del Guaviare y Putumayo, junto a las acciones iniciales de las FARC, entre 1994 y 1997. Luego, entre 1997 y 2000 se trasladan a Nariño los cultivos de coca, como resultado de las aspersiones en Meta, Caquetá y Putumayo.
Entre 2000 y 2009, en plena implemen- tación del Plan Colombia, se da el crecimiento del paramilitarismo y las confrontaciones con las FARC alcanzan niveles sin precedentes. De 2009 a 2015, hubo un cambio de estrategia militar de las FARC. Tal modificación asegu- ró su hegemonía en la zona hasta la firma de los acuerdos con Santos en 2016, luego de los cuales se consolidaron las bandas de los Ras- trojos y las Águilas Negras (Paz y Reconcilia- ción 2017, 13).
Durante el gobierno de Uribe, las fumigacio- nes constituyeron una de las áreas de inversión preferidas por medio de la compañía Monsanto, productora del glifosato y “la principal responsa- ble de la persistencia de prácticas militares priva- tizadas, que han destruido los medios de subsis- tencia de millones de los habitantes más pobres de Colombia” (Armendáriz 2016, 14).
El glifosato es un derivado del “agente na- ranja”, de uso letal durante la guerra de Viet- nam. Fue creado por la trasnacional Monsan- to, comprada recientemente por la compañía Bayern por la cifra de 63 000 000 000 de dó- lares. El químico destruye todo tipo de vegeta- les y afecta seriamente la soberanía alimentaria de los países donde se utiliza. Mientras tanto, Monsanto vende a los campesinos sus semi- llas genéticamente modificadas para resistir el glifosato. De esa manera, asegura el ciclo completo de su dependencia económica y deja abierto un campo de incertidumbres sobre la salud humana (Zacune 2012, 18).
Dyncorp es la empresa encargada de las as- persiones. Entre sus contratos figura uno fir- mado en 1991, por 99 000 000 de dólares, con el Departamento de Estado de los Estados Unidos, con el objetivo de implementar las as- persiones en aéreas de Bolivia, Perú y Colom- bia; mantener los aviones y los helicópteros; así como entrenar pilotos y mecánicos extran- jeros para estas misiones. Este contrato lo fir- maron por cinco años y renovaron en 1996 y 1997.
En 1998 Dyncorp firmó uno nuevo por 600 000 000 para cinco años, esta vez con la finalidad de mantener los aviones y los helicóp- teros y entrenar pilotos y mecánicos en Bolivia, Colombia y Perú (Stanger y Williams 2006, 9). De acuerdo con McCallion (2005, 320), hasta entonces los contratos de empresas como Dy- nacorp, Northrop Grumman y MPRI, superaban los 1 000 000 000 de dólares anuales. Dyncorp está involucrada en tráfico de heroína y cocaína, abusos sexuales a niñas, venta de armas a grupos paramilitares y violación de derechos humanos en poblaciones adyacentes a sus lugares de ope- ración (Colectivo José Alvear 2008).
La compañía implementa mecanismos que buscan evadir la fiscalización del manejo
de recursos humanos y económicos, al igual que debilitar la supervisión pública de pro- cedimientos como la contratación de un nú- mero de extranjeros por encima de los topes establecidos por la Ley. También se ha involu- crado en actividades militares y paramilitares no autorizadas, además de accidentes ocasio- nados por la negligencia de aviones mal man- tenidos por personas sin cualificación (McCa- llion 2005, 338- 344).
Las fumigaciones se desarrollaron, ejecu- taron y evaluaron por contratistas norteame- ricanos de la compañía Dyncorp, mientras la compañía Chemonics Inc., dedicada al desarro- llo del sector privado de la agricultura, mane- jaba la sustitución de cultivos para la Agencia de Desarrollo Internacional (Tate 2015, 246). A continuación, se muestra cómo han influi- do estas fumigaciones en la descomposición social y en la desposesión de las comunidades afrodescendientes de la frontera binacional.
En términos de resultados, las fumigaciones han demostrado ser altamente ineficaces en la reducción del cultivo de la coca, pero constitu- yen un factor fundamental en el desplazamien- to de los afrodescendientes. Como resultado del efecto globo, que se produce de manera constante desde las primeras fumigaciones en el área andina en los años 70, desde el inicio del Plan Colombia hasta 2005 se habían fumigado 138 367 hectáreas y solo entre 2004 y 2005 se incrementó en un 8 % el área de producción de coca (Dion y Rusler 2008, 400).
Las cifras de desplazamientos que tuvie- ron lugar durante la implementación del Plan son escandalosas, si se tiene en cuenta que en- tre 2000 y 2005 hubo alrededor de 281 230 desplazados, y que entre 2001 y 2002 solo la fumigación produjo más de 75 000 despla- zados en todo el país (Dion y Rusler 2008, 403-404).
Una aproximación al caso de Tumaco per- mite mostrar la correlación entre la guerra privatizada y la desposesión racializada, en un contexto de debilitamiento de los derechos en el nuevo marco constitucional del neoli- beralismo. La frontera binacional de Ecuador y Colombia ha sufrido de manera especial la privatización de la guerra de Colombia y las campañas de fumigación. En la actualidad, Tumaco y el Pacífico nariñense constituyen uno de los escenarios más agudos del conflicto colombiano.
La historia reciente de los pueblos afro- descendientes de la frontera se puede sinte- tizar con lo que ha sucedido en Tumaco: un importante ciclo de movilizaciones en recla- mo de la presencia del Estado. Dicha ronda inició luego del terremoto del 12 de diciem- bre de 1979 y precedió al levantamiento po- pular de 1988, conocido como el Tumacazo (Oviedo 2009).
Esa movilización derrotó la dominación consuetudinaria de una camarilla del Partido Liberal, formada por la familia Escrucería, e hizo que por primera vez el Estado mostra- ra su interés en la región. Sin embargo, lo hizo dentro de la retórica multiculturalista y neoliberal, característica del ambiente en el que se escribió la constitución de 1991: el Pacífico se concibió como un emporio am- biental, y a los afrodescendientes como sus protectores naturales (Oslender 2007). Al mismo tiempo que se recrudecía la guerra, se consolidaba un discurso étnico, fuerte en el ámbito cultural, pero alejado de los derechos económicos y políticos.
Durante la vigencia del modelo económi- co y político tradicional de la costa nariñense, a los campesinos afrodescendientes los habían colocado de manera compulsiva en las ribe- ras de los ríos. Allí se dedicaban al cultivo de
sus propias parcelas y respondían como mano de obra a la extracción de los recursos de los distintos ciclos económicos controlados por inversionistas foráneos. Estos conformaban una elite blanca semiausentista, proveniente de Cali, Bogotá o de afuera del país, que cons- truyó una dominación racializada.
Los campesinos de las riveras carecían de títulos de propiedad y sufrían la desposesión y el desplazamiento. Muchos huían hacia Tu- maco, donde se convertían en botín clientelar del clan de los Escrucería, que controlaba el acceso de los desplazados a porciones de terre- nos de la ciudad (Oviedo 2009).
Luego del ciclo de movilizaciones de los 80, la Constitución de 1991 promulgó la Ley 70, que otorga a los pueblos afrodescendientes una serie de particularidades culturales simila- res a las que se usan para catalogar a los pue- blos indígenas y está encaminada a “la protec- ción de la identidad cultural y de los derechos de las comunidades negras de Colombia como grupo étnico”.
También define a las comunidades negras como “las que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva, de conformi- dad con lo dispuesto en los artículos siguien- tes” (Ley 70 de 1993).
La Ley estipula que los afrodescendientes se organicen en consejos comunitarios, equi- valentes a los resguardos indígenas. Hoy exis- ten 15 consejos comunitarios que aglutinan a unos 50 000 miembros (cfr. Paz y Reconcilia- ción 2018, 9). Sin embargo, al mirar lo que sucede en un consejo comunitario se puede ver la inoperancia de la etnización que se ha impuesto sobre los afrodescendientes de Tu- maco para transformar la trágica situación.
El Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera ejemplifica cómo los territorios co- munitarizados, a partir de la Constitución del 91, son espacios donde la violencia y la producción de coca se mezclan con rivalidades entre colonos pobres que huyen de las fumiga- ciones y “nativos” representados por dirigen- cias sin legitimidad.
De acuerdo con el informe de Paz y Recon- ciliación, a la dirigencia del Consejo Comuni- tario de Alto Mira y Frontera la acusaron de tratar de dirigir el Consejo sin residir siquiera en el espacio asignado. Además, tenía serios conflictos con colonos que, a su vez, recibían el apoyo de las FARC. Mientras, dentro del te- rritorio comunitario aumentaban los cultivos de coca, continuaba el asesinato de líderes, la desaparición de personas, el confinamiento y el desplazamiento de los pobladores.
Por su parte, el Estado profundizaba la presencia policial y militar, y mostraba su in- capacidad de defender los derechos de los po- bladores ante los ataques de los ejércitos pri- vados, mientras ejercía de manera eficiente la represión contra la sociedad civil cuando esta se organizaba, protestaba y trataba de cam- biar la situación dominante (Potter 2016). En un contexto así, entre 2005 y 2014, des- plazaron a 103 688 personas (CNMH 2015, 210). Con tal desplazamiento favorecieron, de forma principal, a tres grandes sectores: los inversionistas de palma africana, repre- sentantes del gran capital legal o ilegal, los ejércitos privatizados vinculados al paramili- tarismo (Roa 2017; Roa 2008) y las transna- cionales armamentistas.
Conclusiones
A partir de las transformaciones del capitalismo tardío, este artículo muestra la relación entre la guerra privatizada en Colombia y la despose- sión de las comunidades afrodescendientes en la frontera entre Colombia y Ecuador. El Plan Colombia, contextualizado en las transforma- ciones del capitalismo tardío, muestra la co- nexión entre los intereses de las trasnacionales armamentistas, las disputas por los recursos na- turales de carácter legal o ilegal de parte de los ejércitos privados y la desposesión que sufren los afrodescendientes. La desposesión que im- plementan los ejércitos privatizados se da en un contexto constitucional neoliberal, que debilita los derechos económicos y políticos mientras promueve una retórica culturalista e identita- ria sobre las poblaciones afrodescendientes que sufren la guerra.
La Constitución colombiana de 1991 describe a las poblaciones afrodescendientes como grupos ancestrales rurales y comuni- taristas, con imágenes análogas a las creadas sobre los pueblos indígenas. Mientras el Esta- do promueve el desplazamiento en el espacio rural mediante las fumigaciones y se muestra ineficaz para defender los derechos de los ha- bitantes de esos espacios, la Constitución des- conoce la defensa de los derechos de la pobla- ción afrodescendiente e indígena desplazada a los espacios marginales de las ciudades.
Lo anterior puede explicarse porque la Ley 70 promovió una definición de las po- blaciones afrodescendientes desligada de las complejas historias poblacionales y del des- plazamiento histórico que han sufrido a nivel grupal, familiar e individual y que los llevan a poblar territorios rurales y urbanos sin titula- ción y sin el goce pleno de derechos (Rueda 2010; Hoffman 2000; Morelli 2016; Oviedo
2009). En rigor, la Ley no considera que en Colombia más del 70 % de la población afro- descendiente vive en las zonas urbanas y no menciona el racismo ni los efectos que pro- duce en la salud, la educación y el desempleo.
En casos como el de Tumaco, la realidad de las zonas comunitarias muestra que la ti- tulación de las tierras es vaga e imprecisa y predominan las tierras sin títulos. De igual manera, en gran parte de estos territorios el poder real está en manos de los actores ilegales y paralegales y de unas élites locales o regio- nales que hacen uso oportunista del discurso etnicista (Hoffman 2000).
Al enfatizar en el excepcionalismo y la di- ferencia cultural, la Ley 70 acentúa la margi- nación de los afrodescendientes y su debilidad frente a los poderes nacionales y trasnaciona- les que operan en las zonas rurales. A esto se suman la debilidad en la formación educativa y la pobreza, que facilita la compra de líderes. Además, las grandes distancias y el déficit de vías de comunicación tornan costosa y difícil la circulación de información, la toma de de- cisiones y la ejecución de reuniones.
En este contexto, la Ley 70 naturaliza la distancia entre las comunidades y el Estado. En muchos casos, la delimitación de tierras comunales se hace por presión de las propias fuerzas externas, que encuentran más fácil negociar las tierras tituladas con los consejos comunitarios
El debilitamiento del reclamo de los dere- chos de los afrodescendientes refuerza el des- plazamiento de ingentes grupos poblacionales y el despoblamiento de regiones que quedan a manos de inversores legales o semilegales como los narcotraficantes o los palmicultores, mientras persisten políticas policiales o militaristas que fa- vorecen cada vez más a transnacionales privadas interesadas en la perpetuación de la guerra.
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