Si la CIDH y/o la ONU registraran el miedo, las cifras se multiplicarían por mil en relación con la de detenidos, heridos y muertos durante el levantamiento popular de octubre en Ecuador. Y sería una cifra en crecimiento diario, porque tras tantos allanamientos, indagaciones y auditorías de distinta índole se revela la estrategia de quienes están detrás de todo esto (algo que algún día sabremos).
Claro, la estrategia es atemorizarnos: si allanan la casa de tu compañero de trabajo, de tu amigo, de tu compañero o de tu vecino, queda bien claro que el próximo podrías ser tú. No hay explicaciones suficientes, menos racionales, desde el poder, ahora absoluto, de Lenín Moreno y sus ‘sherifs’ (dígase María Paula Romo y Oswaldo Jarrín).
Bajo el pueril y falso argumento de que ahora hay independencia de funciones, esos dos ministros sustentan el régimen más oprobioso de la historia republicana del Ecuador. Con lo que cuesta decir y ya muchos repiten: “Ni en los tiempos de León Febres Cordero se usó a la justicia, a las FF.AA. y a la Policía para una persecución soterrada, abierta, brutal y sin vergüenza alguna”. Todo ello, por supuesto, con la venia, acolite y complicidad de las empresas y portales de comunicación al servicio del poder (y de sus negocios).
Sin embargo, ese miedo -inoculándose en muchas zonas- se sostiene con una cierta impudicia y quemeimportismo de un sector amplio de la ciudadanía más preocupado de su sobrevivencia. Y también con la angustia de los empleados públicos que no saben cuándo les llega el despido (como ya pasó con decenas de técnicos, periodistas y funcionarios de los medios públicos en Quito, Guayaquil y Cuenca).
Por eso la pregunta: ¿hasta cuándo dura el miedo en Ecuador? ¿Hasta un nuevo levantamiento popular o hasta las próximas elecciones? ¿Por dónde surgirán los antídotos para devolver cierto ánimo o esperanza a la sociedad? ¿La llegada de la Navidad no inyectará dosis de adormecimiento y simulación para pasar pronto al próximo año?
Provocan miedo, por ejemplo, para impedir la divulgación de denuncias de corrupción contra los parientes de cierta ministra, mientras encarcelan a 40 personas por el mismo delito que se le acusa al tío de esa alta funcionaria. Para ello se bajan la página web de un medio de comunicación, advierten a la funcionaria del Carchi denunciante y amenazan con indagaciones a quienes divulguen esos audios (mientras tanto los de La Pauta, siguen campantes, siendo ellos a los que fue un asambleísta, en primer lugar a denunciar el supuesto acto ilegal de ese tío).
Y se trata de un miedo verificable en el silencio de ciertos líderes sociales y políticos locales y/o en la inacción de sus organizaciones. Un temor por sostenerse en sus privilegios frente a los más pobres que ya no ven ninguna esperanza y mañana podrían salir a la calle a responder con el grito y la protesta justa. Es que precisamente esa clase media instalada en las rutinas del consumismo y de la defensa de sus “libertades” contribuye con el gobierno para que el miedo inmovilice y neutralice la acción legítima de quienes sienten que este país se va para el carajo.
El advenimiento de las fiestas navideñas, tras el chuchaqui de las de Quito, hará menos sostenible un discurso de armonía y dicha colectiva. Refugiados en la familia, ¿los ecuatorianos diremos de nuevo que la política no sirve para nada y que solo el esfuerzo personal nos salva? ¿No ha sido ese discurso y relato social el más usado por medios, derechas y gobierno para alejar a la ciudadanía de unas obligaciones colectivas para hacer política y defender derechos y garantías constitucionales?
El miedo es político, sin duda alguna. También es legítimo tener miedo, pero no basta ni alcanza para superar uno de los años más desastrosos del Ecuador. Hay que dejar el miedo atrás y plantarse frente a la realidad. Sin duda, gracias al miedo los Otto, Romo, Jarrín y Roldán superviven políticamente. Y producto de ese miedo es que pueden ostentar una autoridad en acelerado declive frente a un país que en un más de 70% no ve un futuro positivo para cualquier propósito.