Lucrecia Maldonado

La desaparición de una persona es una de las peores experiencias que pueden vivir sus familiares y seres queridos. Peor incluso que su fallecimiento, pues al natural dolor de la pérdida se junta inevitablemente la angustia de la incertidumbre, o la certeza del horror más inenarrable.

En nuestro país han desaparecido algunas personas durante los últimos tiempos: jóvenes que han salido de su casa y no han regresado y cuyo destino se desconoce hasta la fecha, madres de familia, ancianos que debido al deterioro de su edad o de otras condiciones se han extraviado en circunstancias tan simples como salir a hacer alguna gestión cotidiana en sus propios barrios. Y desaparecen también las niñas y niños, la más desgarradora de las desapariciones.

Como se dijo, son hechos y circunstancias dolorosísimas y angustiosas por donde se las vea. Y también están las desapariciones probadamente delincuenciales: secuestros, trata de personas, y el siempre dudoso tráfico de órganos… Delitos casi siempre relacionados con el crimen organizado y otras cosas peores, ante lo cual las autoridades deberían tomar medidas ejemplarizadoras y estrictas.

Sin embargo, pretender homologar toda esta ralea de desapariciones con las desapariciones forzosas perpetradas por los estados en varias etapas de la historia de la humanidad (de las más trágicas, las del Cono Sur latinoamericano en el último tercio del siglo pasado, y también en otros sitios de nuestro continente, relacionadas con las políticas del gobierno norteamericano para detener cualquier intento de mermar su hegemonía en la región) es, por decir lo menos, ingenuo e infantil. Y pretender, a través de un malintencionado y ambiguo manejo del discurso, que durante el gobierno anterior al actual se implementó ese tipo de prácticas es además ruin y perverso. Por mucho que se retuerzan los conceptos y la percepción de los hechos, no es lo mismo que un joven tome un bus en una parada y no retorne a su casa, que el secuestro de alguien en su propio domicilio por agentes del aparato gubernamental, seguido casi siempre de torturas indescriptibles para provocar delaciones, ejecuciones sumarias y extorsiones a la familia para que no denuncien ni hagan públicos los hechos.

Pretender, por ejemplo, que las desapariciones fortuitas de algunas personas que se produjeron durante el régimen de Rafael Correa son similares a la desaparición de los hermanos Restrepo, entre por lo menos un centenar más de personas, a manos del aparato represivo del gobierno de León Febres Cordero escapa a toda lógica y solamente puede nacer de una perversa manipulación de la información disponible y de un aprovechamiento enfermizo de la ignorancia general de la población. No basta la coincidencia en el tiempo para asegurar intencionadamente alguna correlación.

En estos confusos tiempos, es importante diferenciar la magnesia de la gimnasia. Incluso si hubiera habido cierta indolencia ante las desapariciones de personas, ese error no equivale en ningún caso al crimen de propiciarlas, ordenarlas y ejecutarlas. Si bien es cierto que un Estado verdaderamente preocupado por sus ciudadanos debe atender y apoyar a los familiares de quienes se extravían por uno u otro motivo, y brindar mecanismos de seguridad para todos los ciudadanos, nunca es lo mismo que ese Estado sea el mayor criminal y exterminador de personas, por el motivo que sea, y peor que se pretenda, con artería, acusar a quien ya se fue de lo que nunca sucedió. Hay desapariciones y desapariciones.

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