La reciente victoria progresista en Emilia-Romaña puede dar la falsa impresión de que el fantasma de la extrema derecha de Matteo Salvini fue conjurado. Es cierto que el líder de la Liga cometió un error al dinamitar el gobierno que compartía con el Movimiento 5 Estrellas, y fue derrotado en esta antigua región «roja». Pero esto está lejos de ser suficiente para frenar el avance de una derecha populista autoritaria y racista, y para refundar un progresismo que se volvió elitista y ajeno a las sensibilidades y preocupaciones de los de abajo.
¿Emilia paranoica?
En su investigación pionera sobre el capital social en Italia publicada en el libro Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy [Hacer que la democracia funcione: tradiciones cívicas en la Italia moderna], el sociólogo estadounidense Robert D. Putnam colocó la región norteña de Emilia-Romaña por encima de todas las demás regiones italianas en cuanto a densidad del tejido asociativo, espíritu cívico, participación política, capacidad de cooperación y normas de reciprocidad1. A partir de un estudio, esta región desplegaba índices de convivencia y virtuosismo sociales muy elevados, lo que dejaba patente –el ejercicio era eminentemente comparativo– el hiato entre la Italia septentrional y la meridional. Las distintas condiciones de estas regiones no eran reductibles solamente a indicadores económicos, sino que se remontaban a elementos de carácter cultural-relacional, con hondas raíces históricas. Esta obra, respaldándose en anteriores investigaciones de Putnam y su grupo2, revelaba también la efectividad de la administración local, controlada abrumadoramente desde la posguerra por el Partido Comunista Italiano (pci) en los niveles municipal y regional. Según Putnam, el rendimiento institucional era netamente favorecido por el capital social, lo que hacía de este la clave explicativa de los positivos índices socioeconómicos.
Más allá de lo que se piense del enfoque adoptado por Putnam, lo que destaca de forma incuestionable es la excepcionalidad del laboratorio emiliano-romañol, donde coexistían un gobierno local regido por comunistas en un país occidental en plena Guerra Fría, cuyo éxito administrativo y político era difícilmente cuestionable, y un desarrollo social que excedía el mero desempeño económico. Eso contribuyó a que Emilia-Romaña se convirtiese en un verdadero buque insignia de la izquierda italiana. Ese «buen vivir», si se me permite el uso de una expresión de procedencia ajena al contexto bajo la lupa, pero sumamente pertinente, era ostentado como el ejemplo fáctico de la fiabilidad de los comunistas y de la bondad de sus ideas. Más en general, Emilia-Romaña, junto con otras regiones del centro-norte con características parecidas –entre las cuales cabe mencionar Toscana–, ha constituido un bastión «rojo» prácticamente inexpugnable. Con el tiempo, y una vez reconfigurado el escenario político tras el derrumbe de la así llamada «primera república» en 1993, carcomida por la corrupción, la otrora primacía del pci se ha transferido a sus tímidos herederos de centroizquierda, ya sea sirviendo como formidable propulsor durante los triunfos electorales, o bien como trinchera en épocas de vacas flacas.
No es de extrañar, entonces, que la política italiana de los últimos meses haya girado alrededor de las elecciones regionales de Emilia-Romaña de enero de 2020, puesto que las encuestas arrojaban datos extremadamente inciertos sobre la confirmación de la antigua hegemonía política, que estaba en riesgo por el avance de la Liga, el partido de extrema derecha liderado por Matteo Salvini. Si conquistaba Emilia-Romaña, Salvini daría una confirmación definitiva del efecto arrollador que está teniendo en la política italiana al lograr una hazaña a la cual ni siquiera Silvio Berlusconi se acercó jamás; el precario gobierno sostenido por el Partido Democrático (pd) y el Movimiento 5 Estrellas (M5S, por sus siglas en italiano) habría tambaleado seriamente y se abriría la puerta a lo que en la izquierda es considerado como un verdadero apocalipsis. La zozobra alimentada por este espantajo se ha disuelto en la noche electoral no bien los primeros exit-poll dieron por segura la victoria de Stefano Bonaccini, el candidato de la coalición de centroizquierda, luego cifrada en seis puntos porcentuales de diferencia por el recuento de los votos. El fantasma de Salvini parecía conjurado.
Sin embargo, y más allá de los tonos triunfalistas del día después, es un alivio que corre el riesgo de resultar efímero. Si nos fijamos con atención en los datos electorales anteriores, es decir los de las elecciones europeas de mayo de 2019 y las generales de marzo de 2018, podremos apreciar que la derecha en su conjunto ya superó a la izquierda en votos en Emilia-Romaña. La derecha, además, ya conquistó los gobiernos locales de otros bastiones antes considerados inaccesibles, como la ciudad de Ferrara y la región de Umbría. Dos factores han salvado a la izquierda de la histórica derrota en la disputa por el aparato regional de Emilia-Romaña, lo cual habría tenido un impacto simbólico (y material, puesto que las regiones manejan presupuestos considerables) evidentemente más alto. Por un lado, a Bonaccini, en línea con la tradición, se le reconocía el mérito de un óptimo manejo administrativo –el único aspecto supérstite de la historia bosquejada arriba, pues la faceta más explícitamente política ha desaparecido–, fortaleza que durante la campaña electoral el candidato reivindicó sin parar. Por otro lado, el regreso de un segmento de electores desafectos fue posible gracias a la movilización social desatada por un nuevo movimiento, autodenominado «las sardinas». Lanzado por algunos jóvenes boloñeses anteriormente desconocidos, el movimiento de «las sardinas» ha llenado varias plazas de la región (y más allá) para protestar en contra de los tonos y de las posturas ultraderechistas de la política salvinista. Se trata, sin embargo, de una reactivación que no tiene que ver con la movilización del legado político de antaño, en positivo, sino de una reacción puramente negativa cuya eficacia electoral es difícil pensar que pueda trascender la región. Además, la cúpula del movimiento ha ido desacreditándose rápidamente por la notable incapacidad de articular cualquier tipo de contenido político y tras la aparición de su líder, Mattia Santori, al lado del empresario Luciano Benetton, cuya reputación después de la caída del puente Morandi en Génova –su empresa es la accionista mayoritaria del negligente gestor de la autopista afectada– está por los suelos.
En este sentido, es menester registrar que «las sardinas» no han podido invertir el clivaje ciudad/campo que cada vez más va imponiéndose como central en la política italiana. Ellas sí han logrado sacudir a los electores urbanos, aprovechando un humus cultural favorable, sobre todo en la estría central de Emilia (Bolonia, Modena y Reggio-Emilia), donde la (aguada) memoria histórica muestra signos de resiliencia, y proveyendo así a la centroizquierda de un botín electoral suficiente para ganar holgadamente frente a la candidata de Salvini, Lucia Bergonzoni. Sin embargo, casi nada han podido en los pueblos, donde la derecha se confirma, a la par del resto de la Penisola, como el mayor referente del profundo descontento social que la globalización va dejando detrás de sí. El resultado electoral fotografía nítidamente el sufrimiento de las rezagadas áreas internas, de los centenares de pequeños borghi, donde ese capital social y ese «buen vivir» tan distintivos parecen haberse difuminado en el transcurso de las últimas tres décadas. Olvidados por los flujos de la modernización, estos lugares han terminado por perder ese tejido social y han desarrollado mentalidades muy distintas de las que imperaban tiempo atrás y de las que sobreviven, si bien en forma de risueño progresismo light, en los centros urbanos3. Emilia se ha vuelto una «Emilia paranoica», como titulaba una famosa canción del grupo punk filosoviético cccp. No es una casualidad que justamente en los pueblos contiguos de Goro y Gorino, en el delta del río Po sobre la ribera adriática, un aguerrido grupo de ciudadanos erigiera hace casi cuatro años barricadas para bloquear la llegada de un bus de migrantes que pedían asilo, lo que desató el caos en lugares normalmente caracterizados por la ausencia de sobresaltos sociopolíticos. No es sorprendente, por ende, constatar que en casi los dos tercios del territorio emiliano-romañol los ciudadanos han optado mayoritariamente por la Liga: la amenaza del futuro se mantiene intacta.
El declive del M5S
El lector que siga con algo de atención los acontecimientos italianos se estará preguntando qué papel ha tenido en todo esto el M5S, el movimiento liderado originalmente por Beppe Grillo que se propuso como expresión de la «gente común», apenas mencionado en la sección anterior. El drama de escribir sobre la política italiana en esta coyuntura histórica estriba justamente en dar cuenta de repentinos e inesperados cambios de situación, de contextos mutantes que es difícil capturar sin seguir el día a día, signo de una fluidez política de fondo que ha caracterizado toda la «segunda república» desde los escándalos de la tangentopoli, que derivó en la investigación conocida como Mani Puliteen los primeros años 90 y que, lejos de aplacarse, ha ido tomando más ritmo en la turbulenta época que atravesamos. Una suerte de «normalidad populista», interrumpida acaso por raros momentos de estabilidad institucional4.
Ciertamente, y a pesar de algunas excepciones, el M5S nunca logró despegar realmente en las contiendas electorales locales. Pero su crisis actual trasciende esas dificultades y se vincula en mayor medida a una reconfiguración del escenario nacional tras su éxito en las últimas elecciones generales de marzo de 2018 y la posterior celebración del extraño matrimonio político con la Liga. Ese pacto, el único que parecía posible para formar un gobierno dada la aritmética parlamentaria, unía a dos partidos que no se habían presentado juntos a las elecciones y se daba solamente tras una intensa fase de negociación por la cual el futuro gobierno compartido habría llevado adelante parte de las promesas electorales de ambos. Lo que los mancomunaba era la inclinación populista: un populismo ambiguo, de difícil caracterización ideológica y guiado por una suerte de brújula política heurística y zigzagueante, en el caso del M5S, y un populismo explícitamente de derecha, exclusivista y con tintes racistas del lado de la Liga.
A pesar de contar con un contingente parlamentario mucho más consistente que el de la Liga y de haber designado a un primer ministro, Giuseppe Conte, cercano a su esfera de influencia, el M5S ha ido perdiendo terreno desde el comienzo de su experiencia gubernamental. No hay un único elemento capaz de explicar su declive, pues varios factores han contribuido a ese desenlace y se han reforzado recíprocamente. En primer lugar, cabe mencionar el distinto savoir-fairepolítico de sus dos líderes: Salvini y Luigi Di Maio. El primero, que fungió como vicepresidente y ministro del Interior del gobierno de coalición, ha demostrado ser un político con un olfato político descomunal, capaz de interpretar y de dar voz a los humores del pueblo y, en esta tarea, de otorgar un semblante de razonabilidad a consignas e inclinaciones consideradas de otra manera tabúes. Según el politólogo estadounidense James C. Scott, el carisma reside justamente en la reciprocidad que se establece entre el líder y una audiencia particular5. Esta relación tiene lugar cuando un líder procura que una serie de pensamientos y mentalidades que hervían debajo de la superficie y a las cuales se les negaba legitimidad social rompan el cordón sanitario y afloren al registro de lo decible. Muchas de las invectivas de Salvini, tales como las arremetidas antimigrantes, aunque sea triste decirlo, pertenecen a esta categoría. Una gestión sagaz y desenvuelta de los social media ha provisto de una caja de resonancia ulterior a esta dinámica. Además, la remodelación salvinista de la Liga, de partido proclive al secesionismo del Norte en partido representante del interés nacional por excelencia, es una verdadera obra maestra de la política: de esa forma, manteniendo el anclaje en la base social del pequeño y mediano empresariado del Norte, logró ampliar su influencia a todo el país y a todas las capas sociales. Con respecto a la cuestión del partido, cabe tener en mente otro factor: la Liga cuenta con un aparato enraizado, una maquinaria burocrática aceitada, dotada de solvencia político-administrativa y equipada para manejar las discrepancias y, finalmente, con una base territorial de una alta coherencia interna.
Di Maio, por su parte, huérfano de su contracara más revoltosa, Alessandro Di Battista, y de Grillo –quienes fueron, por motivos distintos, apartándose de la primera plana–, resultó demasiado débil, balbuceante y complaciente con respecto al líder de la Liga. Tampoco recibió mucho sostén por parte de sus colegas: las demás caras del M5S han demostrado todo su patetismo, incapaces tanto de arengar como de destacar por alguna pericia técnica o política. Así, Di Maio no consiguió hacer lucir sus logros, como haber propiciado un ingreso ciudadano para los sectores económicamente más vulnerables, con el debido énfasis –a lo que se suma una prensa objetivamente más adversa al M5S que a la Liga–, ni frenar el protagonismo de Salvini. Solo in extremis recurrió a subterfugios de dudosa eficacia, como aprovechar un escándalo de corrupción que involucró a un allegado del líder de la extrema derecha. Hay que reconocer también que la prolongación del fenómeno migratorio y la posibilidad de manejarlo desde el propio Ministerio del Interior a través de gestos radicales, como el cierre de los puertos italianos a los barcos de ongque transportasen a migrantes náufragos, otorgó a Salvini un espacio mediático sin igual, lo que le permitía opacar cualquier tema durante meses. Las batallas llevadas adelante por el M5S parecieron así poca cosa al lado de la «espectacularidad» puesta en escena por Salvini. Internamente, Di Maio no ha podido frenar la constante hemorragia de parlamentarios que se desafilian de su movimiento o son expulsados, lo que deja patente la labilidad del M5S, que no dispone de un aparato sólido como la Liga.
En relación con esto, se puede esbozar otro argumento. El M5S ha dado –y sigue dando– la impresión de no saber hacia dónde ir. El pasaje de la oposición al poder le ha pasado factura. Sus posturas son confusas, contradictorias, y cada vez que le toca encarar algún nuevo asunto –lo cual sucede con mucha más frecuencia cuando se está en la sala de control que en las plazas–, no es fácil adivinar qué postura adoptará. Ya no se trata de juntar enunciados dispares, sino de articular una política gubernamental. Sin una brújula, por más tenue que sea, de tipo ideológico, es prenda de una desorientación de fondo: a cada intento por despejarla le sigue una nueva ola de descontento en un segmento de sus simpatizantes. Para compensar, hace ademanes hacia uno y otro lado y enajena así más y más su base. Son los límites de un populismo ambiguo, carente de cualquier anclaje normativo, que esquiva la tarea de articular a un pueblo alrededor de una idea rectora y proveer una Weltanschauung o cosmovisión explicativay orientadora. En la fase de construcción, es hipertrófico, pues acumula consensos a diestra y siniestra, pero no los amalgama y abdica así de cualquier intento político pedagógico. Por ende, en el momento fatídico de la decisión, el mecanismo se atasca y los entusiasmos se desinflan. El populismo ambiguo tiene otra debilidad. Su potencia inicial descansa en una tajante condena moral del sistema político. Pero una vez en el poder, el sujeto populista se convierte él mismo en sistema político; sin embargo, los problemas siguen acuciando a la población y la ineficacia de la retórica es desvelada en su integridad. Por el contrario, los populismos socioeconómicos, es decir, aquellos cuyos enemigos son actores sociales, tal como lo es por ejemplo «la oligarquía», y que se dotan normalmente de algún tipo de análisis sociológico, siempre pueden recurrir, como sugiere Pierre Ostiguy, al expediente de desplazar la frontera del antagonismo6. Así, el gobierno es deslindado del bloque de poder y enfrenta, «junto al pueblo», a sus enemigos. Esto da vida a una «institucionalidad sucia», por la cual el gobierno populista traspasa continuamente la barrera entre gobernabilidad institucional y protesta social, que permite diluir la urgencia temporal que conlleva cualquier populismo dejando entrever la posibilidad de una lucha más larga de lo previsto. Eso no se lo puede permitir, en cambio, un populismo moral que, estando en el gobierno, ya habría destituido la fuente de cada problema y que además carece de un tratamiento más hondo para dar sentido a la falta de un cambio sustancial.
Los efectos de estas asimetrías no han tardado en manifestarse. Las elecciones europeas de mayo de 2019, que siempre permiten tomar el pulso de las orientaciones del electorado –ya que se vota más «libremente»– y contribuyen a determinar nuevos equilibrios políticos, han invertido por completo las relaciones de fuerza: la Liga ha pasado de 17% a 34% y el M5S, de 32% a 17%. La prosecución de la legislatura no podía salir indemne de semejante terremoto político. Envalentonada por el resultado, la Liga tensó cada vez más la cuerda con el M5S, hasta llegar a la ruptura. Salvini estaba convencido de que al hacer caer el acuerdo de gobierno, el M5S no podría encontrar socios para conformar una nueva mayoría parlamentaria capaz de formar gobierno, y ello obligaría a convocar a elecciones generales, con grandes chances para él. Entonces, el líder de la Liga dio por terminada la relación con el M5S en pleno verano boreal, época insólita para desatar una crisis de gobierno. Pero el desenlace no fue el que esperaba. Contrariamente a cualquier expectativa inicial, el M5S selló un acuerdo de gobierno con su rival histórico, el pd y, lo que es más sorpresivo, lo logró manteniendo el mismo presidente de gobierno: Giuseppe Conte. El temor de volver a la oposición para el M5S, la oportunidad de subir al gobierno para el debilitado pd y la posibilidad de evitar que la derecha gane una mayoría abrumadora y controle el Parlamento en 2022, cuando este tendrá que escoger el nuevo presidente de la República, han sido alicientes suficientes para ambas agrupaciones para llegar a un entendimiento. De este modo, el m5s pasó de socio de la extrema derecha a socio de la centroizquierda.
Para el M5S este viraje no ha sido gratuito. Gobernar con partidos tan en las antípodas en la misma legislatura ha acentuado su crisis de identidad. Su imagen disruptiva, ya debilitada durante la cohabitación con la Liga, se borró, pues el pacto con el pd ha conllevado la asimilación de tonos aún más moderados. Para el M5S, este reposicionamiento significa dos cosas: por un lado, la progresiva absorción, si bien desde una posición algo excéntrica, en el cauce de la centroizquierda; por el otro, al quedar descartadas tanto la opción de volver con la Liga como la viabilidad de ir por cuenta propia, dadas las cifras electorales ya exiguas, la vuelta al bipolarismo del sistema político italiano. En este sentido, la trayectoria del M5S representa el fracaso de dotar al sistema de un tercer actor político irreductible al clivaje izquierda/derecha. Los intentos del secretario del pd Nicola Zingaretti de ir estrechando una alianza cada vez más orgánica con el M5S son un claro intento de fagocitar lo que queda del M5S y restablecer el antiguo esquema. La operación se ve facilitada por Conte, un personaje camaleónico y capaz de interpretar situaciones muy diferentes, pero cuya predilección por la coyuntura actual resulta evidente.
Democracia versus mercados
En este proceso de normalización del M5S, la Liga permanece como referente del polo populista. Al fin de la luna de miel entre la Liga y el M5S contribuyó de hecho un sustancial redimensionamiento de las ambiciones de este último, especialmente en relación con la cuestión europea. He aquí una contradicción bastante evidente. Económicamente, la Liga es una fuerza de inspiración liberal, mientras que el M5S, a pesar de su sustancial incoherencia, ha evidenciado siempre una postura más intervencionista. Sin embargo, durante el cogobierno, el M5S fue suavizando su actitud con respecto a las políticas de austeridad impuestas por Bruselas y dejó a la Liga –interesada en forzar las restricciones presupuestarias europeas para aprobar su proyecto de flat tax– la batuta de esta lucha.
La oposición a las amargas medicinas recetadas por la Unión Europea no es un asunto menor. Italia es actualmente el país de la ue con la previsión más baja de crecimiento del pib en 2020: 0,3%. Su aparato productivo se ha visto mermado considerablemente por la falta de inversión, la reducción del mercado interno y la imposibilidad de diseñar una política industrial consistente, mientras el índice de desempleo roza los dos dígitos, con un tope de casi un tercio entre los jóvenes. Cunden formas laborales crecientemente precarias y miles de italianos se marchan del país cada año en busca de mejores perspectivas. El andamiaje de Maastricht constituye, en este sentido, una traba insoslayable para adoptar medidas expansivas con el fin de hacer frente a un estado de crisis que lleva arrastrándose desde hace una década: sin una política monetaria, presupuestaria y de cambio autónoma, el país carece de las herramientas básicas para enderezar la situación en la cual se encuentra. Este escenario plantea al mismo tiempo un déficit democrático, puesto que el esbozo de cualquier medida que se aparte del dogma neoliberal dictado por la ue es castigado con una veloz subida de la prima de riesgo de los bonos italianos y el consecuente deterioro del estado de las finanzas estatales. Este índice resiente incluso de las declaraciones o insinuaciones de agentes políticos o económicos europeos sobre la política italiana, por lo cual se hace «aconsejable» seguir la línea y no dar siquiera indicios de desvíos. Ante la ausencia de un Banco Central propio capaz de fijar las tasas de interés sobre los bonos y la no disposición del Banco Central Europeo para amparar a los países «díscolos», los mercados funcionan como un verdadero agente disciplinario y se configura una suerte de administración controlada, o de democracia domesticada, donde ciertas variables claves están más allá del alcance de la soberanía popular. Como lo ha dicho claramente el alemán Günther Oettinger, comisario europeo de Programación Financiera y Presupuestos, en los días de gestación del primer gobierno de Conte: «Espero que los mercados (…) envíen una señal para no permitir que los populistas de izquierdas y derechas tengan responsabilidades de gobierno»7.
Queda claro que el cuestionamiento de esta arquitectura institucional y económica, articulada en un sentido de protección ante la intemperie de la globalización y su establishment internacional, es altamente rentable y que, al haberla diluido, el M5S se despojó de un artilugio retórico clave en esta coyuntura y dejó a la Liga los réditos políticos. En realidad, la Liga comparte esta posición, aunque con matices distintos, con el partido Hermanos de Italia, de genealogía posfascista, guiado por la combativa Giorgia Meloni. La cotización electoral de este partido está en el alza y es ahora el socio más estrecho de Salvini. Queda en cambio rezagado el partido de Berlusconi, Forza Italia, es decir, el ala de orientación más liberal, que aparece ya como apéndice de una coalición cuyo baricentro, a diferencia de una década atrás, tiende mucho más hacia la derecha que hacia el centro. Según las encuestas, los tres juntos rozarían el 50%: dependiendo del sistema electoral, puesto que el actual está por enésima vez bajo discusión, podrían hacerse con una mayoría en el Parlamento. Pero tampoco hay que pensar que la Liga, de llegar al gobierno con sus aliados «naturales», daría paso en seguida a un «Italexit». Detrás de la cortina de humo, hay posiciones muy contrapuestas en su interior, y no hay que olvidar que el empresariado del Norte, principal accionista de la Liga, está totalmente integrado en las cadenas de valor europeas y rechaza por ende medidas que trastoquen la estabilidad económica. Esta modalidad bipolar se hizo más patente que nunca en febrero de este año, cuando en la designación del «gabinete en la sombra» de la Liga Salvini escogió para Asuntos Exteriores a un ferviente opositor de la salida del euro, Giancarlo Giorgetti, quien en seguida salió a dar garantías sobre la fiabilidad de su partido. Al día siguiente, en neta contradicción, Salvini dio a entender a los periodistas que o bien Europa cambia o habrá que hacer como los británicos, lo que no hizo sino alimentar la confusión.
Como muestra el caso de la Liga, la construcción de un bloque social amplio, más allá de la orientación ideológica que se le quiera imprimir, pasa por la seducción y la persuasión de sectores muy heterogéneos y puede incluso implicar la adopción de posturas contradictorias –lo cual no es algo exclusivo de la derecha, puesto que el pci también siempre mantuvo una ambivalencia sustancial con respecto a sus objetivos–. Lejos de pensar en términos hegemónicos, la izquierda italiana de hoy se mantiene fiel a una vocación elitista que no le permite ensanchar su perímetro electoral y volver a abrir una interlocución con sus ex-votantes, que ahora votan a la Liga o simplemente han dejado de acudir a las urnas. Esta actitud presenta dos vertientes relacionadas: por un lado, el pd persigue una política deflacionaria y de defensa a ultranza del statu quo; por el otro, su retórica complace al antiguo y menguante «bloque fordista» y a las clases medias y medias altas que pueblan los centros urbanos. La convergencia hacia el centro, lo políticamente correcto, la defensa del multiculturalismo y el antiestatismo colocan al pd en lo que Nancy Fraser ha definido agudamente como «neoliberalismo progresista»8. Es por eso que desempolvar canciones como «Bella ciao» o recurrir al antifascismo militante, denostando en paralelo a todos aquellos que votan por la Liga «por falta de cultura», no sirve para «defender las instituciones de la amenaza populista», como recita uno de sus eslóganes favoritos. La solidez de aquellos mitos descansaba de hecho en la construcción de instituciones y organizaciones de masas capaces de incorporar a sectores previamente excluidos y de emanciparlos concretamente, tal como lo demuestra el caso de Emilia-Romaña. Considerado por buena parte del electorado, y con mucha razón, como el responsable de un manejo de la crisis que ha hecho que paguen sobre todo los sectores bajos y medio-bajos de la población, el pd no es aún capaz de emprender un curso autocrítico ni de desplegar siquiera un programa tímidamente neokeynesiano. El entusiasmo que su regreso al poder con el gobierno Conte ii ha desatado entre la crema y nata de la política mainstreameuropea es prueba de ello. No basta con que Zingaretti sea percibido superficialmente como una opción «algo más socialdemócrata» ni con que Matteo Renzi haya dejado el partido para fundar un pequeño grupo centrista, encaminándose hacia la desaparición política. Los virajes políticos tienen que estar fundamentados en actos concretos, y de eso, a la fecha, se ha visto muy poco.
La victoria en Emilia-Romaña, la vuelta al bipolarismo y al poder y la aparición de un movimiento social afín han parcialmente sosegado a la «izquierda». Salvini, considerado prácticamente infalible hasta hace pocos meses, cometió el error de dinamitar el cogobierno con el M5S, acabó en la oposición y perdió la apuesta en el bastión «rojo». Pero se equivocan quienes creen que esto es suficiente para contener el avance de una derecha populista autoritaria, racista y, más allá de las apariencias, antipopular. Esta ha logrado captar un descontento social difuso, sobre todo en las áreas suburbanas, en los centros más pequeños y en las zonas rurales. Volver a hablar la lengua de quienes se han quedado atrás y salirse de los acicalados centros urbanos es la única ruta viable para la política progresista. De momento, no se avizora nada semejante.
Fuente: Nueva Sociedad