La estética es un campo lamentablemente poco analizado desde la ciencia política. En la sociedad de la inmediatez en la que vivimos, donde la forma siempre tiende a superar al fondo, un mínimo gesto puede convertirse en un poderoso mensaje que se construye desde la comunicación y posiciona a unos como referentes y a otros como incoherentes.
Por más formación política que tengamos, no somos ajenos al aparataje identitario cultural del consumo. Este es uno de los rasgos principales de la posmodernidad, nos guste o no, cada día somos menos ciudadanos y más clientes, nuestro consumo nos define, lo que utilizamos proyecta una imagen de nosotros mismos que para bien o para mal, es explotada en la arena política.
Formular una crítica al consumo desde una visión estético-política nos ayudaría a comprender con claridad qué factores sociales otorgan a ciertos políticos el privilegio de consumir a sus anchas, incluso a veces más allá de lo que un salario del sector público les permitiría, mientras otros son blanco de críticas o condenas por gastar su plata como les parece.
Como ejemplo ilustrativo podemos tomar los cuestionamientos, memes, incluso noticias en torno al vestido que Paola Pabón utilizó en su posesión como Prefecta de Pichincha. Los reproches venían de dos vertientes contrarias pero con argumentos similares que nos permiten tratar de explicar con claridad el problema de fondo, que está lejos de versar sobre moda o política. Al primer conjunto de críticas y a sus autores, los denominaremos “los confusos”, y, al segundo, “los románticos”.
Los confusos son esas personas que creen que los políticos o militantes de izquierda no deberían comer en restaurantes, frecuentar ciertos bares, utilizar ciertas marcas, hacer compras, viajar, manejar solo cierto tipo de vehículos o ninguno, en fin… para los confusos la persona de izquierdas es un ser humano de segunda categoría, que por su orientación política no tiene derecho a consumir igual que ellos, vivir dignamente o ejercer esa libertad de consumo que los confusos tanto aprecian.
Esta violenta reacción del confuso obedece, en algunos casos, a su carente formación política y en otros a su simple clasismo y a sus más íntimas aspiraciones de estatus. El confuso aprecia particularmente el consumo por que le permite disfrazarse y asimilarse a una clase social a la que posiblemente no pertenece y está dispuesto a proteger este privilegio de quienes, según su limitado y equivocado entendimiento, amenazan la posibilidad de que se pueda disfrazar de potentado o algún día llegar a serlo.
Sepa, amigo confuso, que contrario a lo que usted podría pensar, los bienes de consumo no son producidos por el capital que usted tanto venera. Son, principalmente, el resultado del trabajo de varias de personas, instituciones, redes de sociabilidad y conocimientos, factores que componen a la sociedad, la sociedad genera riqueza, el individuo es parte del proceso, pero el individuo no crea riqueza por sí solo, de la misma manera en que el capital por sí solo no es productivo.
Una vez comprendido que todo acto productivo es el resultado de un esfuerzo social conjunto, usted amigo confuso, entenderá que si el trabajador todo lo produce, él todo lo merece.
Entenderá también que exigir una sociedad más justa, creada en torno al bienestar de las grandes mayorías, no implica un desapego del consumo per se, que esto es imposible, porque el consumo es una condición necesaria para la subsistencia de una persona en el capitalismo. Entenderá que las personas que son blanco de sus críticas, lejos de cuestionarlo a usted por cómo se viste o qué come, proponen solamente un acuerdo social más justo, más justo para ellos, para usted mismo y para todos.
Amigo confuso, si usted hubiera sido un esclavo en el Guayaquil de 1850, seguramente hubiera confrontado a sus compañeros esclavos por tratar de organizarse para buscar su libertad. Lo imagino diciendo algo como… ah, pero si estos trapos que estamos puestos fueron creados por la esclavitud, si es que no fuera por la esclavitud ni siquiera estuviéramos vestidos, son ustedes compañeros esclavos unos hipócritas… No me es difícil imaginarlos, porque los veo todos los días en redes sociales diciendo cosas como: ah claro, el socialista con iPhone.
Espero que su confusión obedezca a su ignorancia y no simplemente a ese oscuro clasismo que propone que el consumo -requisito indispensable de subsistencia en el capitalismo- es un privilegio de clase. Porque si usted piensa que solamente usted puede comprar un buen teléfono, vestirse bien, comer en un restaurante o comprar en un supermercado, lo que en realidad está diciendo es que esos ciudadanos que usted califica como de segunda categoría no tienen derecho a subsistir.
No quiero pensar esto de usted, aunque me cuesta no hacerlo después de haberlo visto durante años diciendo cosas como: quespues ahora ya hay puro indio en el barrio, que se han creído… o la forma despectiva en la que sus voceros de la prensa suelen referirse a los funcionarios públicos, ya sabe, eso de llamarle ‘nuevo rico’ o ‘cholo con plata’ a cualquier persona que ha logrado vivir apenas un poco mejor, un poco como usted o quizá un poco mejor que usted. Espero, amigo confuso, haber aclarado su confusión.
Las críticas de los románticos, por otro lado, vienen desde una arista diferente. El romántico desprecia el consumo de sus propios compañeros. Es aquel personaje de izquierda que condena a otra persona de izquierda por lo que él considera su “aburguesamiento”. Para este personaje la esencia de la izquierda es, irónicamente al igual que para el confuso, un privilegio de clase, algo que no corresponde a la esencia política de su diario vivir, algo que piensa no merecer a pesar de estar en capacidad de obtenerlo.
Los reproches de los románticos son en realidad una objeción de conciencia, que a pesar de parecer bien intencionada, es culpable en gran medida por las falencias de los proyectos políticos de izquierda, especialmente en América Latina, porque nos han hecho creer que la militancia de izquierdas es un concurso por ver quién es más pobre.
Una izquierda que se define desde el ascetismo, no tiene vocación de gobernar y jamás llegará a consolidarse como proyecto político pues tal vez nunca logrará mejorar las condiciones materiales de vida de la gente. El romántico sueña con elevar su ascetismo a proyecto de país y asume la pobreza como realización; la romantiza y casi parece desearla. No hay problema cuando la austeridad personal es parte de una búsqueda espiritual propia, pero hacer de la privación una política de Estado es contrario a la idea misma de gobernar.
La retribución que buscan los románticos viene desde una posición de superioridad moral, desde la cual juzgan a quienes, según ellos, no logran abstraerse del mundano consumo y las comodidades de la vida moderna. Habráse visto mayor muestra de egoísmo y arrogancia, cuando vivimos en un país donde la gente todavía tiene mucha hambre.
Estos personajes carecen de estrategia política, pues prefieren recluirse en la estética de la marginalidad, desde donde no participan, no deciden ni aspiran a gobernar; por el contrario disfrutan criticando todo desde su trono invisible mientras el poder económico se va enquistando en todos los espacios de poder político, ese poder que la izquierda debería disputar en nombre de las grandes mayorías a las que dice representar.
Al final del cuento los confusos y los románticos no son tan distintos, ambos se adornan de incompatibles divergencias ideológicas, cuando en realidad lo que desprecian es una estética que asumen solo capitalista, como si lucir o ser víctima de una estética de la marginalidad no fuera también una construcción indigna del capitalismo. Los primeros defienden su privilegio desde el consumo, los segundos desde su supuesta superioridad moral, ambos se desmarcan del sentido popular de gobernar y ninguno mejora la vida de nadie.
Lo complejo de superar estas posiciones es que no parten de la lógica, por el contrario son reacciones violentas que vienen desde nuestro subconsciente para defender los pequeños imperios que los individuos creamos en nuestras cabezas y que nos ayudan a sobrellevar el hecho de que tal vez no somos tan especiales, ricos e inteligentes como nos creemos y que eso no nos hace menos personas. Puede que bajando un poco la guardia aprendamos que el valor del sujeto político se genera en sus capacidades de sociabilidad, puede que entendiéndonos más, podamos deconstruir nuestros complejos y asumir posturas políticas serias que en realidad mejoren las cosas.