Santiago Rivadeneira Aguirre
El Ecuador, al parecer, comienza a acostumbrarse a caminar al ritmo que le imponen los movimientos automatizados del presidente del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social transitorio. Él mismo se ha vuelto un calculador y un depredador, que en la víspera de sus postreros lances políticos, (fue militante del Partido Conservador y de la Democracia Cristiana-Popular) adquiere un protagonismo inusitado en las decisiones y el rumbo que debe tener la institucionalidad.
El otrora excelso profesor de derecho constitucional, ahora promueve el desatino y la conversión, como las únicas razones para unificar a la nación. E instiga al magnicidio cuando dice que Correa “hace bien en no venir al Ecuador porque es posible que en cuanto lo vean en las calles, lo van a perseguir, no sé si para arrastrarlo como Alfaro o por lo menos para injuriarlo implacablemente”.
La conspicua originalidad de Trujillo no reside solamente en la ‘transitoriedad’ como estratagema política, sino en una radical disidencia con respecto a la necesidad de preservar la Constitución y las leyes: y forja la referencia a la muta como la unidad social que podrá salvarnos del socialismo (o del comunismo) devastador. La muta trujillista es, desde esa configuración inicua, el mecanismo de acción y de excitación. Por eso propone una nueva Consulta popular para cambiar la Carta Magna, que se convierta en la razón de estado más propicia para unificar la horda dispersa y agruparla en el paraguas de los afectos colectivos. Y de paso ‘blindar’ sus torpezas ‘legales’.
El trujillato moralizante quiere refundar el país apelando a la paleontología, para explicar las conductas humanas que durante los 10 años del gobierno anterior constituyeron el ‘debilitamiento del espíritu crítico’ y la falta de libertades. Recuperado de esa inercia, el pueblo (o la masa, según Trujillo) apelará a un comportamiento pautado, dominado por una representación colectiva: la libertad renacida. Basada en esa falsa concepción de lo espiritual, el presidente del transitorio Consejo de Participación, presupone la existencia más allá de cualquier dogma, de un alma corporativa por el que una multitud palpita y actúa armónicamente.
Parece que se cumpliera, lo que Hannah Arendt dijera respecto de las masas: “no creen en nada visible, en la realidad de su propia experiencia; no confían en sus ojos ni en sus oídos, sino solo en sus imaginaciones, que pueden ser atraídas por todo lo que es al mismo tiempo universal y consecuente en sí mismo. Lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino solo la consistencia del sistema del que cabe presumir que forman parte (…) Están predispuestas a todas las ideologías porque éstas explican los hechos como simples ejemplos de leyes y eliminan las coincidencias inventando una omnipotencia que lo abarca todo, la que se supone en la raíz de cualquier accidente”, en Los orígenes del totalitarismo.
El propio presidente Moreno lo ha vuelto a recalcar: ahora somos más. Un aforismo que se enarbola como consigna y al mismo tiempo como el remedo de la anacrónica postura derechista y reaccionaria que, auspiciada por cierta izquierda, se conforma con anunciarla como un confuso reparto de poderes.
Tal vez por eso Moreno se permitió decir (entre otras tonterías) en su última gira por los Estados Unidos, que se debe convocar a la construcción del país, tanto a los ‘revolucionarios de izquierda como a los revolucionarios de derecha’. De esa manera, seríamos más; y esos muchos tendría el gran significado de postular a la redención, mientras opera la complicidad encubierta, compartida por los poderosos de ayer y de hoy, que representa el poder político vergonzante de quienes gobiernan “sentados sobre un montón de muertos”. Porque de eso se trata el proyecto liberador de Trujillo y de Moreno: gobernar con todas las formas de la vergüenza y las deslealtades.
Así, la historia vuelve a repetirse. Así, regresa la premisa mentirosa de un conglomerado que es expuesto como una masa (abstracta) exclusivamente cuantitativa, que en razón de su número les permite a los politiqueros maquillar sus programas e incluso manipular las ideas a través del odio, el miedo, las mentiras o la desesperanza (Lynch) como acaba de ocurrir con las elecciones en Brasil. Opera, como condición malsana, el simple registro de tendencias para el control social.
Julio César Trujillo -a quien Xavier Flores llamó ‘el Notario Cabrera de la Política’-, es el cómplice impenitente de sus propios deslices y de los que comete el Consejo que preside, a nombre de una visión totalizadora de la democracia, concebida para reformular los viejos principios de las élites que ansían recuperar todo el poder y retroceder al orden establecido, anterior al de la Revolución Ciudadana. Trujillo expresa las ideologías reaccionarias, abiertamente nostálgicas de los antiguos privilegios y las diferencias. (“Además, -dice Jaime Galarza- habría que preguntarle al doctor Trujillo si el destierro que sufrió en 1975 fue por defender la democracia o por conspirar a favor de un golpe de estado concebido y dirigido por monopolios petroleros como Chevron-Texaco”.)
Es la ‘religión numeralizada’, como la llamó Canetti, que solo ha sido capaz de medir el progreso y el desarrollo a través del ensalmo que el poder produce en las mayorías, imbricada al imaginario popular. Pasado el efecto de esa seducción artera, el poder hegemónico, ahí sí como una jauría, impone un modelo de sociedad acomodado a su arbitrio y conveniencia.
Es la mediocridad de este gobierno que quiere revestirse de falsa grandeza -igual que en una farsa de resentidos y odiadores- con una dirigencia abusadora y oportunista que gira alrededor de una convencionalización pietista del orden jurídico. Trujillo dejará este mundo de la política al menos convencido de haber sido el Clemente Yerovi de la transición.