Por Martín Mora Ortega
Kaleidoscopio es un mosaico de reseñas donde el ojo crítico transforma la luz del libro en algo más.
SIETE LUNAS, SIETE SERPIENTES
Demetrio Aguilera Malta (1909-1981)
Publicada en México, 1970.
Siete lunas, Siete serpientes es mi novela favorita de Demetrio Aguilera Malta, quien nació en Ecuador en 1909 y murió en México 72 años después. Es uno de los grandes narradores del Ecuador en el siglo XX y la tradición ecuatoriana—eminente en su poesía—, no abunda en grandes novelistas.
Todo ocurre en un pueblo que, como Yoknapatawpha, Comala o Macondo, es una mezcla de folclore e imaginación. Pero Demetrio, que era muy consciente de su lenguaje y de su poder creativo, no deja de ser sórdido, cómico ni lúdico. A pesar del uso indiscriminado de la fantasía y de la magia, uno está más tentado de compararlo, en términos estéticos, con Valle Inclán que con García Márquez; su rareza lo emparenta más a Jarry que a Joyce, y, dentro de la tradición hispánica, su gran precursor es la Celestina. Es pues un inventor barroco de esperpentos, monstruos y realidades decadentes, pero no un moralista ni un esteta. Mantiene una sonrisa sobre el abismo. Se diría que su mundo no participa de moralidad, no, por lo menos, en un sentido cristiano, a pesar de que sus personajes sean figuraciones del Bien y del Mal.
Demetrio vuelve a los montuvios, esos fieros campesinos del mar, para crear su mundo literario, más barroquista que barroco:
Un autoproclamado Coronel—hijo de Satán, con una mula (la mula Pancha)—, que se transforma en un manojo de caimanes rabiosos, y es, a su vez, ahijado de un cura a quien una escultura de Cristo crucificado le habla. Un brujo llamado Bulu-Bulu, encargado de curaciones y hechizos, en quien conviven sus ancestros, cuya hija (Dominga) debe casarse para evitar una maldición que la hace enterrar cada día una serpiente. Un médico—enamorado de una muchacha muerta en una sala de autopsias—que llega a Santorontón y se convierte en su líder. Un matrimonio (entre Dominga y el Coronel) que esperamos que ocurra hasta la culminación de la obra, al cual deben ir los puebleros obligados, porque de lo contrario, se las verán con este Coronel, hijo del “Coludo” (el demonio).
¿Qué más podemos esperar? Una iglesia quemada. Un hombre anfibio. Una muchacha “enlunada”, que se entrega a los hombres para después cortarles los genitales. Una aparecida que persigue al Coronel por haber asesinado a sus padres y que lo obliga a acostarse con ella.
Todo esto en una prosa febril, hechizada de metáforas vivas, embriagada por las relaciones con la naturaleza salvaje de las provincias calientes, en donde todo rima con todo.
No debe sorprendernos que Demetrio dedicara más de 20 años a su composición. Por sobre situaciones y personajes, lo que vuelve sublime la obra es el manejo del ritmo: la prosodia que el autor tilda de una libre exuberancia lírica:
«Bulu-Bulu entre esclavos —príncipes, guerreros, vírgenes, artistas, artesanos, brujos— con cadena al cuello. Entre muchos esclavos. La mitad la devoró la distancia. La otra mitad, ¿estaba viva? Negrero. Bamboleo de las velas. Carcajadas del viento. Dentelladas del sol abrasante. Las tripas resecas de hambre y de sed. Los cuerpos vestidos con huellas de látigo. Negrero. Empujados. Hundidos. Descendidos. Catarata de sangre y de lágrimas. Negrero. ¿Cuántos soles y lunas, hacinados, prensados, muriendo en la cárcel flotante de noches inmóviles? ¿Cuántas veces siete? Con el aro de hierro en el cuello. Unidos por hondas cadenas de hierro y angustia. ¿Cuántos soles y soles? ¿Cuántas lunas y lunas?».
Demetrio es dueño aquí de una prosa fluida y tosca, pero siempre innovadora, como el río que murmura al fondo de cada escenario. Su logro hermana el monólogo interno con el lenguaje oscuro de los hechizos y, tras todo esto, se escucha el barullo populoso del pueblo y sus dudas de ingenuidad misteriosa:
— A lo mejor Santorontón ni existe.
—¿Qué dice?
— Ni ha existido nunca.
— ¿Cómo es eso?
— O lo que pasa allí no pasa.
Tampoco lo que pasa allí pasa en Comala ni en Macondo, pero ocurre de un modo literario y su verdad, por más imaginativa que sea—o justamente por eso—, no es mero hecho fáctico sino crítica subversiva de la realidad.