En 1963, con la misteriosa muerte de John F. Kennedy en Dallas, la principal interrogante en la nueva generación, de la juventud de aquella época, era si su hermano Robert F. Kennedy, Fiscal General de la Nación, podría “recoger la antorcha”, revivir el sueño de la construcción de un mundo más pacífico. Por un lado, los desafíos eran muchos: un país convulsionado, no solo por las desigualdades raciales y sociales, sino también por el despliegue del aparato militar estadounidense en el sudeste asiático. Por otro, la derecha conservadora reunido en Texas con Richard Nixon sentenció: “ya tuvimos un radical en la Casa Blanca, otro (Robert F. Kennedy) sería desastroso”. Lo conocían muy bien.

Ecuador no necesita ser apaciguado. En esa trampa el progresismo ya cayó en 2017 y se volvió “caballo de troya”. La Nación precisa carácter para resolver la crisis, para enfrentar la debacle moral de la sociedad, y para desafiar a propios y extraños. Sin condicionamientos. Ecuador exige ese carácter que solo el paso de los años y la experiencia en la toma de decisiones lo puede dar. Robert Kennedy, ciertamente muy joven, si tomamos en cuenta a los “viejos” asesores de la Universidad de Harvard y Yale, era reconocido por su habilidad política e implacable personalidad para “desatar el ovillo” de las confabulaciones.

Su juventud pasó casi desapercibida en las primarias del Partido Demócrata en 1968, algo muy diferente a lo sucedido en la campaña de su hermano en 1960. Tiempos distintos, la política es dinámica. La sociedad y sus desafíos imponen el ritmo y no los políticos. El progresismo debe reconocer que la realidad lacerante que vive el Ecuador no exige juventud, esta vez, sino carácter, probada habilidad en la toma de decisiones y, sobre todo, capacidad para retar al sistema mismo.

Los procesos sociales impulsan procesos políticos que se transforman en procesos económicos. Solo de esta manera, bajo esta ruta, la juventud entra vestida de gala, como en 2006. En esta elección, el punto de inicio, el proceso social, no se ha gestado. Por lo tanto, el progresismo debe reanalizar su opción no porque sea mala, sino porque la derecha debe enfrentar su mayor miedo: una líder o un líder de los movimientos sociales, una conductora o conductor de las demandas legítimas, un discurso ya posicionado, con fuerza y determinación.

En los sesenta, la derecha le negó a los Estados Unidos la pacificación de su sociedad. Si Kennedy no era asesinado en California y ganaba la presidencia en 1968, la violencia en el mundo se hubiera detenido, como no sucedió con Nixon, posteriormente. Cuidado, más allá de la proscripción aplicada al correísmo, el progresismo sea el que le niegue al país, en los próximos cuatro años, la paz social que le fue arrebatada con la traición, si no le muestra su mejor cara a la sombría restauración conservadora: el rostro de la fuerza de las convicciones y de la probada capacidad para afrontar los retos de una sociedad en ciernes.  

Por Editor