Por Daniel Kersffeld

En términos económicos, y bajo las actuales circunstancias, las empresas farmacéuticas y biotecnológicas son las que más ganancias han reportado, convirtiéndose prontamente, además, en actores con un creciente peso político a partir de sus estratégicas alianzas con distintos gobiernos, tanto de los países centrales como así también de los periféricos.

En tal sentido, no es posible pensar el campo actual de las relaciones internacionales sin tomar en consideración a estos nuevos “actores no estatales”, es decir, a empresas como Inovio, Moderna, Novavax, Regeneron Pharmaceuticals, Astra Zeneca, Pfizer, Johnson & Johnson, las que, al mismo tiempo de aumentar sus ganancias desde el inicio de la pandemia, varias de ellas se han visto beneficiadas por redituables alianzas económicas con gobiernos como los de Estados Unidos y el Reino Unido, en un claro interés por encontrar la cura al coronavirus.

Asimismo, una combinación de ansiedad y de expectativas por parte de la sociedad global, en conjunción con un discurso político que las ha posicionado en la agenda pública, ha terminado por consolidar a estas empresas como actores con amplia capacidad de movimiento internacional y depositarias de un hondo anhelo de salvación.

Asistimos, por tanto, a una redefinición de la “geopolítica del poder”, tal como lo planteaba Claude Raffestin, en el que hilos invisibles de poder son construidos en una suerte de alianza vital entre Estados y farmacéuticas para la futura producción y distribución de medicamentos y vacunas.

Las estrategias encaradas por los gobiernos son variadas, pero todas tienden a fomentar la alianza con empresas farmacéuticas, laboratorios y centros de investigación para encontrar una vacuna efectiva en el menor tiempo posible.

Según datos de la BBC hace tan sólo medio año existían unos doscientos proyectos distintos en todo el mundo para encontrar la cura a esta pandemia, pero dieciocho estaban siendo probadas en seres humanos en ensayos clínicos, en tanto que tres que estaban más avanzadas: la vacuna experimental Sinovac Biotech (de China), la llamada ChAdOx1 nCoV-19 de la Universidad de Oxford (Reino Unido) y la desarrollada por la compañía Moderna (Estados Unidos).

Últimamente, la competencia entre laboratorios daría lugar una “Guerra Fría” renovada, con la entrada de la vacuna Sputnik V, producida en Rusia, y aquella otra creada por los laboratorios Pfizer desde los Estados Unidos. En la actualidad estarían creando sus propias “áreas de influencia” a partir de negociaciones y acuerdos políticos con distintos gobiernos para su compra y posterior distribución. Una vez más, América Latina se ha convertido en un territorio en disputa entre Estados y farmacéuticas, íntimamente ligadas con los intereses estadounidenses, rusos y chinos.

Sin duda, la competencia entre estos países, a los que también se suman Alemania y Francia, podrían acentuar anteriores disputas geopolíticas y, al mismo tiempo, generar nuevas alteraciones en el siempre dinámico campo de las relaciones internacionales.

Con la OMS cuestionada desde distintos frentes por su papel errático frente a la expansión del COVID-19 y con una gobernanza global que, en términos sanitarios, todavía no ha alcanzado amplios niveles de consolidación (y en algunos casos, ni siquiera de coordinación), la escena internacional revela a un conjunto de actores con movimientos autónomos, sin liderazgo y donde todavía se endilgan responsabilidades y culpabilidades por el origen de la pandemia.

Así, la geopolítica contemporánea se estaría reconstruyendo a partir de una multipolaridad en donde los recursos económicos siguen teniendo un peso fundamental, pero donde cobran cada vez más importancia el conocimiento científico y tecnológico aplicado a la salud y un soft power aplicado en un sentido estratégico y destinado a la creación de alianzas y de bloques de poder entre aquellas naciones más afectadas o urgidas por la producción de la vacuna contra el nuevo virus.

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