Jorge Vicente Paladines
Existen dos premisas que intentan responder la pregunta de para qué sirve una Constitución. La primera puede contestarse a través del desarrollo del programa de derechos que armoniza la relación entre el Estado y la sociedad. La segunda apuesta a una compleja –y no tan perceptible– misión: impedir la dictadura. A diez años de la Constitución de Montecristi, también conocida como la Constitución del Buen Vivir o Sumak Kawsay, ¿cuál sería su principal enclave jurídico-político?
Por una parte, las constituciones simbolizan un pacto. Una función heredada de la hoy trillada noción de “contrato social” que fuera desplegada por los contractualistas del Siglo XVII y vigorizada por Rousseau en el Siglo XVIII. Se trata de la concesión de derechos que, en contrapartida, esperan la protección y mantenimiento del orden mediante la organización de un aparato burocrático-militar denominado como Estado. En esta ligera descripción se fortalece la metáfora liberal sobre los derechos; una categoría que confirma subjetividades a través de formas como la ley o los principios.
Cada constitución es portadora de olas y contra-olas de derechos. Algunas constituciones son recordadas como la expresión del progresismo jurídico (La Gloriosa, 1944); mientras otras como un emblema de la regresión de derechos, el conservadurismo y la tiranía (La Carta Negra, 1869). De cualquier manera, las constituciones pueden ser medidas o evaluadas a través del reconocimiento, supresión o ampliación de derechos, para lo cual se emplea una didáctica –y no menos real– descripción que interpreta su evolución. Así, Thomas Marshall concibió cada era de derechos como la posibilidad de construir ciudadanías. De este modo, aún se habla de los derechos de `primera´ y `segunda´ generación, es decir, de los civiles y políticos –o simplemente civiles–, así como los económicos, sociales y culturales –o simplemente sociales–. Sin embargo, el catálogo de derechos se ha ampliado a más formas de ciudadanía, hasta encontrarnos con los derechos colectivos y de la naturaleza, además de los derechos que se circunscriben en la era de la información. En otras palabras, el derecho constitucional contemporáneo se puede identificar por su cercanía o distancia con un programa de derechos civiles, sociales, difusos y de la información.
La Constitución de Montecristi ocupa el veinteavo lugar en nuestra historia republicana desde creado el Estado del Ecuador, siendo la partera la Constitución de 1830; por ende, relación república y constitución más que circunstancial fue determinante. La característica que distingue a la Constitución de Montecristi en esta línea de tiempo es la creación de un novedoso programa de derechos, acompañado del desarrollo de otros. El centro por el que gravita el entramado de sus 444 artículos son, en definitiva, los derechos sociales, colectivos y de la naturaleza. Aunque la Constitución de 1998 también apelara al reconocimiento de metáforas sociales y colectivas, sólo es en 2008 que se amplifica la esfera de estos derechos a través de un programa más elaborado.
A pesar que la organización de los artículos no permite el estudio sistemático de un programa, es patente que en Montecristi se apostó a un Estado donde lo social se convirtió en lo sustantivo de las formas jurídicas. No sólo de manera expresa se refleja esta característica, sino también mediante claros signos que permiten visibilizar el dolor de quienes históricamente han sido marginalizados por las políticas públicas y las leyes, aquel grupo humano a quien Galeano describiera como “los nadies”.
Los nadies están visibles en el Título II de la Constitución de Montecristi. Son los discriminados (§11.2), los que padecen hambre y que con suerte reciben comida de mala calidad (§ 12-13), los que viven en entornos contaminados (§ 14-15), los que no forman parte del derecho a la información porque la libertad de expresión podría equivaler a la mera libertad de empresa (§ 16-20), los desarraigados de su cultura sin posibilidad además de participar en la comunidad científica y tecnológica (§ 21-25), los destinatarios del desmantelamiento público de la educación (§ 26-29), los sin tierra y sin techo (§ 30-31), los que padecen más sus enfermedades por no tener dinero (§ 32), los desempleados y sin previsión social (§ 33-34), los desechables por su edad (§ 36-38), los jóvenes sin oportunidades (§ 39), los migrantes que deambulan por el mundo (§ 40-42), las mujeres doblemente discriminadas en razón del embarazo (§ 43), las niñas, niños y adolescentes a quienes el Código Civil los “emancipa” o licencia para trabajar aunque no vayan a la escuela (§ 44-46), los discapacitados tratados como minusválidos (§ 47-49), los desahuciados a morir (§ 50), los castigados por la sociedad y los sistemas penales (§ 51), los usuarios de las desigualdades del mercado (§ 52-55), los colectivos que sobreviven al colonialismo (§ 56-59), los que sirven en ciertas formas de democracia sólo para delegar y no participar (§ 61), entre otros.
La consolidación de un programa de derechos no sólo depende del reconocimiento de estos grupos, sino también del método con que se cuenta para efectivizarlos. Con mucho desacierto se ha considerado que los derechos civiles y políticos guardan prelación frente a los demás, porque imponen un deber de abstención del Estado, una prestación negativa como diría Isaiah Berlin en 1958. Sin embargo, el Estado también tiene la obligación de hacer o intervenir; una prestación positiva como vía para materializar los derechos sociales, pues de otra forma su consagración constitucional caería en un plano demagógico. En otras palabras, la realización de los derechos sociales no deviene de la caridad o filantropía, sino de la ingente inversión pública desdeñada muchas veces bajo la terminología neoliberal de “gasto”. Los derechos sociales cuestan; en ello recae la organización de un verdadero Estado Social. De esta manera, la construcción de escuelas, el empoderamiento científico y tecnológico de la educación, el desarrollo urbano y rural mediante una renovada conectividad vial, la tecnificación y ampliación de la cobertura hospitalaria, entre otras, son formas que hacen de la constitución un contrato y no una promesa.
En la Constitución de Montecristi hay además una sintonía entre los Títulos VI y VII. Aquí subyacen las reglas del mercado y del sistema económico y financiero hacia los elementos que integran y posibilitan lo social. La definición del Buen Vivir o Sumak Kawsay no recae entonces en ningún azar ni percepción esotérica. Tampoco en la utopía de conceptos kantianos como el gutes Leben. Su objetivo es la realización de la vida, el Al-Hayat (حياة) que los filósofos árabes plantearan como un sentimiento donde nadie puede ser feliz sin que otro también lo esté.
El sujeto de la Constitución de Montecristi son los nadies. A ellos responde su programa de derechos. Por ello, a pesar que se rece que el Ecuador es un “Estado Constitucional de Derechos y Justicia” (§ 1), la estructura en sí de la constitución no puede ser definida por su método. Ecuador es un Estado de ciudadanías móviles, de una construcción heterogénea de políticas para llevar a cabo la felicidad de sus habitantes. El nuevo constitucionalismo –calificado desde Noroccidente como “constitucionalismo latinoamericano” para no llamarlo como “salvaje”– debe aceptar que esta forma de reescribir los derechos sociales depende de decididos procesos políticos y sociales, algunos muy próximos de ser tachados de populistas. Por el contrario, si invocamos el espíritu de Montecristi para perfeccionar las “reglas” del libre mercado en lugar de un sólido Estado Social, habríamos de vivir en la constitución de la nada…