Carol Murillo Ruiz

Hoy se cumple un año de la victoria electoral de Lenín Moreno. Victoria no exenta de sinsabores, infamias y odios ni tanto contra el personaje en cuestión sino contra quien lo ‘apadrinaba’ y contra las ideas que sostenían su propuesta política: tener un plan de gobierno que continuaría la revolución ciudadana.

La fecha también nos recuerda que entonces el Ecuador era mirado internacionalmente como el país en el que se jugaba la fuerza política y simbólica de los gobiernos progresistas de la región. Me atreví a decir en el canal Telesur, esa noche, razonando el resultado electoral, que con el triunfo de Moreno se rompía el maleficio de las derechas sudamericanas. Incluso escribí un artículo explicando por qué vote por Lenín Moreno.

La realidad, ¡siempre la realidad!, un año después, impone observar y analizar las cosas tal como son y no como quisiéramos que fuesen. Es tiempo de decir que me equivoqué de la A a la Z y que tal error implica pensar –también- por qué un proyecto político no halló otras vías y liderazgos para planificar una nueva etapa y cumplir con el objetivo de revolucionar socialmente al país.

Ahora vivimos un clima político confuso y permeable a las opiniones (liberales) que guían la comprensión de los fenómenos sociales y económicos. Semejante dinámica ayuda a matizar qué hemos entendido por democracia y cómo la vivimos o ejercemos.

Todos hoy le apostamos a la democracia. Derechas e izquierdas. Se ha hecho abstracción de las (seudo) prácticas democráticas y superponemos un concepto ordinario de democracia en procura de no dañar la intencionalidad política de participar –electoralmente- con las reglas que la mayoría acepta. Así surgieron y se afianzaron los gobiernos progresistas latinoamericanos en los tres últimos quinquenios. Y así, sus adversarios, se prepararon para romperlos; porque los defensores de la democracia clásica no toleran un Estado social ni la necesidad de reforzar la vigencia de lo público. Pero asimismo, el imperativo de reformar el Estado fue la base para que el progresismo pudiera tener un panorama político más amplio y respaldado por la ciudadanía.

¿Por qué nos apegamos tanto a la premisa de que la democracia es un modelo de justicia? Al parecer, en el fondo, aspiramos una institucionalidad que atienda las demandas de la gente. Le apostamos a algo instalado ya en el fuero interno de cada persona: la democracia es igual a libertad. Ergo, la idea de democracia es más ambiciosa que la realidad democrática. Y nunca se funden o integran.

La realidad democrática latinoamericana ha demostrado que el Estado aún encarna los intereses de (los) varios grupos de poder que disputan su dirección y manejo. Lo vimos en la oposición, verbi gratia, que se hizo al correísmo en el Ecuador a través de los ataques, muy violentos, a leyes como la de Comunicación o de la Plusvalía. Estos dos ejemplos sintetizan qué entienden las derechas e izquierdas criollas por democracia: un sistema de privilegios donde la libertad atañe a quienes dominan el imaginario (lo ideológico) y lo concreto (la economía); y, en paralelo, a quienes operan el execrable arte de presionar al ‘poder’ por prebendas de baja y/o alta estofa.

Si hoy esos grupos señalan que por fin –con Moreno- volvimos a respirar democracia y aires de libertad, lo que hacen es legitimar la (su) realidad democrática como zona de toma y daca, y no la noción de percibir la democracia como un modelo de justicia. O sea: priorizan alianzas entre iguales y goteo entre diferentes.

La realidad democrática del Ecuador hoy es tan sórdida que por descarte llegamos a la conclusión de que la democracia es apenas verborragia para los grupos de poder que hoy empujan las decisiones políticas y económicas del actual gobierno.

No de otro modo puede deducirse que mientras un sector se desgañita defendiendo la identidad social del Ejecutivo, el otro sector se concentra en marcar la ruta económica de la patria entera. Sí, la realidad se impone. La realidad democrática de los que mandan desde fuera a los que pululan en Carondelet.

Sí, derechas e izquierdas ponderan las bondades de la democracia. Es hora de preguntarse en qué momento las izquierdas, específicamente, pondrán en discusión un modelo que se ha encargado de homologar la filosofía de la libertad y la muerte de todo conflicto político e ideológico concreto.

Debatir el tipo de democracia que tenemos es el punto de partida para entender por qué este régimen ha hecho vicio y no virtud de la realidad democrática presente.

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