Por Gonzalo J. Paredes

Desde 2008, Ecuador contribuyó con un avance sustancial a la teoría política y a la convivencia social a través de una nueva estructura republicana en su Carta Magna. Las experiencias de este país andino facilitaron su concepción: i) la llamada “partidocracia” se repartían las instancias de control y fiscalización que al final no hacían ni lo uno, ni lo otro; y, ii) con base en la primera, la función ejecutiva, rehén del legislativo y de los poderes fácticos incrustados en él, desembocaba en incontables “caídas”. A la sociedad civil y a las organizaciones sociales se les enajenó su lugar en la tradicional estructura política. La dictadura militar de los setenta lo procuró y la Constitución de los noventa (elaborada dentro de los muros de una academia de guerra) la consolidó. Por lo tanto, el conflicto se exacerbó y se extendió hasta los primeros años del siglo XXI.  

No existe procesos políticos sin antes ponerse en marcha procesos sociales. Es secuencial, sobre todo si describimos revoluciones. La Constitución de Montecristi implicó esto último. La primera experiencia, junto al proceso social, llevó a la creación de dos nuevas funciones del poder del Estado y escarmentó a la vieja clase política hasta cuando conoció el ocaso. La segunda, desembocó en una innovación en el tratamiento de los conflictos sociales: no existe destitución en las pugnas de poder por el control del Estado, sin antes invocar al pueblo. Cualquier usurpación es considerada dictadura. No hay lugar para los “interinazgos” (¡Qué fea palabra!).

Los conflictos se evidencian como intrínsecos en las sociedades y más en las latinoamericanas que se reconocen como profundos. Con esta advertencia, el ordenamiento institucional y jurídico debe evitar derramamientos de sangre y frenar la obstinación por el poder que se considera público. La mencionada innovación alcanzaría esto y más: la paz social. La convocatoria a las urnas puede lograr no solo un reconocimiento o un rechazo de aquellos gestores de la destitución, también de los destituidos. Por lo tanto, no hay lugar para la insubordinación, ni la conspiración, si se invoca al 130. Lo que antes se hacía con los “amarres”, ahora lo viabiliza la democracia directa.

Nadie en las funciones del poder del Estado puede ignorar este amortiguador de los conflictos sociales, y más si se magnifican. Guillermo Lasso está de alguna manera cosechando en su presidencia lo que el pacto con Moreno le dejó: la capacidad de movilización de las organizaciones sociales y la ausencia del Estado en las más urgentes necesidades de la población. Moreno le aseguró llegar a la presidencia, pero no permanecer en ella. Un regalo envenenado propio de un traidor. La Asamblea Nacional esta envestida para evitar un derramamiento de sangre, la destitución es un acto constitucional.

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