Por Luis Herrera Montero
Las declaraciones de Lenín Moreno, sobre diversidad de temas de importancia política nacional e internacional, son retrógradas. Ha proclamado tan desvergonzadamente un irrespeto público sobre las gloriosas manifestaciones populares de octubre de 2019. Recordamos como el pueblo, en las calles, impidió la eliminación del subsidio a los combustibles. Durante el diálogo televisivo, Moreno y su comitiva gubernamental fueron colocados en ridículo por los dirigentes de los movimientos indígenas. Vanagloriarse hoy, por oficializar incrementos por mes en los precios de los combustibles, es un acto de cinismo y cobardía, pues se aprovecha de que el pueblo no reactive las movilizaciones a causa simplemente del fenómeno pandémico por covid19.
Igual de desvergonzados son los pronunciamientos de Moreno sobre la actual situación que atraviesa la hermana nación de Colombia, por denotar ignorancia en cuanto a las razones que motivan la legítima insurrección poblacional en todo el territorio colombiano. Resulta trágico hacer juego a la miserable vulneración de los derechos humanos, encubriendo el uso excesivo de la fuerza represiva y variedad de asesinatos a líderes sociales, a causa de ejercicios fascistas y de un inaudito terrorismo estatal, claramente propiciado por el uribismo.
Ante esta lamentable situación, el reciente triunfo electoral de las oligarquías, aglutinadas en las reaccionarias representaciones de Guillermo Lasso y Jaime Nebot, dan cuenta de una incomprensible regresión al más absurdo conservadurismo político, además de reforzar un nefasto alineamiento con fuerzas totalitarias y fascistas de América Latina. El 11 de abril de 2021, se promovió electoralmente la recomposición oligárquica en la institucionalidad estatal del país, que desdice de los logros conseguidos en materia constitucional. El proceso obviamente lo inició el régimen de Moreno, pero indudablemente las marcas conservadoras recuperaron el terreno perdido. Así también, en materia regional y global, tomar partido por los fascismos, como Guillermo Lasso lo ha hecho al declarar su admiración por Uribe, es doloroso en lo cívico, democrático y ético. De ahí la necesidad de reflexionar sobre los prejuicios clasistas respecto a tendencias que están marcando desbalances en la hegemonía del fascismo neoliberal, sobre todo en Latinoamérica. Tales prejuicios clasifican en contenidos de antivalor a corrientes como el populismo, el progresismo y la participación popular.
El populismo ha contado con una diversidad muy grande de enfoques. Ernesto Laclau catalogó el fenómeno como demandas insatisfechas de poblaciones que viven en condiciones de marginalidad y que realizan exigencias legítimas al sistema a través de liderazgos que sintonicen con sus necesidades. Los pueblos protestan, reclaman y se manifiestan conforme aprendizajes gestados en sus realidades. En consecuencia, los prejuicios que desprecian tales demandas de los pueblos, clasificándolas como resultado de manipulación, no son más que demostraciones de vanidad, propias de elitismos que deben ser mucho más cuestionados que las poblaciones manipuladas. Es decir, el populismo puede ser criticado, al igual que cualquier otra manifestación, pero no desde prejuicios elitistas; menos aún, cuando esas clases dominantes también han apelado y puesto en práctica estrategias populistas, con el único propósito de sostener el ejercicio sociocultural de hegemonía. Las derechas políticas no atienden las demandas sociales, sino que las usan para reproducir su predominio político e ideológico, desde inaceptables complejos de superioridad.
Las propuestas de cambio social deben tener muy presente las demandas insatisfechas de las poblaciones, pues es con ellas que debe gestarse la transformación. Entonces despreciar al populismo implica también despreciar dichas demandas sociales, que es donde inician las resistencias a la dominación. En América Latina urge comprender que los procesos revolucionarios no pueden obviar las demandas de sus pueblos, pero deben abordar aquellas en consistentes procesos de lucha orgánica, que definimos muchos como participación popular: así lo han postulado connotados autores y autoras latinoamericanos (Paulo Freire, Orlando Fals Borda, Óscar Jara, María Lugones, entre los de mayor reconocimiento). Podríamos, entonces, argumentar que un proceso de lucha organizativa inicia en y con las demandas de sus pueblos, pero que trabaja en ellas para construir otras conciencias de clase y voluntades de poder.
Por su parte, el marxismo hace mucho tuvo presente la necesidad de ir de una conciencia en sí, que se caracteriza por la demanda social, a la conciencia para sí, que transforma esa demanda en procesos sostenidos de lucha política por el cambio, tornándose no solo en práctica, sino también en cultura popular, desde la gramsciana filosofía de la praxis, como lo han sostenido Freire, Fals Borda, Jara y Lugones. En cambio, el posestructuralismo se ha inspirado en filosofías que integran deseos y emociones por devenires diferentes, tratados en el tema de la voluntad y las pasiones alegres (legados importantes de Spinoza y Nietzsche). Entonces la propuesta populista, de acuerdo con la perspectiva de Laclau, no se aleja de procesos de acción popular, por el contrario, se proyecta en ella de manera plural y heterogénea, pero sin desmerecer el requerimiento de tejer también propuestas de acción unitaria.
En materia de progresismo, vale aclarar que no se plantea un alineamiento por posturas hegelianas y evolucionistas. No se trata de reproducir la creencia de la modernidad como paradigma de progreso uniforme, basado en la renovación fundacional de la cultura occidental. En los legados marxistas de Walter Benjamin y Ernst Bloch ese paradigma de progreso no tiene valor; por el contrario, estos pensadores sostienen la necesidad de otra modernidad y afirman también una revitalización de la comunidad originaria en un nuevo ciclo vital y social; algo muy similar a las propuestas de los movimientos indígenas latinoamericanos. En esta perspectiva, lo que se rescata del progresismo es su oposición al neoliberalismo, como prioridades de lucha que se exigen en el tablero político glocal. No es posible todavía la concreción de una sociedad inspirada en lo popular, cabalmente por la presencia que aún tiene la hegemonía neoliberal en la correlación de fuerzas a nivel planetario, que impiden que las revoluciones hacia otro mundo posible se concreten de inmediato: pues son utopías a largo plazo. El progresismo, así comprendido, es tan solo una etapa de transición hacia otro mundo posible; es decir, nunca reemplazará a la revolución, pero se proyectará hacia ella por medio de indispensables reformas socio-estatales, que combinen realidades plurales de lucha con un acuerdo societal universal, adverso al capitalismo neoliberal.
Acontecimientos como los de Perú y Colombia reactualizan el debate recientemente expuesto. El último suceso electoral en Perú coloca en el escenario político aquellas demandas sociales insatisfechas, que exigen un nuevo estilo de gobierno y conformación estatal. Afirmar que es ya el advenimiento de una revolución, en el hermano país, sería apresurado. La figura de Castillo emerge en la escena electoral en calidad de populismo, en consonancia con la conceptualización de Ernesto Laclau. Ahora su perspectiva, conforme los discursos emitidos, se perfilan hacia un gobierno de corte progresista. En el caso de Colombia, en cambio, la ira popular contiene trayectos de organicidad y defensa de derechos ante tanta persecución y asesinato, propiciados por un régimen de terrorismo de Estado. Tal descontento popular tuvo ya manifestaciones significativas de movilización el año pasado, que hoy resurgen por imponerse una descarada reforma tributaria y de corte neoliberal.
La historia de estas dos naciones conllevó años de violencia por la innegable presencia de estructuras armadas o guerrillas, que sufrieron desgaste social por no corresponder a propuestas de democracia popular. Esta limitación fue muy bien aprovechada por los regímenes totalitarios de Fujimori y Uribe, respectivamente. Sin embargo, también debe reconocerse que en estas dos naciones se ha producido mucho en materia de participación popular, que debe ser sin duda la ruta hacia el horizonte utópico poscapitalista. Ahora que tal proceso requiere de la instauración de gobiernos de transición progresista, que sepan articular las demandas insatisfechas de sus pueblos con la participación popular hacia democracias poscapitalistas.
En Ecuador el panorama es diferente. Perú y Colombia han retomado mucho de las propuestas de lucha que devinieron en el proceso constituyente del 2008. Conforme los resultados de la primera vuelta, con los que se constató que la centro izquierda e izquierda superaron el 51%, muchos confiamos en que el espíritu constituyente se reposicione al menos en el escenario de la Asamblea Nacional, donde el bloque de UNES ha demostrado madurez política, al ofrecer la posibilidad de que otra tendencia de centro o de izquierda asuma la presidencia de este organismo. Ojalá Pachakutik se diferencie de lo producido en la segunda vuelta y no de pie a negociaciones con la derecha y su bloque CREO- PSC.
Las conciencias y voluntades ciudadanas, que nos inspiramos y fundamentamos en otro poder, auténticamente democrático y comunitario, deseamos que Castillo triunfe en junio y que la crisis en Colombia termine con el régimen uribista y que lleven también al triunfo electoral de Petro, el próximo año. En ambos contextos, valga la insistencia, se debe atender las demandas insatisfechas de sus pueblos, a través de gobiernos progresistas, pero en trayecto hacia y culturas políticas de democracia popular o participativa. En nuestro Ecuador, en cambio, urge el gran acuerdo antineoliberal en la Asamblea, para recomponer un gran bloque, que primero recupere el poder gubernamental, para reconstruir el proceso, rigurosamente establecido en los principios constitucionales, que las oligarquías han interrumpido. Nos urge la concreción del buen vivir y de la democracia participativa, pero entendiendo el tablero político de correlación fuerzas y las necesidades de etapas transitorias. Cierro el presente texto, con la esperanza de que lo planteado no sea un sueño sin anclaje real.