Santiago Rivadeneira Aguirre
La democracia -banalizada bajo las presentes circunstancias históricas mundiales y locales- se ha convertido en un aparente vacío sin sustancia, asociado solo a las tramas cómicas, fraguadas por la voracidad incontenible del capital norteamericano y la de sus adeptos, (incluyendo la desfigurada Comunidad Europea y la de los acólitos criollos) atrapada, esa noción de democracia, en la irracionalidad y la vileza del sistema.
“Bárbaros europeos”, -decía Diderot con euforia en 1781-, frente a la política colonialista de la época. Y como sintiendo hacia dónde iba la “aritmética política” de esas nacientes naciones, agregaba: “Hago aquí protesta solemne; y si por un momento ceso de veros como nubes de buitres hambrientos y crueles, con tan poca moral y conciencia como esas aves de rapiña, ¡ojalá que mi obra, ojalá que mi memoria, si me es permitido esperar el dejar una después de mí, puedan haceros caer en el último desprecio, ser un objeto de execración!”.
Porque hemos sostenido un falso debate plagado de matices y ambigüedades, de extrañas circularidades, de digresiones que van y vuelven, de vacíos semánticos sin que la fuerza de los hechos pudiera señalarnos un culpable directo.
En sociedades como las europeas, minadas ahora por la acumulación de vehementes conflictos culturales y económicos provocados por políticas de desigualdad y asimetrías, el imperio norteamericano proporciona los límites y la medida de las cosas. Vivimos -para decirlo con Zizek- los dos rasgos que caracterizan la atmósfera ideológica actual: ‘la distancia cínica y la plena confianza en la fantasía paranoica’. La actual crisis mundial que se traduce en agravios y provocaciones de parte de Estados Unidos, de intimidaciones y amenazas, ligadas a chantajes sistemáticos contra países que contradicen las disposiciones imperiales, tiene un solo nombre: la hegemonía consolidada.
Lo que pudimos constatar estos últimos años, no solo fue el incumplimiento de las promesas electorales, tanto de Obama como de Busch, sino el aparecimiento de un siniestro teatro de marionetas encabezado ahora por un nuevo titiritero, mucho más sagaz que los anteriores, más perverso y dispuesto a profundizar la supremacía de su país, sin miramientos o medias tintas. Tiene el aura representativa de ser el ‘refundador’ de la supremacía estadounidense y eso es suficiente para que se pueda consumar el nuevo embaucamiento.
Deberíamos hablar sobre todo de “monstruosidad” cuando Trump se convierte en ese “Dios perverso”, a través del cual operan mecanismos de sometimiento y coerción, que han puesto en vilo la convivencia y la paz del mundo. En la jerga presente del imperialismo, revisada y corregida por el galimatías de este amo absoluto, las palabras que más se repiten son “democracia” y “libertad”. La libertad y la democracia que Trump quiere es la del capitalismo expandido y globalizado: libertad de enriquecimiento para los grandes propietarios de los medios de producción, los consorcios descomunales, de los traficantes de armas, de las logias del narcotráfico. En definitiva, el lado obsceno y burdo del sistema, como dice Chomsky. Diderot explicaba que “querer ser rico más allá de las necesidades normales, es ya ser criminal”. Eso son Trump, Obama o Busch, unos patibularios repugnantes, de acérrimo pensamiento, de prácticas descomunales y arbitrarias que se sostienen en la lógica de su moral del “buen lucro”.
El presidente de los Estados Unidos es el único que va más allá de su propia existencia, es decir, que casi no tendría necesidad de existir para lanzar la infelicidad sobre la humanidad. Es el mejor invento del capitalismo negligente, que mejor se configura en el orbe. Es el señor y dominador del cielo y la tierra, destinado a salvar el alma y el espíritu de todos. Con ese título de revista farandulera se pasea por el mundo y puede visitar al presidente Ruso, Putin, acusado en su momento de terrorismo y de intromisión, lo mismo que al presidente de Corea del Norte Kim Jong-un, o susurrarles al oído de los mandatarios de la Comunidad Europea las conveniencias estratégicas de su política internacional.
Su consigna es irreversible: “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad”. El sofisma legitimador del orden establecido. Esa es la vieja y nueva fórmula que evitará todas las dificultades, si se la adopta con premura y sumisión, como lo hacen los gobiernos neoliberales de la región, incluyendo el del actual presidente Lenin Moreno. Y eso significa suprimir jurídica y físicamente a los “tiranos” y a los “traidores” o de perseguirles en donde pudieran hallarse. Pero los extremistas son designados por el mandamás de la Casa Blanca a través de sus organismos de control y en la lista negra estarán tanto moros como cristianos, si las razones de estado y la seguridad lo demandan. Esa es la «enfermedad moral» para definir a los oponentes como «enemigos» y no como adversarios.
Los hechos últimos nos conciernen a todos y deben ser recogidos y amplificados a la escala de un mundo en constante intranquilidad.