Por Santiago Rivadeneira Aguirre
A María Paula Romo, el personaje de los excesos del morenato, la descabalgaron del poder. Y tal como el turbio personaje de Ricardo III, que Shakespeare construyó para mostrar los entresijos del autoritarismo, también ella habría podido repetir: ‘¡Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo! Un jamelgo más bien para continuar en la tarea de usurpar y saquear que se inició con la felonía del presidente Lenín Moreno, empeñado desde el comienzo en desmantelar la democracia.
La maldad convulsa y enloquecida de este ‘antihéroe’ de la política ecuatoriana, la convirtieron en la conspiradora refinada, que hizo gala de la trampa como un derecho natural. Porque a la doctora Romo no solo le movían la ambición y la codicia: fue capaz de asumir su rol, como si se tratara de un designio divino. Y es, a no dudarlo, el gran paradigma de la contumacia, de la terquedad y la obstinación. Por eso se creó a sí misma, casi como un prototipo serial, para poder trascender la simple funcionalidad del cargo. Ahí reside su megalomanía.
La exministra, minutos antes de ser censurada por la Asamblea Nacional, vociferó y reclamó por su autenticidad democrática cuando se propuso,-dijo- en octubre del año pasado, ‘detener el golpe de estado’ contra el gobierno de Moreno, alentado por grupos subversivos y terroristas alineados con el correismo. Nunca pudo evitar ser lo que es. Y, de ese modo, asumió su condición luciferina como una cualidad sin par. Dentro del mismo esquema de perversidad, no resolvía conflictos, los activaba, para llegar al objetivo primordial: ocupar el lugar del poder. Así inició el camino placentero de la usurpación, con un esmero sin escrúpulos.
Un personaje de este tipo, siempre estará más cerca de la psicopatología. Los señalamientos sobre la venta de hospitales y otros chanchullos graves, no le incomodaron. Acostumbrada a la traición, como práctica y filosofía, quiso aludir a su supuesta ‘transparencia desarmante’.
Habría que suponer, además, que el concepto de caducidad que manejó María Paula Romo, para construir gran parte de su defensa, ya no tiene que ver solamente con las bombas lacrimógenas utilizadas por la Policía Nacional contra las manifestaciones populares. Porque la exministra, con prodigiosa mala fe y cálculo, elaboró algunos argumentos para desestimar el juicio político.
Veamos algunos: 1. La idea de que los hechos de octubre constituyeron una intentona de golpe de estado, para derrocar al gobierno de Moreno y no la reacción popular contra las medidas económicas y el decreto 883. 2. La intromisión de fuerzas extrañas, auspiciadas por Venezuela, Cuba, Rusia, Nicaragua, y otros entes subversivos de filiación comunista, lo cual supone un complot internacional inaudito y poco creíble. 3. El juicio político, era un subterfugio banal de la oposición que apuntó a ‘cuestionar’ y ‘sancionar’ el trabajo de la policía. 4. El suyo es un momento de sacrificio y renunciamientos que le imponen las circunstancias, que después deberán ser procesados más allá de la historia. 5. El juicio solo fue el artificio fraguado por asambleístas a quienes ella denunció y persiguió por sus actos de corrupción y por quienes están comprometidos con las denuncias en el caso de la Isspol.
Siendo como era, la mandamás del gobierno de Moreno y el brazo ejecutor de cierta embajada, que ejerció su cargo con total dominio e impunidad, trasladar ese concepto sobre la caducidad de las bombas lanzadas por la policía, también al terreno de las ideas, de la política, del pensamiento y de la democracia, solo tiene una conclusión: lo caduco, como expresión de desgaste, está atado al tiempo y a la temporalidad de las cosas y los hechos. Sus signos rituales, más próximos al contubernio y la procacidad, también marcaron su despedida de la política (ojalá para siempre). Ahí está la imagen de la caducidad y de la usurpación, cuando le vimos constantemente rodeada de la cúpula policial, lanzando denuestos contra el progresismo. Transformada en un cadáver que pronto comenzará su atroz descomposición, hay que suponer, además, que aquella opción política de supeditar el entreguismo y sus intereses personales al proceso evolutivo del país, igualmente deberá quedar como constancia de su gestión.
Cuando la noción de caducidad se refiere a los principios, estaríamos hablando de decadencia. Caducidad, decadencia y usurpación son los eslabones de la misma cadena de impunidad que la exministra (y el gobierno de Moreno) manejó de modo abyecto. Son los elementos de la mediocridad del sistema que la exministra usurpadora, convirtió en sus valores y principios. Su tragedia es haber vivido prisionera de esas falsas convicciones, de la pequeñez manifiesta; prisionera de la ruindad y de la incontenible declinación política, ideológica y moral de su gestión. María Paula Romo fue, por último, el escorpión destructivo, como en la célebre fábula de la rana y el escorpión, -atribuida a Esopo- incapaz de renunciar a su propia naturaleza.
La tarea de la derecha y de Moreno para destruir la democracia y la institucionalidad, estaría a punto de consumarse. Lo fundamentalmente vil han sido el odio y la maldad, ambos como parte de la deslealtad que desde el comienzo del gobierno de Lenín Moreno, -como personaje secundario, por supuesto- le sirvió a la derecha para aniquilar el estado de derecho y gobernar a sus anchas. Parte de la perversidad y la corrupción ética y moral se explica en la gestión de Romo, como hecho deliberado, al haber mancillado la Constitución y las leyes, con el apoyo incondicional de la prensa aprovechada, las cámaras de la industria y la producción, los banqueros y la elites económicas, para provocar lo que -hasta ahora- parecería irremediable: radicalizar el neoliberalismo.
Al haberse propuesto la descomposición de la institucionalidad, para provocar lesiones en el tejido social del país, habría que suponer que la única aspiración de la derecha es la destrucción del sistema democrático. Y esto es lo verdaderamente raro porque parece ir a destiempo con el momento histórico. Los pronunciamientos del exaltado de Nebot Saadi, lo confirman, cuando propone para el país extender el ‘modelo exitoso’ de Guayaquil al resto del país y suscribe, de manera fatua, el ‘quechusismo’ de su protegido, el candidato banquero Lasso. ¿Por qué no aceptó la candidatura a la presidencia, entonces?
La transmutación del discurso neoliberal para confundir y engañar a los ciudadanos, -lo vimos en la consulta popular- tiene una sola contraseña: la proscripción total del ‘correismo’ y de las fuerzas progresistas que respaldan al proyecto de la Revolución Ciudadana. Porque el uso chapucero e inmoral de este principio, que se traduce literalmente en la ‘eliminación del enemigo’, (ese fue el discurso de la Romo) es la extensión de cierto fascismo que ahora mismo intenta nuevas formas de exterminio. La derecha necesita acabar política y jurídicamente a Correa, para justificar su imposición de ley, para naturalizar el atropello a la Constitución e instrumentalizar sus apetencias electorales. Esa es la ‘singularidad obscena’ que, como en El Proceso de Kafka, admite la ‘forma jurídica’ con la cual se quiere violar las elecciones y el derecho a la participación de la alianza Unes y Centro Democrático.
Definido el territorio de esta nueva transgresión, no hay otra prerrogativa que salir a las calles. Como sujetos libres capaces de determinar libremente nuestras acciones, debemos ahora mismo exponer ante la faz del país y del mundo el atropello a la Constitución y las leyes de la República. No podemos aceptar la idea de un ‘suicidio del estado de derecho’, a través del desconocimiento de la ley, o, lo que es más grave: el pretendido fraude electoral. Salir a las calles a defender la democracia y la soberanía, insistimos, es un imperativo histórico de todos los ecuatorianos, independientemente de sus respectivas ideologías o de sus respectivas definiciones partidarias. Y, además, para poner en evidencia a los espantajos reaccionarios disfrazados de demócratas, enquistados en el CNE y en el TCE.