La geopolítica del miedo se centra en una globalización sin control y en el temor ancestral al contagio. El deseo de preservar obliga a pensar en nuevas formas de comunidades a partir de dispositivos tecnológicos y de una renacida fe en la capacidad salvadora de la ciencia. Sin embargo, la irradiación geográfica del coronavirus genera retracciones y aislamientos junto a fórmulas antiguas (y que se pensaban perimidas) como cuarentenas y cordones sanitarios. La salud pública convive así con los imperativos de la seguridad internacional. En materia de relaciones internacionales, los actuales efectos de la pandemia a nivel global ya son evidentes y preanuncian cambios y reacomodamientos de mayor magnitud a lo que se ha visto hasta el momento.
En Estados Unidos, el presidente Donald Trump, en campaña por su reelección, asumió tardíamente el problema del contagio masivo en el que, según las perspectivas más optimistas provenientes del propio gobierno, se calcula al menos 100 mil muertos en el corto plazo. La alarmante situación, que entró de lleno en la campaña electoral, es asumida con discursos épicos y nacionalistas, y también con una fuerte dosis de rechazo hacia China.
Así, el “virus chino” señala al nuevo enemigo a vencer en un país que persiste en su aislamiento: la constante aparición en medios del Presidente ha contribuido a fortalecer su imagen, luego de la aparición de las primeras señales de alarma frente a una eventual derrota en las elecciones generales de noviembre, sin que todavía esté decidido quién será su contendiente (aunque lo más probable es que se trate de Joe Biden, ex vicepresidente de Obama, de tendencia moderada y una de las principales figuras del establishment del Partido Demócrata).
La principal preocupación para Trump, pero también para la clase política estadounidense (quizás en la actualidad, el único factor de unidad entre republicanos y demócratas) es que, pese a todo, el coronavirus implique un resurgimiento de China como aquella potencia asiática que podría aprovechar la coyuntura global para disputarle la supremacía a los Estados Unidos que, aunque en decadencia, todavía puede ser percibida en un Occidente cada vez más caótico. De allí las advertencias de núcleos de opinión y de diversos think tanks estadounidense de que una eventual recuperación económica de China, sumado a su política científica y tecnológica de contención y de combate al COVID 19 implicaría, además de todo, una confrontación directa hacia los modelos de democracia liberal y republicana prevalecientes en los países americanos y europeos.
Por su parte China, a quien se sigue señalando sin mayores pruebas como responsable de la pandemia, aprovecha la crisis del modelo europeo para tender sus lazos políticos y cooperativos ante las urgencias médicas de países asolados por el coronavirus como España e Italia, dos naciones que más allá de su ineludible aporte cultural y sentimental para las naciones latinoamericanas, se encuentran muy lejos del corazón económico europeo centrado hoy (como desde el fin de la última guerra mundial) por Alemania y Francia, y en los últimos tiempos también por Holanda. Mientras tanto, en el otro extremo del continente, en Hungría, el gobierno de Víktor Orban ha obtenido todos los poderes, por vía legal, para imponer un régimen de vigilancia total y de control absoluto amparado en la irrefrenable irradiación de la pandemia que, en rigor de verdad, apenas ha afectado a este país del Este de Europa.
Así, y además del reciente Brexit, el proyecto europeo se encamina a un horizonte de disolución, tal como lo planteó António Costa, el Premier de Portugal: en el medio se encuentra el coronavirus, desde ya, pero también, una crisis insalvable entre las economías más dinámicas y las más postergadas del bloque. De igual modo, es notorio el creciente ascenso de los “euroescépticos” que proponen modelos separatistas y de reforzamientos de las fronteras existentes. En este contexto de creciente fragmentación, y frente al retraimiento de los Estados Unidos como el principal y más tradicional aliado de Europa, no resulta extraño que China aproveche para mejorar su alicaída imagen por medio de donaciones de instrumental médico y del envío de especialistas a los principales países afectados.
Pero no sólo China pretende mejorar su imagen internacional haciendo uso del soft power y de iniciativas de cooperación médica y científica, en un momento de ascenso de las conductas racistas y sobre todo “sinófobas”. Sorpresivamente, Rusia enviará en los próximos días un cargamento de ayuda humanitaria que no estará dirigida ni a Cuba, ni a Venezuela sino a… los Estados Unidos. No sería extraño, entonces, que se vuelva a hablar de la “interferencia rusa” en las elecciones de noviembre, y en la compleja alianza de poder entre Vladimir Putin y Donald Trump.
La declaración de una ley de emergencia en Rusia, con penas de prisión de hasta siete años para quienes violen la cuarentena, y un férreo control tecnológico de vigilancia a partir de geolocalización en momentos en que se comienza a discutir una nueva reforma constitucional para extender la duración del gobierno de Putin, ha dado lugar a críticas de opositores políticos y de diversas ONGs internacionales. Razón de más para que Moscú establezca una sana y visible relación cooperativa con los Estados Unidos ante la siempre presente amenaza de más y mayores sanciones.
Frente a la gran disputa global entre las potencias, existe hoy otra competencia en la que participa una mayor cantidad de países. Estados Unidos y China, pero también Alemania, Francia, Israel, Reino Unido, Italia y España, entre otros, se encuentran investigando las posibles respuestas a la pandemia: en esta coyuntura, el éxito también se traducirá inmediatamente en lo económico, pero también impactará en lo político e incluso, en el capital simbólico y en el prestigio científico de quiénes logren enfrentar al coronavirus. Obviamente, en este esquema también cuentan los intereses de las principales corporaciones farmacéuticas y centros de investigación biotecnológicas a nivel mundial, como Schering Plough, Merck, Johnson & Johnson, Biopharma, Glaxo Smith Kane, Sanofi y Gilead Sciences, entre otras.
Por último, podemos notar que para los países latinoamericanos, la actual coyuntura también está marcada por la experimentación frente a la ausencia de referentes y de antecedentes en la materia, y por la puesta en marcha de políticas divergentes y en buenos casos erráticas. Más allá de las diferencias, se pudo comprobar en una buena parte de países la crisis profunda del sector salud luego de décadas de neoliberalismo, así como también la precariedad de un sistema al que salvo excepciones tampoco los gobiernos progresistas le otorgaron mayor centralidad en el diseño de sus políticas públicas. Frente al imperativo del “ganar tiempo” y sin mayor norte para tomar como referencia exitosa, el aislamiento social se convirtió en un valor en si mismo y casi en el único antídoto frente a la amenaza invisible.
Por otra parte, la ineficiencia y la desidia de gobiernos como el de Brasil y el de Ecuador, no sólo son vistos como el ejemplo a no seguir, sino también como potenciales focos infecciones para el resto de la región, dada la falta de controles hacia un problema que, naturalmente, no reconoce límites ni fronteras. En un horizonte sin referentes, en términos de política internacional ganó la gobernanza global encarada por entidades como la Organización Mundial de la Salud, así como también cobró nuevo impulso una conciencia regional que asume que la salvación depende de “nosotros” pero también de las medidas encaradas por los países vecinos.