Por Santiago Rivadeneira Aguirre

En la extraordinaria obra de Kafka Informe para una academia, se muestra la autobiografía de un mono que, a base de imitar y escupir, trató de convertirse en un ser humano. El proceso de hominización le lleva al antropoide a una aventura trágica. Y aparece la elección que debe hacer el simio: entre el zoológico o el espectáculo de variedades. O la política, si extremamos las conjeturas. La elección le lleva finalmente al terreno de la acrobacia, que básicamente es lo mismo. Pero intentemos una nueva lectura, más apegada a la precariedad de nuestra situación actual.

En las vísperas de la decisión definitiva, el mono escala los peldaños de la evolución repentina sobre la cual debía disertar más adelante. Es el tiempo de reconocer en esa alternativa una posibilidad de conservar su naturaleza animal: el motivo de su hominización no está directamente ligado a la posibilidad de adaptarse a la evolución de los seres humanos o de entender  las innovaciones culturales de la humanidad. El cuento de Kafka relata que el primate fue capturado en África por la empresa Hagenbeck, de un famoso criador de animales, para ser llevado a Europa, exhibido en algún zoológico o vendido a un circo, si caben las conveniencias monetarias. «Después de aquellos disparos desperté –y aquí empieza, poco a poco mi propio recuerdo– dentro de una jaula en el entrepuente del vapor de la compañía Hagenbeck» (p. 196).

El destino posterior está demasiado claro para el mono: la libertad no se puede elegir: «No; yo no quería libertad; solamente una salida, a derecha, a izquierda, a algún lado. No tenía más pretensiones. Así la salida fuese sólo un engaño» (p. 198). Hay que recalcar que el mono había recibido, antes de la captura, dos disparos que le dejaron mermado físicamente: uno en la cara que le valió el nombre de Rotpeter (Pedro el Rojo) por la cicatriz; y otro disparo debajo de la cadera que le convirtió en un lisiado por lo que rengueaba al caminar. Por eso se le podía, incluso, clasificar como parte del grupo de seres afectados de hiposomía, como Goebbels.

El mono lleva desde siempre una marca indeleble: la de ser un animal desasegurado. Y la de ser un saqueador compulsivo. Desde su condición de primate sin opciones, tiene ahora una visión propia y particular de la realidad y del mundo. La “fe ciega en el ascenso” que él ha perseguido con odio y resentimiento, para sembrar de despojos su camino hacia la hominización y la humanización. En ese estado narcótico y de falsos anhelos metafísicos, los días del imitador transcurren ahora sin pena ni gloria, encerrado como está, en una jaula de dimensiones limitadas de la que sale de vez en cuando para practicarse alguna cura que le alivie sus dolores. 

Alguien, muy allegado al mono y a su adiestramiento, debe haberles recomendado a sus instructores –de buena fe suponemos– que aprenda otros modales. Menos sofisticados. De ahí a la habilidad del disimulo solo había un paso. Las lecciones sobre los gestos más cotidianos, llenos de mundanidad, debían haber sido tan frecuentes como dolorosas. Hasta la explosión irreverente y desprolija del ‘ya qué chucha, hermano’ que sacudió a la comarca ilustrada el día de su informe a la Academia. El mico con ese exabrupto sonoro, se graduó de un cualquiera al que solo le faltaban los zapatos rojos y algún tatuaje disimulado. Porque gran parte de los aprendizajes a los que se sometió, fue la de ser un excelente volantinero. El funámbulo hizo del gesto su facundia y de la palabrería su virtud. Y porque lo segundo que aprendió fue a mentir, sin lo cual la hominización no habría tenido sentido, seguido ese autoadistramiento de la destreza de saludar apretando la mano. “El chocar las manos es un sentimiento de apertura”, le habían asegurado sus adiestradores. Y eso hizo desde ahí en adelante, como si estuviera en campaña eterna e incesante para alcanzar algún mérito cívico.

Abordando más de cerca el proceso de Rotpeter, entendemos la preocupación por la dieta blanda y la ideología sobre la higiene y la moral, sin intenciones heroicas, por supuesto, al lado de ejercicios espirituales diarios y sostenidos. En resumen, los actos de destreza del mono se desarrollaron con meticulosidad: aprende a escupir a la cara de cualquiera, no por desaliento o frustración, sino por deleite. También le agrada que hagan con él lo mismo y en esta forma de intercambio de escupitajos se descubre su estímulo consagratorio. Una vez que alcanzó el nivel de un ciudadano medio maquinó la posibilidad de salir del encierro. Ante el grupo consagrado de académicos, lo explica en su informe con lujo de detalles: el valor de la constatación y la persuasión es innegable. “Yo únicamente informo; incluso a ustedes, altos miembros de la Academia, no he hecho otra cosa que informarles”.

Rotpeter saluda su consagración final: la aproximación a la frontera de lo imposible, porque, como comentó alguien, Rotpeter puede glorificarse en la compraventa, en la política y en la mentira. En definitiva, el proceso largo que duró algunos años, parece terminar con el mono convertido en un ‘virtuoso de la ineptitud para la vida’ que solo aprecia el valor del peculio y del intercambio.

Podemos tomar el texto de Kafka por sus particularidades o por su benevolencia creativa. O por sus aspectos estéticos. Hay quienes, incluso, lo asumen como un testimonio de la historia del espíritu y de la banalidad. Nosotros podemos escoger cualquiera de las opciones o ambas y situarnos en la negación, el aguante o la terquedad para resistir la estupidez y las ambiciones desmedidas del ser humano cuando está trepado en el poder. Inclusive podemos imaginarnos un día viernes por la tarde a algún Rotpeter criollo, escapado de su mazmorra financiera, caminando o rengueando por los alrededores de Carondelet, dando la mano, escupiendo, lanzando chuchadas contra los transeúntes, pidiendo una cerveza a gritos, mientras se carcajea o aúlla porque jamás renunciará a su naturaleza simiesca atrapado sin remedio en su falsa representación humana.   

Por RK