Por Danilo Altamirano
En un panorama político cada vez más adverso, la democracia enfrenta una crisis profunda. La proliferación de discursos populistas ha debilitado la legitimidad de las instituciones, mientras la ineptitud y el incumplimiento de promesas erosionan la confianza ciudadana. Esta realidad ha dado paso a un fenómeno inquietante: la ignorancia activa, una actitud peligrosa que elige desvincularse de la verdad y del bien común, permitiendo que decisiones trascendentales sean tomadas sin responsabilidad ni información.
La desconexión con el bien común se manifiesta en la falta de interés y compromiso de la sociedad, acompañada por una fragmentación social creciente. La desconfianza hacia las instituciones, los partidos políticos y los medios de comunicación contribuye a esta desarticulación, mientras los valores tradicionales y la soberanía nacional se debilitan progresivamente. Este vacío de cohesión social se convierte en terreno fértil para discursos extremistas.
El populismo de izquierda y derecha exacerba la polarización social. Ambas corrientes presentan una retórica divisoria, promoviendo un clima de rivalidad que sacrifica el orden y la función social en nombre de luchas entre «ellos» y «nosotros». Este discurso fomenta la hostilidad y bloquea el diálogo necesario para construir consensos que aborden los problemas estructurales de nuestras sociedades.
La manipulación social se convierte en una herramienta clave en este contexto. Tácticas psicológicas, distorsión de la información y la explotación del miedo son estrategias utilizadas para mantener a las masas bajo control. El lenguaje emocional sustituye al pensamiento crítico, mientras los problemas reales quedan relegados por distracciones cuidadosamente orquestadas. Este escenario refuerza la desinformación y perpetúa la apatía.
La superficialidad en el discurso político también es alarmante. Las promesas simplistas y la cultura de la inmediatez dominan las campañas, dejando de lado el pensamiento crítico y las soluciones de largo plazo. Los frentes sin ideología ni convicción explotan las emociones de los ciudadanos, jugando con sus miedos y odios. En este contexto, surge la pregunta: ¿Dónde están los estadistas que promuevan una visión de futuro realista y esperanzadora?
La desilusión con la democracia es profunda y amenaza con extenderse. Sin embargo, el cambio sigue siendo una elección posible. Necesitamos liderazgos éticos que impulsen la participación ciudadana, basados en el diálogo y el consenso por el bien común. El fortalecimiento de las instituciones y una mirada optimista hacia el futuro son esenciales. Nuestras diferencias no deben dividirnos, sino enriquecernos. La ignorancia activa debe transformarse en responsabilidad activa, porque el futuro de nuestras democracias depende de ello.