Augusto Verduga
Dentro de los estudios de teoría de la democracia y de derecho constitucional, es harto conocida la metáfora de Ulises y las sirenas para explicar los principios en los que se fundamentan las modernas democracias constitucionales. De la misma manera en que Ulises se contuvo a sí mismo -atándose al mástil del barco- para no perecer ante el encanto de las sirenas, los derechos constitucionales se erigen como límites auto impuestos por el poder popular para frenar sus desafueros, sobre todo cuando éstos son el resultado de un juego macabro en el que las élites, a través de sus empresas de la comunicación, terminan configurando las identidades políticas de la gente de a pie, haciéndola funcional a sus intereses de clase.
Así, dado que la manipulación de las mayorías deviene casi siempre en decisiones de carácter suicida (como lo ocurrido con el nazismo y el fascismo en Europa), la democracia ya no puede ser entendida desde una visión meramente plebiscitaria, sino que es el respeto a los derechos plasmados en nuestro contrato social el que define, en último término, la calidad de nuestro sistema democrático. Por eso, la propuesta de Lenín Moreno de convocar a una consulta popular sin pasar por el filtro previo de la Corte Constitucional, supuso volver no sólo una década atrás, sino retroceder más de 70 años a aquel tiempo en el que atropellos a la dignidad humana fueron completamente legales por decisión de la mayoría.
Salvando las distancias, algo análogo ocurrió en nuestro país el pasado 4 de febrero: un pueblo hincado en sus resortes emocionales por el unívoco relato de las corporaciones mediáticas terminó votando por su autoflagelo, configurando una situación en la que los propios ciudadanos recortaron sus derechos políticos de elegir y ser elegidos, y dinamitando el principio de separación de poderes con la existencia de una “junta de notables” que hoy opera con poderes virtualmente absolutos. No solo para cumplir con la “obligación” emanada de la pregunta 3 de la consulta popular, esto es, reemplazar inconstitucionalmente a la Asamblea Nacional en la facultad de fiscalización de las autoridades de control, sino inclusive para introducir sus aristocráticas narices en todos los niveles de la administración de justicia. Suspendiendo, por ejemplo, concursos para la selección de agentes fiscales y funcionarios administrativos del Consejo de la Judicatura; descabezando a un organismo nacional de protección de los Derechos Humanos como la Defensoría del Pueblo; designando a dedazo limpio al nuevo Fiscal General de la Nación; o amenazando con destituir a los jueces de la Corte Constitucional, a pesar de que en el anexo 3 de la inconsulta consulta no se establece la facultad de “fiscalizar” a servidores no designados por el Consejo de Participación Ciudadana.
Para los alegres y juveniles consejeros de transición no tiene la más mínima importancia que el Juez Constitucional, Eleuterio Aguilar, con un poco de sentido común y la Constitución en la mano, haya concedido una medida cautelar para suspender los efectos de la resolución con la que se bajaron los referidos concursos de merecimientos; que el Código Orgánico de la Función Judicial establezca que el nuevo Fiscal General sea el segundo mejor puntuado dentro de la carrera fiscal; o que nuestra Constitución establezca que el Ecuador es un Estado Constitucional de Derechos y Justicia, y como tal, que sus normas vinculan y limitan el ejercicio de todo poder público. Por lo demás, si acaso alguien guarda la ligera sospecha de que no todo está oleado y sacramentado de antemano por parte de estos “prohombres” de la Patria, y que su labor se encuentra invariablemente orientada por las garantías de imparcialidad, objetividad y debido proceso, baste recordar que el mismísimo presidente de la plenipotenciaria junta de notables ha manifestado que sus decisiones se encuentran por encima de la Carta Suprema.
Por ello, en tiempos como éstos, donde la traición de un Presidente promueve el galopante totalitarismo de una derecha embriagada de poder, posturas valientes como la del Juez Aguilar o la del Defensor del Pueblo, Ramiro Rivadeneira, son una muestra de que, a pesar de este momentáneo marasmo en el que nos encontramos, más temprano que tarde a los sepultureros de la Patria les llegará su hora, y la indignación de la gente decente dejará ver sus frutos, pues como decía Ghandi: “A lo largo de la historia siempre ha habido tiranos, y por un tiempo, han parecido invencibles. Pero siempre han acabado cayendo. Siempre.”