Por Carol Murillo Ruiz
1.
En Ecuador muchos se preguntan por qué el crimen y la violencia se han destapado sin ton ni son en los últimos años. Hay sospechas que alimentan especulaciones -sin pruebas- para armar una teoría que explique este horrible fenómeno. Sin embargo, los delitos del (ilegal) crimen transnacional del narcotráfico ya son viejos, y en varias partes del mundo responden a redes que alternan con el sistema económico global (legal); llámese lavanderías o negocios aparentemente genuinos, sistemas bancarios articulados no solo a lo financiero, la capacidad del dólar de moverse en los continentes, la tecnología dirigida a transmutar transacciones especiales, paraísos fiscales intocables. Parece fácil y legítimo. Así, los oficios del capitalismo, o las premisas que tiene la gente común sobre este sistema, inducen a pensar que lo anterior es sano y que el narcotráfico es un problema ajeno a la legitimidad del capitalismo o, peor aún, que el narco corrompe el mercado que el capitalismo cuida bien.
Nada más lejos de la realidad. Ningún negocio, incluido uno tan maligno como el narco (porque pocos hablan de las secuelas que el consumo de drogas causa en adultos o jóvenes moribundos en calles, clínicas o domicilios); se inserta y adapta en los países, sin excepción, por las relaciones que establece este crimen con las roscas de la política regentada por un sector de las elites y a veces, también, con los mandos medios de instituciones claves. Nada es inocente. Para muchos es un negocio más: rinde mucho y lo básico es encubrirlo a través de operaciones económicas toleradas y tolerables.
2.
Cuando en el Ecuador aparece, en líneas generales, el síntoma y la enfermedad de la permeabilización de bandas de micro traficantes, sicariato y otros delitos afines con las drogas, se los describe como una “invasión” a la recatada economía doméstica y a la dificultad que tienen los agentes legales del orden para detener y castigar esos crímenes. Pareciera que maniobran con autonomía, sevicia individual y distantes de los controles del Estado.
El fracaso de la “guerra contra las drogas” global es la otra cara de una verdad siniestra: el narco no escalaría sin las lógicas de la política interna. En nuestros países, donde un gran número de políticos representa a ciertas elites y otros son tiros al aire que llegan a instancias de poder por la debilidad (programada) del sistema electoral, se cuecen habas. Estos últimos igual venden sus servicios a esos grupos u otros nichos de poder. Ergo, es posible inmiscuirse, ralentizadamente, a los círculos económicos y a la ‘fabricación’ de leyes para hacer “dinero fácil”. Por supuesto que antes hay una especie de radiografía de los distintos grupos de poder y el ineludible lobby para construir, con mínimas fisuras, los puentes que conduzcan al negocio seguro, es decir, sin el cuchillo punible de algún otro poder del Estado (verbi gratia un juez honesto o una fiscalía decorosa).
Ahora bien, un escenario diseñado para escabullir las trabas de la ley y los credos de la moral de clase, también tiene una razón política para usarla como escudo: la seguridad. En este punto, por ejemplo, en Ecuador, ajustar las acciones del narco remite a las suspicacias y a los informes incompletos que se filtran sobre los movimientos financieros y la dinámica política dentro y fuera de las fronteras nacionales. Por eso cuando se habló en su momento de los ‘narcogenerales’ casi nadie se concentró en investigar a fondo lo que semejante revelación implicaba. Primero: porque se apuntaba a instituciones muy valoradas en el país. Segundo: porque el gobierno actual encendió reflectores hacia otro lado. Tercero: porque la sociedad civil está en coma de miedo. Cuarto: porque el narco, valga la redundancia, narcotizó o sedujo a franjas significativas de dichas instituciones. Quinto: porque a nuestra gente algo le cae del delito para comer y subsistir, sin advertir la deshumanización que simultáneamente los atenaza.
3.
¿Y dónde está el Estado? En plena crisis de la democracia, por ende, del entramado político, es obvio que la captación de funcionarios, miembros de las elites, autoridades intermedias y/o altas, la confabulación acaso puntual de las fuerzas que debieran controlar el orden público, o sea, la seguridad de los ciudadanos; son ingredientes que se han hecho más evidentes cuando el gobierno no puede ¿o no quiere? vigilar los centros penitenciarios y menos barrios y calles. Pero esto no es lo peor.
Las denuncias contra el entorno del jefe de Estado se han marginado y el juicio político que se le sigue es por una figura diferente. ¿Acaso lo que está pasando con el narco aquí es algo que no tiene relación con la elasticidad de quienes manipulan el Estado? Léase: gobierno, fuerzas armadas, policía nacional, redes financieras, leyes ignoradas por la ciudadanía, impotencia de la asamblea nacional. Además: el chantaje a la función judicial, el secuestro político del consejo de participación ciudadana y control social, la prisión del ex defensor del pueblo, la represión criminal a los movimientos sociales, el lenguaje racista y clasista que se expande en el universo virtual y en los medios privados y alternativos.
¿Se puede creer que todo lo anterior no configura la destrucción planificada de la institucionalidad que debería protegernos?
¿El gobierno anterior y el actual (y su proyecto político) no son los que crearon las circunstancias más óptimas para el desbarajuste social y la invasión de los bárbaros? ¿Seremos capaces de percibir que el crimen organizado ilegal tiene sensibles conexiones con el poder organizado legal que distribuye la corrupción sin ningún pudor político?
El juicio político al mandatario debería llevarnos a otras reflexiones por fuera de la Asamblea. No hacerlo es asumir que la sociedad se ha replegado por la fuerza de la ideología dominante y las posverdades de sus medios. Un presidente que goza de una connivencia repulsiva con el poder mediático logra desviar la atención recurriendo a canalladas tales como: calificar de terroristas a los narcos y a los delincuentes comunes, sin comprometer y aceptar su propia responsabilidad política frente al desastre que ahora sufrimos.
Lo repetiremos hasta el cansancio: cada quehacer de lo ilegal y lo legal disfrutan de una relación subterránea y perniciosa; por eso, sino armamos el enorme rompecabezas que el gobierno ha lanzado a los ecuatorianos para tenernos cautivos en las casas y destrozados los nervios por la inseguridad que trae muertes y declive moral, no podremos nunca concebir que el presidente actual tiene muchas velas en este entierro colectivo, y sus socios perseguirán la impunidad absoluta…
4.
Nada es casual en las disímiles facetas del poder político. La invasión de los bárbaros no viene únicamente a través de los pencos del narco. Hay bárbaros adentro. Hay bárbaros internos que tercian el crimen y el desasosiego social. Hay bárbaros que desde la colonización de las mentalidades premodernas hasta hoy siguen creyendo que hay que envidiar a los poderosos o emularlos en cada oportunidad casual o forjada.
Puede parecer apocalíptico lo que decimos; pero no hay que eludir la realidad por la ficción democrática de los bárbaros. Vivimos una dictadura cuando el Estado ha sido aplastado por el autoritarismo del Ejecutivo aplaudido por otros bárbaros que vagan por ahí.
Tendremos un asomo de paz y claridad cuando abandonemos la pereza y asimilemos que quienes llegan al poder basados en su visión reducida de la vida y su expresión social, son enemigos a combatir con ideas, gritos, insurrección, valentía y dureza de corazón. Si los bárbaros no tienen compasión, ¿por qué nosotros sí?