Por Valeria Puga Álvarez

No hay campaña electoral en la que no se nombre a Venezuela. Pareciera que falta algo en una elección sino se habla de ella. Se ha convertido en el fetiche mediático absurdo de políticos y periodistas (si todavía hay), principalmente de la derecha y extrema derecha. Hasta años atrás era una obsesión más bien local, latinoamericana, pero desde que en 2019 el asunto tuvo protagonismo en las elecciones de España, su exportación literaria ha sido imparable. Ni siquiera Trump se resistió a decir: “esta será una Venezuela a gran escala, a muy gran escala si ganan (los demócratas)”.

El relato sobre Venezuela se ha construido a imagen y semejanza de los prejuicios que tienen las élites del gran capital sobre cualquier proceso político que cuestione los fundamentos de su ideología. Es una idea que les permite confirmarse en su dogma y tranquilizar sus miedos ante lo que no comprenden o desean eliminar. Es una apuesta farmacológica por decir ¡tenía razón: el modelo (del socialismo del siglo XXI) no funciona! ¡El castrochavismo es del diablo!

Entonces, se encadenan los encuadres de la CNN y sus crías. ¡No hay papel higiénico! La noticia del desabastecimiento arquea las cejas de los duques, duendes y pajes criollos. Su sesgo cognitivo encuentra formas, conexiones. Ven lo que quieren ver. Ven lo que les dicen que deben ver. Concluyen lo que ya habían deseado concebir incluso sin la “evidencia”: ¡No queremos ser como Venezuela!

El problema de la lógica mediática corporativa es que simplifica cualquier realidad a un juego maniqueo de buenos y malos, donde ellos, los propietarios, escogen quién es el demonio al que hay que combatir y cuál es el santo al que se debe adorar. Esta forma perversa de construcción de contenidos se agrava en sociedades como la latinoamericana donde hay muchos medios pero pocas voces y peor aún, cuando esos medios operan como logias hermanadas por intereses transnacionales comunes. Así la tirana tarea de demonización del adversario es muy fácil, técnicamente se trata de “bajar línea” y poner de moda un par de frases simplonas dignas de cualquier zombie.

Luego, la inquisición del siglo XXI se hace presente. Cualquier voz que perturbe el relato consensuado simplemente es invisibilizada o se mata al intrépido mensajero. En último caso, para guardar las apariencias se escoge alguna voz de disonancia controlada, para que ponga algún suave matiz a la obra. La contrastación, principio fundamental del periodismo, brilla por su ausencia.

De Venezuela nada se dice por ejemplo sobre el brutal bloqueo económico impuesto por los Estados Unidos, criticado por la propia ONU. Ni remotamente se nombran a las víctimas de las guarimbas o peor aún se menciona que Washington boicoteó las negociaciones de Barbados entre el gobierno venezolano y la oposición. No se trata de estar a favor o en contra del presidente Nicolás Maduro, en todo caso eso deben decidirlo los venezolanos, sino de la responsabilidad mediática de proveer elementos mínimos para el análisis.

Es desde esta realidad recortada y manipulada que se habla de Venezuela, como si contuviera todos los pecados de un país y como si en Latinoamérica el resto de gobiernos fueran impolutos y celestiales y no hubiesen países con sus vicios. Si se habla de violación a los derechos humanos basta con mirar las crueles represiones a las protestas en Ecuador, Chile y Bolivia durante la dictadura de Añez, o detenerse en la larga lista de líderes sociales asesinados diariamente en Colombia.

Si a más de uno le causaba risa que Trump también se uniera al coro de: “Nos vamos a convertir en Venezuela”, no es menos risible cuando se lo dice en Ecuador. Por obvias razones, son países con estructuras económicas, idiosincrasias culturales y políticas distintas que hace imposible aplicar cualquier “modelo” como si fuera una receta de cocina. Bajo el mismo esquema, diríamos que si adoptamos el neoliberalismo “vamos a ser Estados Unidos”, algo que no ha ocurrido en Ecuador desde que inició su prédica por allá en los 90s y que por el contrario, ha resultado en un fracaso.

Sería ingenuo negar la efectividad que la narrativa caricaturesca sobre Venezuela ha tenido en gran parte de la ciudadanía. El bombardeo permanente de los medios corporativos sobre la crítica situación del país bolivariano se ensambla perfecto con el discurso del político (de derecha usualmente) que advierte la llegada de un anticristo de boina roja si se vota al adversario que apela a la justicia social y a la redistribución de la riqueza. A través del miedo, someten al electorado a la falsa dicotomía de elegir entre un país de “libertades” o un país de “crisis perpetua”, abocándolo a votar muchas veces en contra de sus propios intereses. Por eso, cada vez que un político en cuestión dice: “si usted vota por aquel nos vamos a convertir en Venezuela”, lo que en realidad quiere decir es “no vote por un proyecto que cuestione mis intereses”. Elegir un proyecto de justicia social y soberanía no es votar por “convertirse en la Venezuela CNN” sino apostarle a un contrato social mínimo en el que lo público y el bien común primen de acuerdo a las particularidades del Ecuador y a las principales necesidades de sus ciudadanos. Claro está que en la realidad cualquier copiar-pegar es una mera fantasía.

Por Editor