Orlando Pérez
La diferencia entre un Jair Bolsonaro y otros presidentes de derecha de la región, incluido el mismísimo Donald Trump es simplemente que el capitán brasileño solo entiende de violencia y habla desde un fascismo renovado. No sabe de economía (como otros que solo saben de negocios), no entiende de tolerancia y diversidades (al igual que el mandatario estadounidense) y mucho menos tiene capacidad de diferenciar entre gobernar y administrar un Estado (tal cual Macri, Temer o Duque). Entonces estamos al frente de un momento donde el fascismo ha llegado con la venia de la prensa comercial más derechista y con el aplauso de algunos sectores violentos que quieren enterrar al “comunismo” y postrar a la izquierda latinoamericana.
Algunos ingenuos creen exagerado pensar en el retorno de un fascismo al estilo Hitler o Mussolini. Si fuese así sería mucho más fácil entenderlo y combatirlo. Aquí hay ahora un fascismo que se oculta en una derechización que desconoce al Estado liberal (al que algunos supuestos izquierdistas apuestan con profesión de fe), al neoliberalismo con sus reglas y sus límites, al mercado mundial y a las normas del comercio global. El fascismo tradicional, si es que hubiere, deseaba un dominio geográfico extra territorial: el de ahora quiere gobernar solo sus países para expoliar sus riquezas sin ninguna oposición política. Y a eso se une que no quiere a comunistas ni dirigentes sociales en su horizonte cercano porque fastidian su codicia económica. Pero no se puede dejar de lado el uso perverso de la religión, las iglesias y una fe en el consumo, como valores supuestamente comunitarios.
Algunos historiadores explicarán mejor los resortes poderosos que llevaron al fascismo europeo al holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, hay algo que lo enlaza: el cambio de frecuencia política ocurre porque algunos sectores sociales y económicos, a nivel global, toman cada día más protagonismo. Y sobre todo porque como expresión de un supuesto modelo occidental de desarrollo se ven arrollados por el protagonismo y hegemonía de las economías asiáticas.
Salvando las distancias y sus particularidades históricas, ¿no fue ese el supuesto caldo de cultivo en el primer tercio del siglo XX?
Si queremos aterrizar en Ecuador los indicios o pistas fascistas los vemos en algunos representantes de la derecha instalados en algunos portales y medios, además de los cuadros de CREO y PSC: cuando piden la salida de un profesor universitario del IAEN por el solo hecho de no coincidir con el supuesto consenso nacional; cuando amedrentan a cualquier persona que salga a defender la gestión del gobierno anterior; cuando convocan a una marcha para terminar con el asilo de Julian Assange; cuando alientan la persecución sin respetar el debido proceso y la presunción de inocencia; y, cuando construyen matrices de comunicación e información para presionar al gobierno con acciones que solo satisfagan su sed de venganza. Ya vendrán nuevas acciones de orden fascista, pero serán camufladas en un supuesto afán de justicia desde una moralidad retorcida.
Aquellos que ven en Bolsonaro un peligro para la democracia y no condenan los actos anteriores o se retuercen de la vergüenza o son de un descaro descomunal sin nombre o no entienden la diferencia entre un ataque blasfemo y directo y otros solapados que se ocultan en la hipocresía para no decir de frente que quieren eliminar a todo adversario por más “académico” o ex funcionario que sea.
Esta “primavera fascista” que vivimos y los brasileños tendrán que afrontar con más crudeza cuando deje el poder Michel Temer, para mal de muchos, empezará también por combatir a esos periodistas y medios que se vuelvan en su contra y ahí, como ya pasó con Hitler y Mussolini, veremos cuánto de responsabilidad asumen, tal como lo hicieron algunos periodistas y medios en las dictaduras argentinas, brasileñas y la de Pinochet, que serán ahora unas dictablandas comparadas con las que ahora gobiernan América Latina bajo el supuesto de que son administraciones nacidas en democracia y gracias al voto popular.