Damián Del Valle

La situación que enfrenta el sistema universitario público argentino por estos días es la más dramática que se recuerde desde la crisis que en 2001 terminó derribando al modelo neoliberal en nuestro país. Luego de más de una década de expansión (existen hoy 56 universidades nacionales) y fortalecimiento presupuestario, acompañados de políticas que mejoraron las condiciones de vida y de estudio de los jóvenes que asistían a ellas, la llegada de Cambiemos a la Presidencia en diciembre de 2015 significó, como temíamos, un durísimo desafío al paradigma de la educación superior como derecho.

Acompañado por los grandes medios de comunicación, el Gobierno puso en marcha una campaña de desprestigio del muy valorado sistema público (con acusaciones de corrupción tan insostenibles que llegaron a denunciar judicialmente a TODOS los rectores de las universidades públicas. Pronto se corroboró la intuición de cuál era el objetivo de fondo: poner en marcha un plan de desmantelamiento de la educación pública superior, que –ya los sabemos– es uno de los focos predilectos de los programas de ajuste neoliberal.

A lo largo de los últimos dos años y medio, el Gobierno macrista no solo recortó el presupuesto de las universidades sino que, además, no ejecutó lo presupuestado o demoró los pagos (lo que, en un país inflacionario como la Argentina, tiene un efecto de ajuste), suspendió obras de infraestructura y canceló contratos de otras dependencias estatales con las universidades (que, en muchos casos, fueron reemplazados por empresas y universidades privadas). Un resumen de esta situación se puede observar, por ejemplo, en el informe elaborado en abril por el sindicato de docentes universitarios CONADU, titulado «El ajuste en las universidades argentinas». La situación es tan delicada que algunas universidades anunciaron ya esta semana que, tal como están las cosas, no podrá cubrir las obligaciones financieras mínimas de este año.

El panorama se completa con una pérdida del poder de compra de los salarios docentes de casi un 15% en dos años y medio junto a la negación a acordar una subaste año cuando la inflación superará el 30% (lo cual llevó a los sindicatos docentes a anunciar un plan de lucha que supone el no inicio de las clases en el segundo semestre); un recorte en los programas de investigación en Ciencia y Técnica; la supresión de becas y otras ayudas a estudiantes de bajos recursos; la demora en el pago de quienes aún las conservan; un ostensible deterioro de sus condiciones sociales que dificulta la continuidad de sus carreras; y diversas declaraciones de funcionarios de altísimo nivel –empezando por el Presidente y la Gobernadora de la Provincia de Buenos Aires– que dejaron en claro más de una vez su desprecio y oposición a la expansión del sistema público y, en consecuencia, de la ampliación de las posibilidades de acceso de los sectores más postergados.

Despreciando tanto el doloroso recuerdo que trae en nuestro país como la copiosa evidencia de su fracaso en todo el mundo, el presidente Mauricio Macri decidió profundizar el megaendeudamiento en que sumió a la Argentina con un crédito récord con el FMI. Una sensación de «esto ya lo vivimos» se apoderó de toda la universidad pública. Sabemos que lo que viene será duro porque el plan de ajuste acordado con el organismo nos afectará directamente. Pero sabemos también que las universidades nacionales tienen una reserva moral y una memoria de lucha que les permitirán enfrentar y revertir este proceso.

Nuestro compromiso con la universidad pública, gratuita, de ingreso irrestricto y de calidad, nuestro compromiso con la educación superior como un derecho humano, es ya irrenunciable. No solo sabemos lo que queremos: con aciertos y con errores, ya habíamos emprendido el camino.

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