En días pasados, en Argentina, un grupo de pequeños productores y agricultores asociados pretendió realizar una venta de verduras y hortalizas a precio justo para evitar la intermediación que encarece los vegetales, como una propuesta solidaria, y debido también a la precaria situación de los horticultores y pequeños agricultores de la zona. Solicitaron permisos que les fueron negados, y de todas formas instalaron su ‘verdurazo’.

Ya algunos vecinos habían comprado lo suyo, cuando llegaron agentes de policía y rodearon los cajones con productos, pretendiendo decomisarlos. A manifestarse los compradores y los pequeños comerciantes para que les devolvieran sus verduras, lanzando algunos productos a la fuerza pública, los policías los reprimieron con brutalidad, entre gases lacrimógenos, golpes de tolete y balas de goma. Y al ver que algunos fotógrafos de ciertos medios registraban la represión, arremetieron también contra ellos a golpes, ocasionando daño a sus equipos y llevándoselos finalmente detenidos.

Ese es el mundo en que vivimos. Los ‘pudientes’ detentan un poder económico y mediático que defienden a rajatabla porque lo han obtenido ‘trabajando duro’ (parecería que un pequeño agricultor se levanta a las once de la mañana, desayuna opíparamente, recoge cuatro pimientos, almuerza como un jeque y pasa la tarde entera rascándose la panza frente a alguna pantalla hasta que llegue la hora de dormir otra vez); cualquier ley, restricción o acción destinada, no a despojarles de nada, ni siquiera a disminuir sus pingües ganancias, sino a regularlas de modo que la brecha entre estratos económicos no sea tan ofensiva, es vista como un ataque y respondida con toda la violencia del caso. ¡Y hay de aquel que ose simpatizar con los pobres, aunque sea tomándoles una foto!

La guerra de hoy… y posiblemente las guerras de todos los tiempos no han sido guerras entre naciones, religiones o visiones del mundo. Y si no, basta ver quiénes ponen los muertos, quiénes sufren la destrucción y quiénes ven más mermadas sus escasas pertenencias; en últimas, quiénes pierden, aunque crean que ganaron. Las guerras de la actualidad son entre la opulencia que quiere dominar el mundo y la miseria de la que pretende servirse como mano de obra esclava.

El problema es que la opulencia puede comprar gobiernos y poderes fácticos que le sirvan de parapeto, elaborando leyes que los favorezcan y creando fuerzas represivas más allá de cualquier ética o calidad humana; puede comprar y crear medios de comunicación que manipulen la verdad y mientan sin escrúpulos para engañar a la gente común y corriente; puede comprar el apoyo de religiones y jerarquías eclesiásticas a las que invita a sus convites y hace partícipes de sus privilegios para que creen doctrinas en donde hasta los dioses están a favor de ella y amenazan con castigos espeluznantes a quienes se rebelen.

La guerra no es entre naciones que ocupan territorios diferentes: es de los gobiernos de los ricos contra los pueblos engañados por espurias campañas electorales. La guerra no es entre grupos religiosos antagonistas: es entre los que se aprovechan de Dios para manipular y los que confían en la bondad de un misericordioso poder superior que vela por todos. La guerra no es entre países con gobiernos ‘libres’ y otros con ‘dictaduras’, sino entre países que desean usurpar recursos ajenos y otros que desean tener soberanía sobre lo que su suelo produce. Y la guerra se extiende a los esbirros de los poderosos contra los solidarios defensores de los desposeídos.

Por eso el odio acérrimo a Chávez, Lula, los Kirchner, Correa, Morales o AMLO. Porque se han negado a jugar el triste papel de lacayos de la opulencia planetaria o local y han emprendido una búsqueda no exenta de errores (¿quién no los comete?) de un mayor equilibrio económico. Por eso venden a los cuatro vientos las ideas de autoritarismo y corrupción mientras sus empleados de los medios ocultan selectivamente las represiones locales y las corrupciones ejercidas por el gran poder económico.

Es una guerra, además, donde todo vale cuando lo usan los poderosos, pero nada es legítimo si lo emplean los humildes. La rebeldía sirve cuando un ‘tirano’ pretende disminuir las brechas económicas creando leyes más igualitarias; pero es un pecado cuando los menesterosos se dan cuenta de que también son humanos con derechos, entonces los verdaderos tiranos y sus adláteres no tienen misericordia, apelan a cualquier artimaña y dicen, al borde de las lágrimas, que alguien está sembrando odio entre quienes antes convivían sin ninguna dificultad; pero tampoco les tiembla el pulso en el momento de desaparecer treinta mil personas en nombre de la civilización ‘occidental y cristiana’, cuando en realidad lo están haciendo en nombre de los organismos mundiales que salvaguardan la ganancia de unos pocos a costa de la miseria de las mayorías.

Ahora, nada de esto les resultaría tan fácil si no contaran no solamente con el apoyo de los traidores locales de toda laya, contratados ad hoc aprovechando su falta de escrúpulos, sino de las clases medias arribistas que no dudan en ponerse del lado de la opulencia en cuanto pueden cambiar su champú por uno un dólar más caro. Nada de esto sería tan sencillo si la mayoría de la población (también manipulada, también esclava, también adormecida por los medios, los políticos y los clérigos) pudiera elevar su nivel de consciencia y comprender los sutiles mecanismos que se le aplican para impedir su crecimiento a todo nivel.

¿Llegará un día en que la mayor parte de la población tenga un nivel de consciencia que le permita comprender la búsqueda del bien común es lo único que trabajará de favor de la conservación y desarrollo de nuestra especie y de nuestro entorno? Difícil, muy difícil… pero solo cuando eso ocurra terminará la verdadera guerra que ya está a punto de acabar con el planeta y la humanidad entera.

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