El gobierno de Lenín Moreno se agarrota en su terca transitoriedad. Estancado en la arbitrariedad y el desacomodo ya no tiene rumbo. Sin dirección y objetivos (que no sean la intención grotesca y obscena de desarticular al país por sus cuatro costados para beneficiar a la derecha) los vientos de una tempestad incontrolable comienzan a arreciar y erosionan el estado de derecho, la institucionalidad y la tranquilidad de los ecuatorianos. Porque el tránsito morenista ha sido azaroso: ha ido desde la deslealtad (deliberada) al proyecto que ganó las elecciones, pasando por la incompetencia hasta llegar a la esquizofrenia. El arribo a la confusión y al desorden ideológico y político ha sido inevitable.
Al cobijo de las mutaciones y la mediocridad demostradas con complacencia, el gobierno de Moreno no ha dejado de mentir y desnaturalizar la gestión del gobierno anterior. Y ese conjunto de extravagancias remata ahora con una violenta ambición: terminar política y judicialmente con Correa. Y una serie de otras incoherencias marcadas por la constante ambigüedad de su pensamiento, o la imposibilidad de mantener una doctrina básica para sostener su propio plan conservador.
La debilidad y la tibieza del presidente Moreno, que se ajustan cada vez a la endeblez de su carácter, hacen que su gestión esté rodeada de un inmenso vacío teórico y conceptual, cuya salida es contentar tanto a los socialcristianos de Nebot, como a la derecha de Lasso y la banca, a los empresarios o a la mínima representación de la ultraizquierda que empieza a replegarse. Un discurso oficial corriente que solo busca persuadir, apenas asociado a las emociones, la inmediatez y la propaganda, ya sin argumentos democráticos convincentes. Porque tanto el Consejo de Participación Ciudadana, como la Judicatura, el CNE o la Fiscalía, todos transitorios, han demostrado el sometimiento oportunista a las disposiciones del gobierno para ocultar o disimular su propia ilegitimidad. Son las desgraciadas caricaturas del poder.
La imagen del contralor ¿encargado? o ¿subrogante? Pablo Celi, por ejemplo, que circuló profusamente por las redes sociales, cuando rompía la acción de personal que le dejaba fuera del cargo, es la consagración de la impudicia política del actual periodo gubernamental. Porque Celi, el izquierdista perspicaz y penetrante que ayudó a destruir el Frente Amplio de Izquierda, FADI, dirigido por René Maugé, ha sido el agente polimorfo reprimido, que ha vivido con sus complejos de clase y del oportunismo.
Otra vez Celi se encuentra enancado en el poder. Antes estuvo en el periodo presidencial de Bucaram como subsecretario de educación, instancia donde se aprobó el contrato de la Mochila Escolar; y fue asesor y funcionario de otros gobiernos; Alarcón, Noboa, Gutiérrez, incluyendo las Fuerzas Armadas a quienes les vendió la idea del Libro Blanco. Es el típico ‘intelectual orgánico’, perseverante y especulativo que mientras hablaba sobre la ‘conciencia de la necesidad’, inventó para el partido LN, el ideologema del vacío. Pero él termina aceptando, por conveniencia rentista, los halagos posteriores de la derecha o del populismo.
Así de dispar y confusa es su ideología. Ese pensamiento que se alimentó de lecturas marxistas y disquisiciones sociológicas, más cercanas a la abstracción y al enredo que a la realidad. Para terminar transformando su presumida militancia en un dogma anodino y apostólico, que le llevó desde la izquierda (donde destacó por su infecunda brillantez) hasta ser ahora el fiel apoyo de la reacción morenista. Pablo Celi es la figura de la condensación: dejó de ser el ‘loco iluminado’ del progresismo, para convertirse en el sujeto de la singularidad que ya no distingue entre pecado venial o mortal porque está premunido del disciplinamiento y puede situarse más allá del bien o del mal. El país actúa y camina a través de la mirada pastoral del poder controlador del ex izquierdista Celi, que aspira transformar la Contraloría en un Tribunal de Cuentas.
De otro lado, el escenario prosaico del gobierno también es lamentable: desfigurado definitivamente y con una reputación cuestionada por muchos sectores políticos y sociales, los estragos de la jefatura de Moreno están a la vista. Las declaraciones altisonantes y contradictorias de los ministros, especialmente del Interior, de la política, del área económica, del Exterior y las de los asesores directos, dibujan el cuadro deformado que se oculta bajo la mascarada de las denuncias de una supuesta corrupción ‘correísta’ que el régimen quiere convertir en ‘causa nacional’. (“El escándalo es el disfraz del pregonero de la hipocresía”, decía O. Paz)
Esa es otra de las caricaturas dolorosas de un mandato que ya no tiene nada más que decir, del que apenas escapan los tufos deslucidos de unas ‘buenas gentes’ que buscan reparar el ‘presente ofendido’.
Finalmente, lo que a los ecuatorianos debe importarnos en estos momentos, es la recuperación histórica de un proyecto que fue capaz de proponernos perspectivas de desarrollo distintas, más equitativas y justas a las que había necesidad de darles continuidad. Con ajustes y correcciones, por supuesto, pero dentro de la misma lógica participativa y unitaria.
Y esto nos lleva al imperativo de una autocrítica urgente, que sea capaz, sobre todo, de devolvernos a las instancias preliminares del nacimiento de una propuesta integral que inició su camino hace apenas una década. Y las voces que se orientan hacia estas intenciones han comenzado a aparecer en las distintas regiones del país, sostenidas por movimientos y organizaciones de campesinos, pescadores, trabajadores, estudiantes, profesores y artistas, entre otros. Porque todos van más allá del reclamo coyuntural y exigen el combate frontal contra el neoliberalismo depredador que intentará privatizar los recursos del estado y entregar las empresas públicas del país a las transnacionales.