Carol Murillo Ruiz
Hace poco oía en una radio quiteña a un conocido periodista decir, palabras más palabras menos, que en el Ecuador hay un exceso de leyes emanadas en la década correísta, y que la labor de la Asamblea Nacional hoy no es procesar más leyes sino suprimir aquellas que, según el comunicador, estorban al normal y eficiente ejercicio de la vida pública y privada del país.
La historia nos muestra que la convivencia humana, por tanto social, de las colectividades requieren de un marco de disciplinamiento que obligue a las personas a respetar los derechos de los demás, es decir, también los propios; una dialéctica legal que implica limitar el arbitrio de pensar y actuar como a bien parezca a alguien o a un grupo en específico.
Se sabe que las sociedades y el Estado son entidades que regulan el proceder ordinario para beneficio, aparentemente, de todos. Sin embargo, las leyes, el Estado de derecho, surge precisamente porque en las sociedades y en el Estado a veces se estacionan segmentos del poder político y económico que legislan para proteger los intereses a los que representan, ergo, las leyes, son objeto de manipulación política ya sea en Congresos, Asambleas o Palacios gubernamentales. El quid de asunto radica en que cualquier ley debe resguardar a los más vulnerables de una sociedad determinada y el poder político, arraigado en las Asambleas donde se montan leyes y códigos, debe legislar lejos de agendas ocultas. Por supuesto, esto es el deber ser, pues las leyes, cuando se diseñan desde los despachos de los poderes fácticos, solo atinan a amparar, cuidar y encubrir a los que precisamente patrocinan su cobertura legal.
Las leyes, aún en sociedades liberales como las nuestras, sirven para demarcar espacios de derechos y luchas colectivas básicas. La política, primera instancia de esas luchas, son útiles para escenificar los conflictos sociales y su derivación en conflictos políticos, ¿cómo se resuelven éstos cuando el poder reprime y no acude al diálogo o la cesión de garantías públicas?, respuesta: con leyes.
Hay en el Ecuador, en este período de una dictadura velada de transición (nadie sabe a dónde), un vacío que no logra captar qué pasa cuando los conflictos sociales -incubados por la indiferencia del Ejecutivo y la Asamblea Nacional en más de dieciséis meses- son eclipsados por los conflictos políticos de los poderosos de turno. Tal fatalidad no es casual, como no es casual que un periodista diga que las leyes expedidas en la década pasada no son útiles porque retardan el progreso del país (¡sic!), pues ese reduccionismo de opinión ni siquiera percibe que lo que se intentó legislando -en serio- fue puntear la ruta de un Estado que separó el interés público del interés privado. Las leyes, aún aquellas que adolecen de errores y agujeros negros como la Ley de Comunicación, por ejemplo, fueron y son más que necesarias cuando la tensión entre las viejas hegemonías políticas, mediáticas y económicas deciden qué es, supuestamente, bueno para subsanar sus propias contradicciones y/o remendar sus pactos temporales, sobre todo porque antes de 2007 el interés privado subyugó al interés público.
Todo esto disimula la idea de que hay muchas (malas) leyes hoy. Regular el radio de acción del interés privado fue el eje de la recuperación del Estado. Otra cosa es que no se lo haya logrado con absoluta racionalidad política y jurídica y que quienes legislaron -hasta hace poco- tuvieran clara la premisa de que lo público es un imperativo para intervenir tanto el conflicto social como el conflicto político.
Hoy se ha anulado esa premisa, y no asombra que políticos, comunicadores y empresarios se quejen de que las ‘leyes correístas’ impiden el desarrollo del país, la inversión extranjera, la vida cotidiana o los emprendimientos particulares. El sentido común ha sido invadido con esa frase ridícula pero sugestiva de que la mejor ley -en cualquier ámbito- es la que no existe.
Da pena oír de quienes más defienden el constructo liberal esa frasecita. Y da pena porque demonizan el núcleo fundamental del liberalismo clásico por un liberalismo discrecional que niega los derechos de las mayorías para abrigar los derechos y privilegios de las élites.
Pero no nos engañemos: lo que cuenta hoy es desprestigiar la vigencia y necesidad de un Estado social que elabore leyes que reduzcan esos privilegios -casi siempre de clase- y que se olvide que la política es el primer peldaño de la complejidad social general. Por tanto las leyes surgen cuando ese peldaño ha sido cooptado y trancado por los poderes fácticos, y se relega a los pobres a aceptar un corpus legal que los somete y además restringe su capacidad de lucha.
No hay un exceso de leyes, hay un desprecio por el Estado de derechos, o sea, de garantías para todos.