Por Lucrecia Maldonado
José Saramago, en su magnífica novela El Evangelio según Jesucristo, pone en boca de Jesús estas palabras: “Nadie es tan malo que merezca morir dos veces”. Sin embargo, Fernando Villavicencio, el ex candidato a la presidencia del Ecuador, desde el nueve de agosto pasado, va muriendo de diversas formas y en diversos ámbitos en repetidos y dramáticos decesos.
Hay quien, quizá con un exceso de suspicacia, supone que su asesinato fue un infundio. Y esa posible, aunque muy poco probable, no-muerte es la peor de todas. Porque si está vivo en alguna parte, igual, está muerto para el mundo. Eso de tener que cambiar de identidad, de hábitos, de lugar de vida, de nombre, de señas particulares y quién sabe si hasta de fisonomía y color de cabello debe ser una de las peores muertes imaginables, a pesar de la protección y los emolumentos que seguramente se reciben de “alguien” debe ser una extraña y lacerante manera de morir. Pero, como se dijo, es muy improbable y seguramente la hipótesis más demencial. Así que mejor la ignoramos, la olvidamos y la negamos.
Pero desechando la hipótesis anterior, el nueve de agosto se vio cómo Fernando Villavicencio salió de un evento de campaña escoltado por miembros de su inoperante seguridad, quienes prácticamente lo encerraron en el vehículo sin chofer ni vigilancia efectiva en donde fue acribillado sin piedad. Esa fue, en la realidad, su primera muerte. Aunque tal vez no. Tal vez en la mente de sus maquiavélicos autores intelectuales, Villavicencio estaba ya muerto desde el momento en que decidieron que ya no les era útil más que para patear el tablero electoral y, a la vez, tener su propia víctima para el efecto. Triste muerte aquella, decidida con frialdad y artería.
A poco de este momento, y mientras la ciudad se alborotaba y un poco de asalariados y fanáticos comenzaban a acusar frenéticamente en redes a los miembros del movimiento político más perjudicado por el hecho, se dejó morir desangrado a uno de los sicarios que disparó contra el candidato. Y esa fue otra especie de muerte para Fernando Villavicencio, pues se cerró una de las posibilidades de establecer las responsabilidades del crimen.
Días más tarde, en medio de disputas familiares, Villavicencio murió otra vez en los recuerdos de una de sus hijas, que afirmó haber arrojado el teléfono celular de su padre al río Tomebamba, allá por el sur del país. No se conoce la lógica que la llevó tan lejos para deshacerse del teléfono, y se sabe con frecuencia que quienes han perdido un ser querido si de algo no se deshacen es de su celular, pues entre otros recuerdos entrañables es posible encontrar en los dispositivos mensajes de voz y atesorarlos para que el peso de la ausencia no sea tan desgarrador. Pero también cabe la posibilidad de que se haya querido evadir recuerdos dolorosos, concediendo el beneficio de la duda.
De alguna manera, Fernando Villavicencio volvió a morir cuando su amigo Christian Zurita, alterado hasta los gritos, se opuso rotundamente a que se investigue su teléfono celular (¿fue rescatado finalmente de las aguas del Tomebamba?) aduciendo que eso terminaría con la reputación del ex candidato. ¿Con cuál reputación? Villavicencio no había vacilado en hacer públicas sus pasiones y sus aversiones, y si bien no se debe mancillar la memoria de los fallecidos, y peor de los asesinados, es obvio que no se trataba del Ángel de la Guarda ni de San Francisco de Asís. Por otro lado, la explotación del dispositivo habría facilitado el esclarecimiento de los móviles y los verdaderos autores del horrible crimen.
Para ‘reforzar’ las acciones en torno al asesinato del político, también se asesinaron por lo menos a siete personas más, misteriosamente, en las cárceles, y se habló de un ‘testigo protegido’ que después de un aparente viaje en el tiempo aseveró, según informaciones no muy claras, que era el ‘gobierno de Correa’ el que había ordenado el crimen. Curioso, pues Correa no está en el gobierno desde hace casi siete años. En fin, la ofuscación puede causar lapsus y errores.
Pero la más triste y final muerte de Villavicencio se termina dando una vez que Daniel Noboa resulta elegido presidente en la segunda vuelta electoral, porque en ese momento, quizás sin que siquiera les preocupe disimular los verdaderos móviles del crimen, sus aliados políticos, ‘amigos’ y familiares simplemente dejan de investigar, dejan de mencionarlo y parece desaparecer de escena porque una vez más su nombre y su existencia se vuelven demasiado incómodos para todo el mundo.
Dice José Saramago, en su novela, que nadie es tan malo que merezca morir dos veces. Y Fernando Villavicencio ha muerto cinco o más en poco tiempo. Triste, tristísimo destino.
Tomado de la palabra abierta