Por Santiago Rivadeneira Aguirre
Y la debe dejar por muchas razones: históricas, éticas, morales e incluso por sanidad social, si se piensa en la gobernabilidad y la democracia. La nación se precipita a un caos sin salida, con niveles altísimos de corrupción, sin políticas sociales, ningún plan para restablecer la economía del país, con índices insostenibles de desempleo, una violencia estructural que se ha desbordado y la falta total de institucionalidad (la crisis de la Policía, de la Fiscalía y de la Justicia no puede ser más pavorosa). Todo este panorama, funesto y sombrío, solo demuestra que el gobierno del banquero Lasso está prácticamente fuera de la Ley y la legitimidad.
Cuando el banquero decidió, en nombre del chiste y de la farsa, crear un partido (CREO) que le sirva de plataforma para aspirar a la presidencia del país, comenzó la progresiva idiotización de la política ecuatoriana. Fue el ‘momento maníaco’ de la pequeña e insignificante historia del opulento banquero, que primero renunció sin renunciar, a la prefectura de uno de las organizaciones financieras más grandes del país y, enseguida, comenzó a dejar de lado el viejo síndrome del ‘oligarca aterrorizado’ por la llegada del comunismo de Correa, para adaptarse enseguida a la figura del millonario caritativo, compasivo, humanista que iba a complacer y salvar a todo el mundo.
En el marco de ese ‘optimismo trasnochado’ de un sujeto asediado por los complejos, una buena parte del electorado le eligió, después de dos intentos anteriores, como presidente de la república en el 2021. Y la historia del país volvió a repetirse sin cambiar de rumbo, bajo la misma premisa que inauguró el expresidente Moreno (junto a sus secuaces temporales) en el período que le correspondió gobernar: la estupidez y el oportunismo manifiestos saludados por el capital y el patrocinio mediático. De ese primer ‘efecto de superficie’ del gobierno de Lasso, hemos pasado a la banalidad, a la trampa ideológica de la derecha y del poder hegemónico. O, para decirlo en el mismo tono de sainete que estamos viviendo: el gobierno del banquero Lasso, en apenas 16 meses, es de una imperfecta y carnavalesca improvisación, como jamás se había visto desde del regreso a la democracia, salvo en el desgobierno del renegado de Moreno, de Romo y cía.
Es fácil percibir el origen y las razones de esta ‘caricatura’ de democracia que estamos viviendo: la consulta popular de 2018 y el nacimiento espurio y rabioso del Consejo de Participación Ciudadana de transición, que encabezó Julio César Trujillo, fue el atractivo y oportuno espacio para que la derecha, los banqueros y empresarios se apoderen del Estado y sus instituciones. Las tentadoras seducciones de la consulta popular de Moreno, acerca de los famosos consensos, acuerdos y buenas voluntades, además de la propaganda de los medios de comunicación mercantiles, crearon el caldo de cultivo para saturar a los electores. ¿Ilusión ingenua o disfraz?
Al haberse creado ese ‘lugar vacío’ la democracia vaciló mientras los ciudadanos, librados a su propia espontaneidad, pasaron de sopetón, de un orden aparentemente normativo a la nueva realidad social y política que comenzó a desnaturalizar el sistema y desmembrar el Estado de derecho. Semejante momento desprovisto de contenido, de mero cálculo de las élites, ubicó al país en una ‘falsa totalidad’, en la que, parafraseando al viejo Marx, ‘los intereses de las clases dominantes son los mismos que los intereses generales de la sociedad’.
Otra vez, bajo los mismos preceptos, el gobierno del banquero Lasso sitúa a la consulta popular en una absurda traducción ideológica del mismo lugar común: “con el país o contra el país”, seguida del discurso ponzoñoso plagado de amenazas e intimidaciones. Es el gobierno de las constantes obviedades (entre el palurdo ministro Carrillo y la rusticidad intelectual de Lasso y sus demás colaboradores no hay ninguna diferencia) y de los falsos fundamentos: porque después de año y medio sin gobernar, el banquero ya no tiene nada más que instaurar u ofrecer. Es la ‘paradoja del mentiroso’, castigado con menos de quince por ciento de credibilidad y aceptación.
Podría parecernos descabellado, pero la derecha, el gobierno y los grandes medios de comunicación no pueden salir de esa procaz ‘pulsión refundadora’, sin objetivos. Y esa pulsión se ha vuelto destructiva y criminal en todos los niveles del Estado: hospitales sin medicinas, escuelas en mal estado, una policía descompuesta, las altas cotas de violencia, el sicariato en auge, el narcotráfico incontenible, los asesinatos en las cárceles, niños con cáncer sin medicinas, secuestros y feminicidios todos los días, etc., etc., etc. Siendo como es el gobierno de los grandes simulacros y de los fantasmas deambulatorios, ni siquiera los más mediocres guionistas de cierta embajada, podrían haber imaginado un escenario tan conflictivo y desbocado que, en la percepción de los ciudadanos, aparece como si el Ecuador se hubiera quedado sin futuro. Sin embargo, la sandez, la simpleza y la mediocridad han dejado de ser aparentes en el gobierno del banquero.
Porque lo que el Ecuador vivió en el gobierno de Moreno llegó a rozar los límites de los extravíos más repugnantes: la derecha neoliberal, para mantenerse en el poder, destruyó la institucionalidad del país, y jugó a su propia ley como otro de los fundamentalismos de la ‘democracia de mercado’ a la que no le interesa el bienestar de la mayoría. En el fondo oscuro de ese legado asqueroso ‘floreció’ el ‘gobierno de la farsa’ del banquero Lasso: lo que nos tocará recoger después que el presidente falseta se retire del poder, es la cháchara politiquera, montada sobre mentiras y falsedades.
Eso también es la nueva consulta popular a la que hay que oponerse porque solo representa la estofa del obsesivo, del político fantasioso que ahora se nos presenta como un híbrido entre alimaña y serpiente, con el perdón para ambas especies. O la democracia la hacemos entre todos o tendremos que vivir con la resignación que la hagan y la administren esas minorías encubridoras de la corrupción, del chantaje, del despilfarro ligadas, eso sí, a los intereses lascivos del capital hegemónico de banqueros y empresarios.