Por Carol Murillo Ruiz
1.
La ceguera política, de coyuntura o a largo plazo, no es característica solo de las gentes de derecha o de izquierda. Cuando diversos actores políticos o mediáticos expresan su desazón porque el gobierno de Guillermo Lasso no atina a construir puentes de comunicación con la gente, frente a los múltiples problemas que enfrenta, enseguida se atribuye su falla a que no tiene una estrategia de comunicación efectiva, en otras palabras: que dicha estrategia y sus tácticas prácticas eviten que su palabra como gobernante desaten más contradicciones sobre su supuesto valor como estadista.
Esa desazón, compartida por voceros de la derecha enmascarada o de la izquierda despistada, se sustenta en dos factores. Primero: que Lasso no cumplió lo que prometió en campaña; y, segundo: que no sabe gobernar. Las dos cosas son falacias porque gran parte de esos voceros sabía que el presidente actual ni iba a cumplir sus promesas demagógicas, ni tampoco le interesaba gobernar, es decir, gobernar para las amplias capas de una sociedad empobrecida y carente de cultura política que le permita comprender que un banquero está divorciado, por definición, del equilibrio económico que esas capas requieren para sobrevivir la ausencia de un Estado mínimamente social.
La superficialidad de quienes remachan que la comunicación asertiva del gobierno de Lasso posibilitaría menos desgaste político y mayor conexión con el pueblo, a propósito de la broma estúpida que hace poco le hizo a una señora que recibía una casa, es el ejemplo más claro de que para el presidente ni gobernar ni comunicar son una prioridad del día a día de su mandato.
2.
Ahora bien, es innegable, a estas alturas, que a Lasso le tiene sin cuidado el riesgo político. Se lo ha visto en la aplicación de sus recetas económicas; en sus leyes aprobadas por una asamblea mercenaria; en la forma en que enfrentó el paro de junio de 2022 aceptando un diálogo con la CONAIE que se sabía no terminaría en nada fundamental porque no le afecta ninguna grieta social; en su actitud para pretender entender qué implica la violencia actual, el crimen organizado, las matanzas en las cárceles, el sicariato; en su creencia de que tales problemas podrían ser disminuidos (o escondidos) con más fuerza policial y militar, o el reciente y gravísimo femicidio en un predio de instrucción policial y su impávido discurso de demolición, olvido y tal vez cárcel para el asesino. O su última locura de construir un edificio con “identidad de género”.
¿Qué vemos en todo esto? Hechos. Hechos reales. Mejor: hechos políticos reales. Hechos que merecerían otro tratamiento y gestión si la visión de Lasso y su equipo de ‘ejecutivos bien’ supieran que administrar el Estado está más allá de esa ideología reductiva que abandona las herencias liberales clásicas. O sea, habría que comprender ¡ya! que su pensamiento neoliberal ni siquiera respeta el diseño democrático, ni las instituciones, ni la doctrina implícita en su perverso discurso dinerario.
3.
¿Cómo comunicar esto? ¿Cómo comunicar que gobernar para el bien común no le interesó nunca? ¿Cómo articular mensajes en momentos de crisis si precisamente son esos momentos en los que sus relaciones de poder cobran peso para operar cínicamente los negocios que aceitan su fingimiento gubernativo?
Por eso cuando sus comunicadores -de tremenda astucia, dicen-, elaboran comunicación se encuentran con que no es mucho lo que pueden construir para ocultar que lo que menos hace Lasso es política. Y sin política real no hay comunicación; no hay estrategia y peor tácticas efectivas. Ergo, aparece eso que los inocentes de la derecha y la izquierda llaman “improvisación”. Pues no, no es improvisación política ni comunicacional. Es aquello que en el lenguaje sociológico conocíamos, y bien, un gobierno oligárquico que trabaja para reutilizar el Estado mientras lo despoja de su sustancia pública.
Otros tan o más castos hablan de que es urgente cambiar las fichas del gabinete para ‘oxigenar’ los errores del gobierno. ¡Por favor! Lasso y su círculo están conscientes de que sus fichas en el tablero de Carondelet son más que adecuadas para ejecutar lo que ellos representan: una clase social que sin pudor desecha la democracia y sus canales más básicos. Para el gobierno no es urgente incluir a otros sectores para gobernar y obtener por lo menos esporádicos consensos.
Todo lo anterior debería ponernos en el escenario de una elite, con Lasso a la cabeza, que piensa la gobernabilidad en términos de favores de grupo. En ese marco se inscribe lo que acaba de declarar el ministro de finanzas sobre las tasas de interés y la venta del Banco del Pacífico. ¡No ocultan nada, pero tampoco lo explican comunicacionalmente! Ese es el truco. Decir sin decir lo que hay detrás de cada decisión que en lo concreto solo apunta a beneficiar los intereses de los grupos de poder que lo acompañan, o lo aceitadas que están esas relaciones de poder cuando se trata de confiar la estabilidad o la gobernabilidad en el cuerpo policial y militar, en los medios que le hacen la comunicación política sin filtros y con yapa, y al parecer en la embajada americana que con mucha sorna debe asesorarlo cuando su ‘gente de bien’ no sabe qué hacer con el malestar popular.