Sardinas italianas, zánganos ecuatorianos, alienígenas chilenos. ¿Quiénes son? Los manifestantes, los nuevos represaliados, los y las que participan en las protestas. Los perseguidos de hoy.
“Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión alienígena”, les decía a sus amigas Cecilia Morel, esposa del presidente chileno Sebastián Piñera, en un audio que desató la ira popular porque acababa reconociendo que ellos, los privilegiados, iban a tener que “compartir con los demás”. También durante este mismo otoño, en medio de otra ola de protestas que fue combatida con similar represión, Lenin Moreno, presidente de Ecuador, tildaba de “zánganos correístas” a quienes salieron a las calles en contra de las medidas de ajuste decretadas por su ejecutivo. Y unas semanas más tarde, en la otra punta del planeta, comenzaba en Italia a irrumpir el “movimiento de las sardinas”, formado por opositores a Salvini, a sus discursos de odio y racismo; que se congregaba en las plazas de Bolonia, Génova y Palermo “como sardinas en lata”.
Salvini también ridiculizó a ‘las sardinas’ y habló de ellas despectivamente; pero los activistas se comenzaron a autodenominar así, del mismo modo que los ecuatorianos que participaban en las protestas por la subida del combustible se apropiaron del insulto que les había dirigido Moreno: los medios de comunicación comenzaron a hablar de “la revolución de los zánganos”, se viralizó en las redes sociales el hashtag “yo también soy zángano”, y de esa forma los manifestantes dieron la vuelta a la categoría bajo la que se les pretendía descalificar. En el caso de Chile, las concentraciones y marchas comenzaron a llenarse de caretas y máscaras de alienígenas.
Tres ejemplos de reapropiación de los conceptos, de cómo los ‘indignados’ de hoy se construyen identitariamente a partir de la desacreditación de quienes les señalan como enemigos públicos. Y es que su amenaza es enorme, son un “enemigo poderoso que no respeta a nada ni a nadie”, como dijo Sebastián Piñera. Su amenaza es precisamente el cuestionamiento a la democracia representativa en el marco del neoliberalismo. Se trata de una masa heterogénea de ciudadanos a quienes solo les queda representarse a sí mismos.
Sin embargo, lo que hay detrás de estas etiquetas que el poder pone a quienes le desafían, es una clara voluntad deshumanizadora. Es más fácil matar a un alien que a una persona. Es más fácil aplastar a una avispa que a un ser humano. Vale recordar que estas prácticas de deshumanización han servido como formas de legitimación de los más brutales crímenes en la historia de la humanidad.
Los zánganos, los alienígenas o las sardinas son más fáciles de exterminar porque, en clave foucaultiana, son el desorden, “la peste”. Una plaga. Algo no humano, a lo que se puede declarar incluso la guerra. Y la ley es utilizada para esa guerra.
Para quienes detentan el poder, los ciudadanos que alzan la voz ya no son seres humanos (…), son tratados como una minoría de delincuentes que amenaza la seguridad pública
Lawfare es el concepto que se ha encontrado para definir la instrumentalización de la Justicia por parte del poder político. La nueva forma de persecución a la disidencia. El arma de destrucción masiva de nuestros días termina siendo la ley. Ley contra quienes cubren su rostro en las protestas (casi una macabra ironía), ley para perseguir a la oposición política, ley como instrumento para imponer el orden mediante la violencia.
Para quienes detentan el poder, los ciudadanos que alzan la voz ya no son seres humanos, y tampoco son una mayoría: son tratados como una minoría de delincuentes que amenaza la “seguridad pública”. Es así como los Estados construyen hoy en día sus enemigos. Pero es importante que esos enemigos no tengan rostro. Porque el Estado, para legitimar el (ab)uso de la fuerza, necesita criminalizar y deshumanizar a quienes protestan.
Por eso el poder construye a sus enemigos cosificándolos, negándoles la humanidad, poniéndoles nombres de animales, insectos, cosas o seres sobrenaturales. Porque, al quitarnos el rostro, nos niegan también el alma.
En este mar de incertidumbre, y con la violencia que los discursos van adoptando, con la vuelta de las botas y los fusiles a las calles de Latinoamérica, no sería desquiciado que vuelva también el debate de Bartolomé de las Casas y Sepúlveda: un mundo de seres con y sin alma, con y sin rostro, los indignantes y los indignados.
Fuente: El Salto