Por Javier Calderón Castillo, Nery Chaves García, Constanza Estepa y José Roberto Ruiz
El lawfare en Ecuador es una realidad. Ha tenido una evolución particular, mostrando distintas fases y formas de aplicación desde 2017, cuando el Poder Ejecutivo, en cabeza de Lenín Moreno, impulsó la proscripción del movimiento político que lo llevó al Gobierno como parte de la disputa geopolítica regional de las derechas por la restauración neoliberal en sinergia con los EE. UU. La persecución personal contra el expresidente Rafael Correa fue la primera fase del lawfare, con una activa participación de los medios de comunicación y de un sector del Poder Judicial, se iniciaron 40 procesos judiciales con una condena a priori impuesta por periodistas, por las agencias de los EE. UU. y por el propio arco político-económico que consolidó una coalición de gobierno en torno a Moreno, con el Partido Social Cristiano (PSC) y la Alianza CREO, de Guillermo Lasso.
Esa primera fase concluyó con la proscripción política de Correa al ser sentenciado en un proceso judicial irregular llamado primero “Arroz verde” y posteriormente, con un nombre más mediático, “Caso sobornos”, luego de condenar al vicepresidente Jorge Glas a seis años de prisión. Sin embargo, esta persecución personal no acabó con el proyecto de la Revolución Ciudadana. Ese movimiento tuvo buenos resultados en las elecciones locales de 2019, imponiéndose en la prefectura de las provincias de Manabí y de Pichincha, dos grandes distritos electorales.[1] Además, Correa ya se había medido en el referéndum/consulta popular de 2018, convocando a votar en contra de las modificaciones constitucionales y logrando aglutinar cerca del 32 % de los votos.[2] La persecución y proscripción de Correa y Glas no fueron suficientes para enterrar el proyecto político progresista.
La permanencia de Correa en la escena política, con un respaldo de más de un tercio de la población, desencadenó una nueva fase de lawfare orientada a perseguir a la nueva generación de líderes y lideresas de la Revolución Ciudadana y a borrar de las instituciones cualquier tipo de influencia política de dicho proyecto político, consolidando una verdadera cacería auspiciada por Moreno, Lasso, el PSC y la fiscal general del Estado, Diana Salazar, nombrada en ese cargo con el objetivo expreso de profundizar la guerra judicial, impulsando un “lawfare recargado” [3].
En la reinstauración del neoliberalismo, Moreno y el circulo restaurador acordaron un nuevo endeudamiento de Ecuador con el FMI, recortaron salarios y facilitaron aumentos a la gasolina que desataron movilizaciones sociales de gran envergadura. En octubre de 2019, trabajadores, indígenas y población en general tomaron las calles en contra de las medidas de ajuste del Gobierno. En este contexto, se generó una nueva narrativa de la guerra judicial, ya no centrada en la corrupción, sino que se judicializó a la prefecta de Pichincha, Paola Pabón, y a otros líderes del proyecto de la Revolución Ciudadana, bajo la acusación de rebelión. Una situación que provocó el exilio de otras y otros líderes de esa extracción política, como Gabriela Rivadeneira, al quedar expuesta la decisión estatal de detener y proscribir a las nuevas generaciones de progresistas, identificadas con el expresidente Rafael Correa.
Primera fase: lawfare teledirigido
Cuarenta procesos judiciales en contra del expresidente Rafael Correa explican una sistemática persecución con el objetivo específico de proscribir su acción política y su movimiento. Una guerra judicial que no cesa y que cumplió su cometido. El expresidente no pudo postularse a la Vicepresidencia en las elecciones de 2021, tras ser sentenciado por el “Caso sobornos”, un proceso judicial lleno de irregularidades y actos exprés del Poder Judicial, que dejan dudas de su objetividad y de las garantías judiciales. Está claro que la decisión del poder económico, mediático y político de la derecha ecuatoriana se expresó en esos fallos. No quieren a Correa en competencia. Una decisión antidemocrática con repercusiones aún imposibles de determinar.
En esa persecución teledirigida, los principales aliados del expresidente Correa se convirtieron en blancos de la Justicia y de arbitrariedades. El vicepresidente Jorge Glas fue borrado de la escena política. Le retiraron los fueros como vicepresidente, aceleraron o alargaron los tiempos procesales de forma anómala y la condena llegó con el concurso de testigos protegidos, arrepentidos de dudosa procedencia y poniendo la carga de la prueba sobre el imputado. Jorge Glas estaba condenado desde el pronunciamiento público de Lenín Moreno señalándolo por corrupción. Ni sus enfermedades que conllevan riesgo de vida han sido consideradas para otorgarle la prisión domiciliaria o uso de tobillera. Todo indica que cumplirá su condena antes que las cortes internacionales vean el expediente y remedien la injusticia.
Para el 2018 ya el expresidente Correa era procesado en más de trece causas judiciales, que incluían desde acusaciones por supuesta persecución a funcionarios, sobornos, secuestro, asociación ilícita, mal manejo de la deuda pública. En esta nueva indagación se encuentran abiertas nuevas causas, y una sentencia en firme a ocho años de prisión para el expresidente por el “Caso sobornos”, cuya característica está sintetizada en el uso de la inteligencia del Estado para construir la información y arreglar apremios contra personas para construir testimonios falsos. La información supone la participación de integrantes de servicios de seguridad anticorreístas y sectores vinculados a inteligencia, asociados a EE. UU.
Se ejecutó la proscripción judicial de Correa con un concierto orquestado por militares, políticos, medios de comunicación, jueces y asambleístas, con la ayuda de terceros países. Queda clara la intencionalidad de apuntar a Correa con procesos teledirigidos, con un efecto racimo expandiendo hacia sus aliados o integrantes del Poder Ejecutivo. El objetivo fue judicializar a una gran porción de funcionarios del anterior Gobierno, en especial aquellos y aquellas que no se plegaron a las nuevas reglas de la gestión del presidente Moreno.
La larga lista de perseguidos y procesados empezó a ser engrosada por correístas que no fueron alcanzados por los proyectiles de la primera ronda de la guerra judicial. Luego del cambio en las reglas democráticas producidas por el Referéndum y la Consulta Popular de 2018, la guerra judicial se encaminó a cerrar la democracia. Ningún correísta puede estar en funciones en el Estado, ni por elección popular, ni por concurso de méritos.
Esta lista resume el tamaño de la guerra judicial. A las y los funcionarios del Gobierno se les acusa de varios tipos de delitos penales: peculado, asociación ilícita, enriquecimiento ilícito, cohecho, entre otros, incluyendo algunas polémicas o extravagantes, como los procesos por la irregularidad en la deuda pública, aunque el Gobierno de Correa logró desendeudar al Ecuador y tenía saneada la deuda con el FMI. Cuatro de los funcionarios mencionados se encuentran encarcelados, y siete de ellos están exiliados. Rafael Correa está condenado, pero en libertad, por residir en Bélgica, aunque el Gobierno de Moreno insistió a la Interpol para su ubicación y detención internacional. Ese pedido fue desestimado por el organismo policial internacional.
Segunda etapa del lawfare: de la corrupción a la rebelión
El presidente Moreno colocó todo su capital político y constituyó alianzas con las coaliciones de derechas lideradas por Jaime Nebot y Guillermo Lasso con el propósito de cambiar la Constitución, derogar el mandato del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), con el objetivo de nombrar un consejo afín y desvincular a toda la estructura institucional que pudiera estar en contacto o ser cercana al expresidente Correa. El CPCCS transitorio destituyó a 28 funcionarios de alto nivel: fiscal, contralor, Consejo de la Judicatura, entre otros, y nombró de forma definitiva los funcionarios destinados a reemplazar a los defenestrados de esas instituciones (violando la Constitución, pues su carácter transitorio se lo impedía). Fueron juicios sumariales, donde los funcionarios no tuvieron forma de defensa, recibieron acusaciones mediáticas (sin pruebas), y tuvieron que abandonar los cargos. Un tiempo después, esa manera antidemocrática de proceder develaría la verdadera razón: la proscripción definitiva de Correa y la persecución general del correísmo.
La Constitución de Montecristi creó al CPCCS como un poder “árbitro” destinado a garantizar el equilibrio de poderes, un poder participativo e incluyente de la sociedad civil con atribuciones innovadoras orientadas a resolver las fallas estructurales de la división de poderes, por las que el Poder Judicial termina reproduciendo su correlación de fuerzas en relación sinérgica con las mayorías de turno instaladas en los poderes Legislativo y Ejecutivo, sin que la ciudadanía tenga formas de incidir en la elección de magistrados, fiscales, procuradores, jueces, aunque representen el poder del desequilibrio.
Así las cosas, el CPCCS se convirtió en ese árbitro de la democracia, en el experimento democratizador del Poder Judicial. Razón fundamental para que Moreno y sus aliados socialcristianos centraran su estrategia en destruir dicha institución. Primero revocando el mandato de quienes habían ganado el concurso de méritos establecido por la Constitución y luego nombrando de forma discrecional (sin contemplar méritos) un CPCCS transitorio con mandato destituyente. El CPCCS transitorio destituyó a 28 funcionarios de alto rango en las principales instituciones judiciales del país, y nombró en su reemplazo a un grupo de funcionarios afines al nuevo Gobierno.
La situación no concluyó con esta maniobra. En el 2019 el Gobierno se vio obligado a convocar elecciones del CPCCS aplicando el nuevo mecanismo establecido por la reforma del Referéndum y la Consulta Popular, en un momento político donde resultaba insostenible la transitoriedad de los consejeros. Las elecciones resultaron para Moreno un gran fracaso. Se eligieron los consejeros del CPCCS con un resultado independiente y su mayoría de integrantes resultó distante al proyecto de restauración de Moreno y de los socialcristianos. Un hecho que dio inició a otro abrupto proceso de destrucción democrática. La Asamblea Nacional (AN) abrió procesos sumarios, en forma de juicio político, en contra de cuatro consejeros y los destituyó. Los medios acompañaron el juicio político justificando la acción de la AN con el argumento de una falta grave de las y los consejeros al revisar los nombramientos del CPCCS transitorio, y porque los editorialistas consideraban que los consejeros estaban contaminados de correísmo. Una verdadera razzia antidemocrática que le dio la estocada final al proyecto democratizador de la Constituyente de Montecristi. En ese proceso fueron destituidos las y los cuatro consejeros porque los partidos sospechaban que eran correístas por pretender cumplir con una de sus funciones principales: la transparencia y el Control Social.
Con las manos atadas y con la velada amenaza de juicio político por sus actuaciones, el actual CPCCS quedó en firme en agosto de 2019. Para el 2020, Moreno decidió desfinanciarlo; no recibió el presupuesto solicitado para desplegar su acción de control ciudadano, sólo para sostener lo mínimo de su nómina. Su función como el poder de transparencia y control social quedó por completo desinstalado. Como resultado, el CPCCS no pudo seguir siendo el centro de la estrategia anticorrupción y control de la actuación del Poder Judicial; la pandemia dejó al descubierto la colosal corrupción de distintas instituciones, mostrando las causas estructurales de dicha acción delincuencial, sin que el CPCCS pudiera articular la lucha en contra de ese cártel de la corrupción, ni contribuir a cuidar el dinero de las y los ecuatorianos. De la misma manera, quedó en evidencia el deterioro del consenso social en torno a la Constitución de Montecristi y la ruptura democrática. El poder delegado por la Constitución para el control ciudadano y de interinstitucionalidad en la lucha contra los delitos relacionados con el detrimento patrimonial del Estado resultó fracturada. Moreno, con la destrucción del CPCCS y el nombramiento de allegados en los altos cargos del Poder Judicial, concentró en la Fiscalía General del Estado todo el poder, ya no ciudadano, sino punitivo, con el cual se sojuzgan opositores y se determinan las prioridades para los procesos judiciales. Las causas de fuga de capitales, paraísos fiscales, los inapapers, los panamápapers, están engavetados en la oficina de la todopoderosa fiscal general Diana Salazar, aliada incondicional del presidente Moreno.
En esas condiciones, la acción judicial del Estado ecuatoriano pasó de ser un arma en contra de los opositores correístas en la restauración neoliberal a un arma para la instalación de un régimen represivo de tipo conservador/punitivo. En las movilizaciones sociales y populares del 2019 quedó demostrado. Cuando la sociedad se expresó en contra del gasolinazo y las organizaciones indígenas, campesinas y sindicales se movilizaron, la acción estatal fue en extremo represiva y punitiva. El resultado fueron 1.152 personas detenidas, 7 fallecidas, y cerca de 1.320 heridas. A esas causas las lleva la fiscal Salazar de una forma arbitraria, apuntando en contra de las y los integrantes del correísmo que lograron escaños de importancia en las prefecturas de Manabí y Pichincha y la férrea oposición al Gobierno de Moreno desde la Asamblea Nacional.
Esta segunda ola de guerra judicial fue menos sofisticada que la primera. Los funcionarios, funcionarias y asambleístas perseguidos ya no tienen causas por corrupción, sino por rebelión o instigación. Bajo esa persecución tuvieron que asilarse cuatro emblemáticos asambleístas encabezados por Gabriela Rivadeneira, y la prefecta de Pichincha junto a su equipo fueron detenidos acusados por el presunto delito de “rebelión” (Art. 336 del Código Orgánico Integral Penal), un absurdo jurídico que luego corrigieron, acusándoles por el delito de “instigación”, fundado la acción penal en las protestas ciudadanas que convocaron desde diferentes sectores sociales. Moreno recargó el cañón del lawfare con la proscripción y los estatutos de seguridad, y regresó al Ecuador a los peores años del neoliberalismo y el conservadurismo.
Este último listado de perseguidos y perseguidas por la nueva modalidad de lawfare, centrado en la acusación a políticos de los delitos de “incitación” y “rebelión”, además de dejar al descubierto el carácter político de las causas judiciales, demostró el contubernio con los medios de comunicación. Los allanamientos espectaculares en contra de la prefecta de Pichincha, Paola Pabón y de su equipo de colaboradores, como Virgilio Hernández y Christian González, fueron grabados y transmitidos en vivo por canales de televisión y por redes sociales, violando los derechos de los detenidos y generando un efecto de instigación al buen nombre y a la presunción de inocencia. La gravedad jurídico-institucional motivó la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que solicitó a Lenín Moreno la adopción de las medidas necesarias para proteger los derechos a la vida y a la integridad personal de Paola Pabón, Virgilio Hernández y Christian González, al considerar que la detención revestía carácter de gravedad, urgencia e irreparabilidad.
Los asambleístas no tuvieron ese mismo tratamiento, porque lograron refugiarse en la embajada de la República de México en la ciudad de Quito, solicitando asilo para ellos y sus familias. Luego de un conflicto diplomático, los asambleístas recibieron salvoconductos por el Estado ecuatoriano para permitir su salida del país. Se configuró un nuevo modus operandi de la guerra judicial mucho más frontal, con el amedrentamiento y hostigamiento policial para perseguir a los opositores políticos. La segunda fase de la persecución alcanzó a familiares de los asambleístas, siendo el caso más evidente la acusación y encarcelamiento del padre de la Asambleísta Gabriela Rivadeneira. Pedro Rivadeneira Sandretti fue procesado por enriquecimiento y asociación ilícita, fue capturado y luego de dos meses fue sobreseído debido a que el juez de la causa no encontró ningún mérito.
En la actualidad, la estrategia es condicionar a Andrés Arauz, el candidato del correísmo a la Presidencia. Siete días antes de las elecciones presidenciales en Ecuador, la Revista Semana, un medio de comunicación colombiano perteneciente al segundo grupo económico más importante de ese país (de la familia Gilinsky) y con una línea editorial conservadora, publicó como tema central y en primera página “Los explosivos archivos de Uriel”, una información de organismos de la inteligencia militar colombiana sobre los supuestos contenidos del computador de un guerrillero del ELN muerto en una operación de las Fuerzas Militares. En la publicación aseguran que el guerrillero tenía en su poder una carta donde informaba la entrega de 80 mil dólares a la campaña presidencial de Andrés Arauz.
Esta acción de la Revista Semana condujo a la apertura de un proceso judicial por parte de la Fiscalía General del Estado de Ecuador por esos supuestos hechos: ¿por qué se publica primero en la Revista Semana y dos semanas después el fiscal general de Colombia viaja a Ecuador a entregar supuestas evidencias de los hechos? Si la Fiscalía colombiana conocía esos supuestos documentos ¿por qué no informó al Gobierno de Ecuador antes de la publicación? El timing político fue clave en esta acción.
Conclusión: lawfare recargado
Lenín Moreno encabezó una restauración neoliberal en lo económico y conservadora en lo político. Destruyó el poder de Transparencia y Control Social creado en la Constitución de Montecristi, y retrotrajo al país a la idea punitiva centrada en la acción de la Fiscalía, en cabeza de una persona cercana a sus intereses. Concentración de poder y destrucción de la participación en la lucha contra los delitos de corrupción. Usaron la lucha contra la corrupción como excusa para acabar con la lucha contra la corrupción.
Aparecieron nuevas modalidades de Lawfare en Ecuador: hostigamiento a familiares de políticos para obligarles a exiliarse, allanamientos transmitidos en vivo a mitad de la noche para aumentar el sojuzgamiento mediático, y destitución por juicio político a los consejeros/as del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social.
La captura de la prefecta de Pichincha y su equipo dejó al descubierto que estaban siendo objeto de escuchas ilegales. Sus teléfonos estaban intervenidos de forma ilegal, y con esos audios la Fiscalía General del Estado está estructurando los procesos judiciales. Esta línea está relacionada con la ciberseguridad, el regreso de las operaciones de la base militar de los EE. UU. en Manta, y la compra de equipamiento tecnológico con el aumento del presupuesto militar.
El show judicial en contra de la fórmula presidencial Arauz-Rabascall, con casos manufacturados y sin pruebas, parece orientado a interferir en la voluntad de los y las electoras. Existen antecedentes de este tipo de acciones con timing político, iniciadas por la justicia colombiana, que se conocen como “falsos positivos” judiciales.
[1] https://www.celag.org/informe-postelectoral-ecuador-seccionales-cpccs/
[2] https://www.celag.org/informe-post-electoral-consulta-popular-ecuador/
[3] https://www.celag.org/el-lawfare-puro-cuento/Comparte: