Carecen de lucidez y, aunque se presenten como desobedientes frente al orden establecido, no son más que los exponentes del sistema que los utiliza como mercenarios de tinta para difundir sus banalidades.
El arte de la ironía no lo manejan, no así el del ataque cobarde, con agresiones machistas, misóginas. En eso son unos capos.
Actúan como verdaderos paracos del periodismo, amenazando, violentando por medio de sus libelos. Hernández o Pallares más parecen los líderes un cartel, que de un medio de comunicación. Braulio y Asdrúbal eran los personajes de la novela Las Muñecas de la Mafia que, mediante el poder que tenían, se creían con el derecho de pisotear a las mujeres a las que consideraban sus objetos por lo que podían golpearlas, marcarlas, denigrarlas y hasta matarlas.
El 9 de agosto de 2020, José Hernández publicó un artículo donde se dedicó a ofender y estigmatizar a Marcela Aguiñaga. En él puso en evidencia sus dotes de macho dominante, de vulgar insultador y de individuo acomplejado.
No soporta ver a una mujer que, sin ser de los sectores populares, se ponga del lado de ellos. Es un golpe para Hernández y Pallares. Ellos hubiesen preferido que ella, la mujer a la que acusan de haber sido formada por la oligarquía, no haya escogido un camino diferente para hacer política del que acostumbran las damas de la burguesía. En realidad, es eso lo que les molesta, y no “sus zapatos o strapy bow sandal de Ferragamo, relojes Tissot o ropa de marca” como dice Hernández, para quien una mujer que se ubique en el otro lado de la vereda política no debe exhibir estos artículos que son exclusivos de las señoras de la alta alcurnia o políticamente correctas.
Los ataques de estos machos del periodismo, al servicio de la oligarquía, se han dirigido también contra otras militantes de la Revolución Ciudadana como Paola Pabón o Gabriela Rivadeneira.
Con sus argumentos banales pretenden que quienes luchan por un mundo distinto al que ellos defienden, reciban migajas, vistan pobremente o coman desperdicios porque los manjares están reservados para las “élites”, así como las cosas finas y la buena comida. Olvidan, eso sí, que cada cosa que consumen lo ha producido la clase trabajadora, los campesinos.
Con seguridad el capo Hernández no se atreverá a cuestionar el uso de prendas exclusivas por parte de Joyce Ginatta o Ivonne Boqui, mujeres de la oligarquía. Es la doble moral de este personaje que, con certeza, tendrá en su muñeca un reloj de marca, chaquetas de almacenes caros y en su bolsillo una cartera fina.
No contento con esto, José Hernández acusa a Marcela Aguiñaga de ser sumisa. Justamente él, el machista, el que la insulta, el que la denigra ve en ella a una mujer sometida. Odia su cercanía a Correa y trastoca su lealtad y amistad, en sometimiento. Por supuesto que hay cosas que debatir, pero no es Hernández el macho alfa que puede disponer cómo y en qué circunstancias la ofendida debe pensar y actuar. Su machismo lo lleva a creer que ella no piensa y actúa por sí misma. Cree el capo que se trata de una empleada más como las que acostumbran a tener los prepotentes burgueses, a los que jamás el paraperiodista topará en sus libelos.
Hernandez, en una muestra de falta de ética hace acusaciones contra Aguiñaga en relación a unas glosas establecidas por Contraloría. A ningún momento expone la otra versión, la de Marcela Aguiñaga, por medio de la cual desmonta esas acusaciones.
Un vulgar opinador, el capo de los pelagatos, mismo que utiliza su medio para difamar y ensuciar el nombre de otras personas que no son afines a sus intereses.
Ya lo hizo anteriormente con la hija de Rafael Correa a quien, con aires de grandeza intelectual, pretendió minimizarla por haber publicado un artículo sobre la democracia, siendo aún estudiante de comunicación. Es el desprecio del capo por la juventud y por las mujeres que no son afines a su concepción de la realidad social.
Este cartel de los sapos del paraperiodismo debe ser cuestionado no solo por sus ataques misóginos sino por su ramplonería en el ejercicio de la profesión