Por Raúl Vallejo Corral

Yo no sé si Cristina Fernández de Kirchner sea culpable de aquello que la acusan. La justicia argentina, libre de presiones mediáticas y políticas, deberá determinarlo más allá de toda duda que pueda ser calificada de lawfare. Lo que sí sé es que deshumanizar al rival político, es decir, reducirlo a la condición más execrable posible mediante un discurso de odio, es convertirlo en blanco favorito de fanáticos. El intento de magnicidio perpetrado sobre la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, debería generar una reflexión ciudadana sobre las prácticas políticas de hoy porque un atentado de esta naturaleza socava la democracia, se inscribe en los efectos de la criminalización del opositor político y es un signo preocupante del ascenso sostenido del neofascismo.
En primer lugar, debemos entender que la democracia burguesa, con sus limitaciones intrínsecas, se sostiene en la convivencia pacífica de los distintos actores políticos, en la tolerancia de las diversas ideas y en la alternabilidad en el ejercicio de gobierno. Cuando se impide el debate de ideas y se lo reemplaza por el lenguaje violento del insulto, las acusaciones infundadas y la descalificación moral del adversario, se está exacerbando las contradicciones, la intolerancia y las agresiones físicas. Como nunca faltan mentes afiebradas y fanáticas, se genera la idea de la eliminación física del adversario político con lo cual hemos retrocedido varios siglos en la construcción de sociedades de paz y se pone a un país al borde de la guerra civil. Y no estoy hablando de la intriga de una novela distópica: el irrespeto a las normas de la convivencia democrática es un atentando que socava la misma democracia y que, por lo tanto, exacerba la violencia social y política.

Con el debilitamiento de la democracia, la presunción de inocencia muere. Ahora las personas están en la obligación de demostrar su inocencia y la carga de la prueba, en el campo minado de las redes sociales, ya no recae en quien acusa sino en quien se defiende de una acusación. Criminalizar al opositor político se ha vuelto una práctica sin escrúpulos: se repite hasta la saciedad una acusación: se la simplifica y exagera, se mezclan elementos ciertos y falsedades, y, a través de los troles de las redes sociales, se hace creer que todo el mundo coincide con aquella. Y, si existe alguna persona de una tienda política involucrada en una acción delictiva suficientemente probada, se generaliza la conducta delincuencial sobre todos quienes participan de dicha opción política. La criminalización, además, va de la mano del discurso de eliminar de la historia del país a ese otro a quien se la ha quitado no solo la presunción de inocencia sino el derecho de participación en la vida pública.

Fácilmente, el discurso moralista sobre la honestidad se convierte en discurso de odio e incita, incluso más allá de la voluntad de quienes lo sostienen, a la violencia política. Personajillos revestidos de moralina e ideas ramplonas se dedican a denostar contra sus adversarios políticos y, escudándose tras la consigna de que la libertad de expresión lo aguanta todo, se dedican a predicar contra la existencia misma del adversario político. El discurso de odio se instala como si fuera una virtud. Ciertos medios de comunicación se han convertido en actores políticos y sus periodistas en activistas que toman partido por los intereses que el dueño del medio representa; en la práctica, estos no son periodistas sino mercenarios de la palabra que insultan y sentencian desde la agenda particular de aquellos a quienes sirven. Todo esto contribuye al ascenso sostenido de un neofascismo que cierra los espacios de participación en la vida de civil de aquellos a quienes pretende proscribir de la vida pública. Sabemos que el fascismo es esencialmente violento y que un periódico enseñe cómo debió ser manejada el arma del atentado para que este hubiera sido efectivo solo contribuye a que crezca aún más ese neofascismo en ascenso.

El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner es un hecho criminal que, más allá de las simpatías o antipatías hacia ella y su movimiento político, debería ser no solo motivo de preocupación sino también motivo de rechazo por todos quienes creemos en la convivencia democrática. El fanático negará la realidad y tranquilizará su conciencia hablando de autoatentado; pretenderá sembrar dudas sobre este y hasta dirá que la pistola era una pistola de agua; o, lo que es peor, se quedará en silencio porque, en el fondo secreto de su odio, lamenta que no se haya concretado el magnicidio. Ojalá entendamos que los discursos de odio que alimenta el neofascismo son las semillas de los asesinatos políticos, tanto de los simbólicos como de los perpetrados en la humanidad del enemigo.

Tomado de acoso textual

Por RK