Por Luciana Cadaia

¿No hay algo profundamente sospechoso en reflejar del lado de lo plebeyo la responsabilidad última del fascismo? ¿Por qué no encontramos, del lado de las élites, una imagen que pudiera tener el mismo peso simbólico? No es casual que el pueblo aparezca como el lugar de una sospecha y las élites queden, astutamente, sustraídas de la escena.

Cuando alguien pronuncia la palabra fascismo lo primero que se nos viene a la mente es la figura de Franco, Hitler o Mussolini ante una masa enardecida de fieles seguidores. Incluso nos descubrimos a nosotros mismos experimentando un sinfín de sensaciones reprobatorias ante el revoltijo de pasiones que pareciera desatar el vínculo entre el líder y su pueblo. Por eso, cada vez que vemos repetirse la escena, es decir, cada vez que observamos la imagen de un pueblo organizado alrededor de la figura de un líder, se encienden en nosotros todas las luces de alarma. Pero esta cadena asociativa de imágenes está lejos de ser algo espontáneo y natural. Más bien responde a un régimen de visión que nos tiene acostumbrados a identificar de manera automática el vínculo del líder y el pueblo con el fascismo. Probablemente no sea mala idea hacer el ejercicio especulativo de cortocircuitar esta caprichosa asociación emocional que determina de antemano qué debemos encontrar allí y cómo debemos sentirnos ante estas imágenes. Posiblemente este rechazo al vínculo entre pueblo y líder apunte más a nuestros propios tabúes que a los peligros reales de reactivar las escenas del pasado. A fin de cuentas: ¿de qué hablamos cuando nombramos al fascismo?

Quizá sea momento de prestar más atención no tanto a las cadenas de asociaciones sino, más bien, a la cadena de omisiones que han permitido situar la conexión entre pueblo y líder en el centro de la escena del fascismo. ¿No hay algo profundamente sospechoso en reflejar del lado de lo plebeyo —la dizque masa o turba fanática— la responsabilidad última del fascismo? ¿Por qué no encontramos, del lado de las élites, una imagen que pudiera tener el mismo peso simbólico? No es casual que el pueblo aparezca como el lugar de una sospecha y las élites queden, astutamente, sustraídas de la escena. A fuerza de fijar en nuestra memoria del fascismo la imagen del líder junto a las masas, nos olvidamos de pensar cómo las élites mundiales propiciaron su ascenso y supieron sacar todo su provecho.

Más aún, estos imaginarios caricaturescos del fascismo presentan grandes limitaciones para entender su retorno.

Está claro que las configuraciones trilladas de los fascismos clásicos no nos ayudan a comprender sus aspectos novedosos ni, mucho menos, el papel que cumplen las élites actuales ante esta nueva mutación. Hemos quedado atrapados en las grotescas imágenes del asalto al Capitolio de los Estados Unidos como si allí, en ese vínculo entre Trump y su dizque «horda de fanáticos», descansara la raíz o esencia del fascismo.

Pero no nos hemos puesto a pensar en todo lo que ha tenido que pasar para que cierta parte de los sectores más vulnerables de los Estados Unidos descubrieran en un personaje como Trump una forma de dignidad. Es decir: cuáles han sido los diferentes mecanismos de despojo cultural, simbólico y económico que han perpetuado las élites norteamericanas sobre la población como para encontrar una identificación emocional en alguien que pertenece a esa misma élite oligárquica. Y cuán astuto ha sido Trump en jugar con esos mismo tabúes del pasado para incitar a sus seguidores a la fantasía de la horda primordial.

Por otra parte, qué puede haber en común entre la imagen de Donald Trump ofreciendo banquetes de hamburguesas de McDonald’s en la Casa Blanca, los guiños calculados del Ministro de Cultura de Jair Bolsonaro a Goebbels, la estética pop y naïf de un personaje como Mauricio Macri que invita a la revolución de la alegría, o las catarsis evangélicas de Jeanine Añez en el Palacio Presidencial en Bolivia. Es como si asistiéramos a un pastiche de imágenes donde lo viejo y lo nuevo parecieran entremezclarse de manera confusa y caótica. Sin embargo, debajo de ese aparente caos, una nueva forma de autoritarismo, aún por descifrar, está comenzando a gestarse.

En The New Faces of Fascism [1] el pensador italiano Enzo Traverso nos ofrece algunas claves importantes que nos pueden ayudar a pensar mejor este confuso retorno. En ese libro nos sugiere que la apelación al fascismo o al neofascismo corren el riesgo de volverse demasiado estáticas: como si simplemente se tratara de la repetición de un mismo fenómeno. El uso de la palabra postfascismo, en cambio, le permite entender que se trata tanto de una continuidad como de una ruptura que excede cualquier régimen histórico determinado.[2] La otra cuestión importante que nos plantea Traverso atañe a las diferentes usos que hacemos del pasado para narrarnos este fenómeno. Nos menciona un primer uso estructurado a partir de la frontera entre el «fascismo» y el «antifascismo», propio de la resistencia republicana o comunista. Pero este uso o relato del pasado construido desde la izquierda ha sido eclipsado por la narrativa del liberalismo, la cual propició una curiosa oposición entre el «mundo libre» (apolítico y desideologizado) y el «fascismo» (politizado, ideologizado y arcaico). Es decir, esta segunda frontera ya no marca su línea divisoria a partir de la alternativa que pueden suponer los proyectos emancipatorios sino desde la democracia de libre mercado. Y el gran triunfo de esta narrativa, propia de un ethos liberal metamorfoseado en neoliberalismo, ha consistido en crear una equivalencia entre la izquierda y el fascismo, entendidos como dos extremos radicalizados que le ha permitido identificar a la izquierda con el nacionalismo y el totalitarismo. Es decir, se instauró paulatinamente la idea de que la izquierda también podía llegar a ser fascista.[3] Según Traverso, hoy nos encontramos atrapados dentro de esta segunda narrativa, donde el retorno del fascismo se asocia con todo aquello que no se identifica con la democracia de libre mercado, es decir: el populismo, los partidos de extrema derecha o el terrorismo islámico, por citar algunos ejemplos. Si bien esta distinción que nos propone Traverso es esclarecedora, ya que nos permite entender en qué medida esta narrativa histórica propiciada por la democracia de libre mercado es cómplice de todas las caricaturas y limitaciones que señalábamos más arriba alrededor del fascismo, por otra parte creemos que no logra vislumbrar la nueva mutación que se aceleró con la pandemia, a saber: una forma de fascismo engendrada en las entrañas de ese supuesto «mundo libre».

En la actualidad, se vuelve urgente revisar algunas de las trampas en las que nos encerró esta narrativa liberal y que esta pandemia ha ayudado a desactivar. Lo primero que podríamos advertir es que la organización del pueblo alrededor de figuras de liderazgos, la construcción de identidades colectivas o la presencia de un Estado «fuerte» no necesariamente son expresiones del fascismo e, incluso, pueden oponerse a él.

Por citar un ejemplo, es muy común asociar el proyecto de nación latinoamericano con una suerte de continuidad del ethos colonial de blanqueamiento e invisibilización de los indígenas, los negros, las mujeres o de los colectivos que hoy reciben el nombre de LGBTI. Desde esta interpretación, la nación determinaría al hombre blanco heteropatriarcal como el único sujeto legítimo de la historia con autoridad para perpetuar su identidad y ejercer su poder. Pero, alternativa a esa construcción oligárquica de la nación, también contamos con otra elaborada desde el campo popular, es decir, de los excluidos de esa supuesta identidad legítima. Esta idea de nación plebeya se encuentra en las antípodas de la idea de nación como blanqueamiento, más que nada porque surge de aquellos sectores que han quedado fuera de ese relato. Es la heterogeneidad constitutiva de los que no tenían lugar en la escena oligárquica lo que produce el deseo de una articulación e identificación alternativa. Y esto es muy distinto a cómo funciona el deseo en el fascismo. En el ethos fascista, la articulación de un colectivo viene dada por el deseo de conservación de algún tipo de linaje o identidad previamente constituida. Por esa razón, la lógica deseante del fascismo es inmunitaria, esto es, asume que hay una identidad ya dada de antemano que se encontraría amenazada por la presencia de un otro. Sin embargo, esa mismidad o identidad previa es una proyección fantasmal que resultó del mismo acto de exclusión, de modo que asumirse como hombre blanco heteropatriarcal es sinónimo de no ser mujer, indígena, negro o LGBTI. Dicho de otra manera, esa identidad en sí misma no existe más que como negación de todas las demás. ¿Pero qué es, entonces, lo que se ve amenazado si no hay algo así como una identidad esencial a conservar? Lo que se ve amenazado es la posición de privilegio que promete la articulación fascista, entendida como una forma de superioridad del hombre sobre la mujer, del blanco sobre las demás razas, de las clases altas sobre las clases medias y populares, y de éstas sobre los migrantes. Por eso, los discursos xenófobos, elitistas, de discriminación por género o antiprogresistas se estructuran bajo una misma fantasía: el otro funciona como esa presencia que necesito negar y afirmar al mismo tiempo, ya que es su exclusión lo que garantizaría mi identidad en tanto lugar de privilegio relativo en el mundo. Hay, de este modo, una secreta complicidad paradojal entre identidad y privilegio: es la promesa, en un mundo de despojo y desigualdad, de poder ser más que alguien. En este punto resulta crucial comprender la oposición entre asumir el proceso de identificación a partir de la convicción de que debo conservar una identidad como superioridad y privilegio y, en cambio, hacerlo desde la creencia de que debo conservar una heterogeneidad (la diferencia que nos constituye).

Considero que si nos tomamos en serio el problema de las narrativas históricas alrededor del fascismo que planteaba Traverso, la dicotomía entre el «fascismo» y el «mundo libre» es una imagen que se ha vuelto obsoleta porque omite hasta qué punto este último es deudor de aquel; cómo, de cierta manera, ese «mundo libre» ha garantizado, subterráneamente, la supervivencia del fascismo. Pensemos en algunos ejemplos actuales. El más emblemático de todos es la posición de los «antivacunas», que viven como un autoritarismo de Estado las medidas de confinamiento y las políticas públicas de vacunación. Pero también se refleja de manera muy nítida cuando la extrema derecha apela al principio de la libertad individual para poder rechazar la supuesta «imposición» sobre la educación sexual de sus hijos, o cuando se siente amenazada ante la «ideología de género» o la intervención estatal en temas de economía, salud o educación o, peor aún, cuando habla de la tiranía del progresismo como obstáculo para la verdadera libertad de que cada uno piense, diga o haga lo que se le dé la gana, no evoca las imágenes con las que asociamos el poder fascista sino que lo hace desde la retórica de la libertad entendida como no interferencia.

Posiblemente la gran novedad del fascismo se exprese hoy como una crisis de la libertad individual que, habiendo sido la bandera del liberalismo, ahora es apropiada por la extrema derecha. ¿Pero no ha sido la inconfesada ideología «del mundo libre», supuestamente antifascista, la responsable de convertir la libertad de no interferencia en una forma de exclusión y privilegio? Por eso pienso que, quizá, la nueva frontera entre el fascismo y una vida no fascista se juegue en la disputa por el significado de la palabra libertad.

Si algo nos ha enseñado nuestra época es que reducir la libertad a la no interferencia empobrece nuestros debates, intensifica las desigualdades y nos amenaza con el retorno del fascismo. Las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que, como nos ha enseñado el republicanismo, nos hacemos libres cuando no estamos atados a vínculos de dependencia y sumisión.[4] Por tanto, quizá el desafío sea enriquecer el sentido de la palabra libertad, entender que no toda intervención es arbitraria y que necesitamos muchos tipos de interferencias en nuestras repúblicas para aprender a emanciparnos del odio, del privilegio y de la desigualdad estructural. Así como la hegemonía neoliberal se deshizo del principio de igualdad para organizar una forma democrática basada en una estrecha idea de libertad, probablemente hoy las oligarquías mundiales estén propiciando una mutación sin precedentes, a saber: un orden mundial que se deshace del principio de la democracia en nombre de una nueva forma de libertad. Quizá la nueva frontera de nuestra época, si es que aún estamos a tiempo de tomar una decisión, se juegue entre el fascismo y el republicanismo plebeyo. Dos formas de disputarnos el sentido de la libertad en un mundo que se nos ha vuelto opaco e impredecible.

[1] Enzo Traverso, The New Faces of Fascism. Populism and the Far Right. Verso: Londres, 2019.

[2] Traverso, 2019, pp. 2-34

[3] Traverso, 2019, pp. 135-149.

[4] Para una mejor comprensión del debate sobre la libertad en términos de intervención no arbitraria y no intervención se recomiendan los textos de María Julia Bertomeu, «Republicanismo y propiedad», Sin permiso, 2005. Recuperado de http://www.sinpermiso.info/textos/republicanismo-y-propiedad consultado el 10/07/2019, y Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una lectura republicana de la tradición socialista. Barcelona: Crítica, 2004.

Tomado de ieccs

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