Hace un mes que no lo veo en su puesto de trabajo, es el encargado de colocar en las estanterías las zanahorias, hongos, ocras, en esa larga estantería del supermercado donde siempre hay dos trabajadores colocando las verduras. ¿Se habrá enfermado? ¿Le habrá dado el virus? Me pregunto mientras observo detenidamente las otras estanterías a ver si lo encuentro, pero no, no está, solo hay jóvenes haciendo el trabajo. La nueva camada, los del cambio de estafeta, los que tienen toda la leche para trabajar, los recién emigrados: sus caritas lo dicen todo. Los recién emigrados indocumentados es como si llevaran un gran cartel donde anunciaran que acaban de llegar y que no tienen papeles, el miedo propio de las circunstancias a ellos les aflora el doble. Esas miradas, esas formas de caminar, la ropa, sus acentos tan de sus lugares de origen que es como si los remarcara.
Todo eso se va diluyendo con los años como una pintura a témpera que recibe el sol todos los días y palidece hasta que sus tonalidades se vuelven macilentas, eso hace el tiempo con los migrantes indocumentados que se enloquecen en el vaivén de las ganas de salir corriendo hacia la libertad y el enorme muro de reclusión con el que topan, que los va devorando física y emocionalmente. Para los indocumentados no existe el retiro, aunque pagaron impuestos durante sus años laborales, no tienen derechos laborales que les beneficie un retiro.
Disculpe, le pregunto a uno de los jóvenes que está en una de las estanterías de frutas, ¿el señor que siempre trabaja en aquella estantería no ha venido? Ya no viene, se cambió de trabajo. ¿Se cambió de trabajo o se enfermó del virus? Pregunto como si el joven fuera a contestarme la verdad o si supiera. Me dice que se jubiló, como si para los indocumentados la jubilación existiera. Era el mayor de los que quedaban, más bien el único, todos se fueron yendo en los últimos meses, como si la pandemia los hubiera echado para otro lugar o desaparecido. Para un indocumentado no existen mejores opciones laborales, es el mil usos, que al final siempre termina recibiendo la misma paga, centavos menos, centavos más y; terminando el día con el mismo miedo de encontrarse a la migra en el camino de regreso a casa o a la mañana siguiente de camino al trabajo.
En el mundo de los indocumentados es difícil tener amigos, entablar conversaciones con desconocidos, crear lazos emocionales con otros, por la misma situación y el miedo de ser descubiertos sin documentos y ser deportados es difícil confiar en otros, entonces las personas se aíslan, van de la casa al trabajo y viceversa y así pueden vivir durante décadas, tener sus familias y esos hijos no conocer tíos ni abuelos más que en fotografías o a través de historias contadas por sus padres, no van a casas de amiguitos o llevar una vida normal como los que sí los tienen. Aunque claro está, hay excepciones son muy pocas comparadas con la realidad de miles en ese encierro físico y emocional de no tener un papel sellado que lo haga visible como ser humano. Y esto arrastra a familias enteras. El daño psicológico que vive la otra generación, la de los hijos que muchas veces toca a los nietos, es invisible también para el sistema, es tan mano de obra barata como sus papás indocumentados, aunque hayan nacido en el país. ¿Porque qué país hoy en día tiene leyes humanas para migrantes indocumentados? Lo mismo es Chana que Juana.
Entonces como no hay familiares, como no hay amistades cercanas, esas personas que se van encontrando en el camino en la vida diaria se vuelven los lazos con lo que se interactúa y muchos indocumentados logran salir de su encierro emocional. El saludo de los buenos días en la panadería, con los trabajadores del supermercado, en la tienda de la esquina, en la licorería, las personas que viajan en el tren, en el bus, ese simple saludo es un mundo, abre un mundo de luz momentáneamente, es un respiro. Una bocanada de aire puro que tal vez alguien con papeles jamás podrá entender porque solo quien no tiene documentos sabe lo que es vivir como indocumentado y el encierro emocional y físico que esto conlleva.
Y son pérdidas, cada vez que uno de estos personajes desaparece de la vida diaria, la calle se vuelve más vacía, el supermercado tiene menos color, el viaje en autobús puede ser más tedioso y el silencio y la soledad con los que muy pocos pueden convivir se vuelven enormes laberintos sin salida.
Salgo del supermercado pensando en el señor de camisa a cuadros que siempre me saludaba cuando pasaba frente a su estantería, ¿habrá regresado a su México natal? ¿Se habrá cambiado de trabajo o fue el virus? De cualquier manera la estantería no será la misma, el supermercado no es el mismo sin los que se fueron yendo, aunque uno salude a los nuevos, a los que llegaron con toda la leche para trabajar y sueñan con regresarse en dos años, comprar un terrenito, hacer su casita y poner un negocio en su país de origen.