Carol Murillo Ruiz
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Después de conocer la noticia horrenda de la violación de Martha (nombre protegido) por tres sujetos cuyos nombres y fotos ya circulan, comencé a leer los comentarios sobre el hecho que hacían hombres y mujeres –de distintas edades- en espacios de exposición pública como son Facebook y Twitter. Las redes sociales se han convertido en un charco grande pero de vez en cuando salen algunas perlas que avivan un debate más amplio y menos superficial y/o coyuntural.
Estereotipos transformados en dichos y chistes machistas y reflexiones breves sobre el rol de la mujer en la vida social se han publicado a raudales durante esta semana. En medio de todo hay una idea que cobra fuerza por encima del machismo unidireccional que propugnan muchos hombres y hasta muchas mujeres criados en el molde de un proceder patriarcal, utilitario y cosificador. Esa idea podría resumirse así: un violador no es una “persona mala” sino el producto de un sistema social y económico que responde al núcleo ideológico del falocentrismo cultural en el mundo. Tal idea, me parece, dicha por mujeres y hombres indignados y abatidos por la decadencia verbal de quienes opinan con las tripas, deja en claro que la cuestión de la violencia de género está lejos de las palabras bonitas con que se procura construir solidaridad con la nueva víctima Martha, y, hacerlo de otro modo, más argüido y radical, implica advertir por qué la mujer, históricamente, es un ser siempre en peligro.
Las nociones que expresa cierta gente sobre la violación a una mujer van de la mano con prototipos estéticos, prejuicios morales, religiosidad acendrada y un sinfín de legados culturales relacionados con el don biológico de engendrar y parir hijos; solo entonces la mujer es digna de respeto, sin embargo lo que hizo antes o después de parir aún yace en el circuito del dictamen ajeno, para sancionarla o divinizarla, según el látigo de cada lengua. Por eso, cuando muchas mujeres, mujeres sobre todo, esclarecen que los violadores no son estrictamente enfermos o psicópatas aislados sino seres normales y/o ‘hijos sanos del patriarcado’, una luz se enciende en este país: las mujeres, con altivez, guían una deliberación –colectiva- que niega el ojo por ojo y el diente por diente y persigue, con sobrados saberes y pesares, la visión cabal de un problema que atraviesa la vida de las mujeres en todas partes: su imposibilidad de ser libres en cualquier lugar y a cualquier hora.
En ese contexto, la hipótesis sobre lo malo y lo bueno –¿hombres buenos, machos malos?- ensombrece el diálogo y el debate referido a los valores que una sociedad asume como margen o límite de las conductas y reacciones individuales, grupales o masivas. Por ejemplo: cuando los medios narraron que Martha fue violada en manada y los reportajes televisivos presentaron el hecho como un caso de crónica roja es que nuestra sociedad y sus (ficticios) legítimos voceros (reporteros, abogados, analistas, policías, familiares, jueces) están contaminados del deterioro cognitivo y moral urdido hace centurias. No causa, entonces, extrañeza leer que Martha, por orden de un juez acudió a dos terapias y la psicóloga “recomendó a los familiares no recriminarla”. ¿Qué significa esto? ¿Que luego de semejante atropello a su cuerpo e integridad emocional, además alguien de la familia la recriminó, la reprendió, la reprochó? ¿No es ella la víctima? ¿No es en ella y contra ella que se perpetró el delito?
Es obvio que la familia es parte del constructo social que, en determinado momento, se siente humillada porque a una de sus mujeres le ocurre algo que la sociedad, o sus sacristanes de turno, aún no procesan como algo taxativo y anómalo de su propia estructura… y solo algunas mujeres se deciden a revelar como patología social, no individual… ¡Bien por ellas, precisamente ellas, cortan y separan el uso abusivo de unos vocablos indulgentes con el delito (colectivo) cuando los tontos de las redes dicen: fueron unos degenerados.
¿De verdad solo fueron tres degenerados? ¡No! Es la sociedad que apenas se eriza un instante con los seres que engendra pero luego, en una catarsis superflua, los aparta, los niega, los olvida. Y, lo peor, es una sociedad que omite su responsabilidad en el surtido de instituciones (policiales, por ejemplo) que normalizan la otra violencia organizada desde y para servir al poder.
Si a esto añadimos la bagatela mediática que describe con saña el cometimiento de la violación, ver este titular: “Conmoción en Quito por violación en grupo a mujer que acudió a un bar”; parece inocente pero la connotación de la palabra bar tuerce el cuadro de la noticia… y de la mujer, en este caso, Martha. Ergo, los dobles sentidos, la insinuación amarillista, la insaciable moral del resto, o sea, la hipocresía social rampante, ayuda a relativizar cada escenario y rito transversal que subordina a una violación de otra. ¿Una mujer no debe/puede ir a un bar? En esto se oculta lo más pavoroso de la naturalización de la violencia del macho y que no se analiza: ¿es normal que un macho pierda la compostura, ataque como un lobo, viole como un salvaje? ¿Es pedagógico decirles a las mujeres desde pequeñas que los hombres son malos, violentos y potencialmente sus depredadores? ¿Así se afirman los machos y se someten las mujeres? Creo que no. Pero semejante escuela machista permite a los amos de la moral colectiva insinuar que una mujer sabe que los machos son malos… y se arriesga. ¿No se sienten los hombres mal cuando se los forma –y ellos lo reproducen en la crianza de sus hijas e hijos- en esa horma de vileza natural macha? ¿Se consideran entonces solo machos y no hombres deliberantes y críticos de su arcaico destino violento y violentador?
El caso de Martha sacude, quizá por pocos días, la voluble conciencia nacional.
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Mientras termino de escribir estas líneas los medios informan de otro suceso atroz: “Un hombre asesinó a una mujer tras tenerla retenida por 90 minutos en la calle en Ibarra” . La nota dice que ciudadanos y policías fueron testigos del hecho… por más de una hora. ¡Y los uniformados no impidieron el crimen!
Hoy las autoridades se rasgan las vestiduras porque no pueden controlar nada de lo que no ven y ocurre en sus narices, y menos de algo que observan en directo: un hombre amenazando, insultando y cometiendo un femicidio frente a docenas de personas ¡y miembros de la Policía Nacional! ¡Qué raro! En otros casos los agentes disparan sin ton ni son. ¡Y nadie los bota de su trabajo ni a sus superiores por ello!
El país está bajo la tutela de gente con retórica dizque fina pero sin ninguna referencia real de lo que significa gobernar para los más vulnerables. Gobernar no es escribir un mediocre tuit o dejarse ver acongojado por la mala suerte de una mujer en Ibarra y unos policías impertérritos.
Pero lo más lamentable de ayer domingo 20 de enero fue el comunicado oficial del Presidente Moreno, escrito en primera persona, en el que delata su penosa distancia cognoscitiva e ideológica con las doctrinas modernas del feminismo, con la figura legal del femicidio y con la violencia de género.
Señor Moreno: las tres cosas anteriores no tienen nada que ver con el asunto de la migración o la nacionalidad del criminal. Son problemas complejos que aquejan a todas las sociedades desde hace siglos. Lo que usted hace es ofensivo con la inteligencia de las mujeres y los hombres del Ecuador y del mundo. Además usted está propiciando, sin mover una ceja, la primarización sensitiva de la ciudadanía ibarreña que aún se halla en estado de shock. ¡Por favor, que su desidia como mandatario no sea el caldo de cultivo de las peores pasiones de una multitud perturbada!
En una semana dos mujeres han sido atacadas sin contemplaciones por machos que desconocen la matriz social de su ímpetu animal. En una semana descubrimos ya que ni las sanciones penales ni las autoridades actuales saben cómo operar y contener la violencia social sino es con la más sucia violencia del poder.