Orlando Pérez
Presentado en el panel: ‘Reformas a la Ley Orgánica de Comunicación’
11 de abril 2018
1.- En la confrontación política vivida en la pasada década hubo un eje central: el rol de la prensa. Y no es que había sido nuevo ese rol, porque desde la crisis financiera que devino en la dolarización y en un nuevo modelo económico, sustentado en la Constitución de Sangolquí, ya los medios y los periodistas asumieron una actoría política muy marcada a favor de un sistema liberal, con todas sus bondades y perversidades.
Sin medios públicos todos los gobiernos y las fuerzas populares quedaron a expensas de unas empresas de comunicación con intereses comerciales. Claro, hubo gobiernos muy articulados a los poderes fácticos que nunca necesitaron de una prensa pública, pero otros soportaron el peso del chantaje, la desinformación, la censura y, por qué no, la oposición política abierta desde los sets de radio y televisión y las portadas de los periódicos.
En la década pasada la existencia de medios públicos, consagrada en la Constitución, permitió, algunos dicen “al menos”, hacer el contrapeso a un unanimismo mediático. Nunca, desde la misma Constituyente, la prensa privada y comercial aceptó un gramo de regulación legal e institucional estatal. Y eso marcó la pauta política de la confrontación de la que hablé al principio.
2.- La política se colocó en los medios y los medios se colocaron la política en sus agendas. Y los actores mediáticos pasaron a ser los actores políticos por excelencia. No olvidemos lo que pasó con los anclas de Teleamazonas y Ecuavisa, al principio de la Revolución Ciudadana.
Los sets de televisión y radio pasaron a ser los rings de la política. Ahí se desataban todas las peleas y disputas. Y desde ahí se definían las agendas políticas del día. ¿Y qué pasó con los portales, blogs y medios digitales?
Y por lo mismo: la política en general cambió. La política ya fue otra cosa con la dinámica impuesta por los medios. Pero, por supuesto, también desde el Gobierno. Por tanto la calidad del periodismo entró en crisis. Se rompieron todas las normas deontológicas y el “deber ser” liberal, ortodoxo y muy occidental activó todas sus baterías. Mucho antes de que la Ley de Comunicación entrara en vigencia ya hubo una campaña de resistencia a la creación y funcionamiento de los medios públicos. El argumento mayor: no deben ser gobiernistas. El asunto de fondo: rompían el esquema noticioso y editorial de todo el país con la entrada a la cancha de un equipo para disputar no solo el rating, también la publicidad y las audiencias.
Entonces: la política cambió, los ejes de lo que era “normal” y “tradicional” tuvo otro sentido y el sentido político de la comunicación entró en un escenario de disputa y de conflicto permanente.
3.- Los medios públicos, les guste o no, tengamos o no la aprobación del Vaticano de la prensa (hablo de la SIP y esas otras cosas que supuestamente son el paradigma del periodismo serio e independiente), también fueron un escenario de disputa. Una disputa interna por las siguientes razones y que deberían contemplarse en una posible reforma a la Ley de Comunicación:
- La política editorial, su dirección editorial y la definición de su rol en un espacio y un escenario donde predomina, ahora, una sola visión de lo que debe ser la comunicación.
- El financiamiento y la administración, sin desconocer la autonomía e independencia para fortalecer procesos a largo plazo, independientemente de quien esté en el gobierno o la mayoría de la Asamblea.
Al menos en mis seis años al frente de El Telégrafo esa fue una de las mayores tensiones: la política editorial y la autonomía administrativa y financiera. Por suerte en el diario hubo siempre autofinanciamiento y cierto margen de maniobra para la toma de decisiones en los recursos y el personal.
Creo que la constitución de una empresa pública de medios públicos ni fue la más adecuada ni la que mejor ahora genera una desarrollo administrativo y financiero para su autonomía.
Los llamados al diálogo para abordar este tema, el de los medios públicos, no ha desatado ni la reflexión ni el análisis del sentido de lo público en la comunicación. Hemos vuelto otra vez al estribillo de la rentabilidad, el gasto público y el supuesto derroche de recursos.
Yo insistiré en la autonomía económica y financiera, en la independencia administrativa y editorial, con base a una política pública, con recursos de por medio, que garanticen el derecho a la información de los ciudadanos.
Una opción es la creación de un consejo administrativo nombrado por un ente colegiado con representación de la ciudadanía, los poderes del Estado y periodistas y facultades de comunicación.
De eso hay que debatir, pero no para darle la razón a la prensa privada en sus consabidos conceptos de que la mejor ley es la que no existe y que al Estado no le corresponde asumir la comunicación pública.
4.- Y todo lo que se haga pasa por una situación concreta: hay crisis en el periodismo. No lo va a resolver una ley ni un gobierno cualquiera. Eso pasa por una discusión de otra naturaleza.
- No tenemos medios de comunicación para el ejercicio del periodismo responsable sino para sustentar la lógica del mercado y de la farándula política y de entretenimiento.
- Los periodistas no son ya generadores de sentido ciudadano. Y si lo hacen desde la política es a favor de unos grupos, intereses y vanidades.
- La verdad ha pasado a ser un objeto de manipulación morbosa. Y si a eso se suma que la explicación de la historia presente y los procesos sociales, políticos y económicos pasan por un filtro de mediocridad, baja calidad y muy poca reflexión histórica.
- Las redes sociales ahora son los medios por excelencia y ahí pierde el periodismo y de plano la ciudadanía.
- Los medios tradicionales, en su angustia de sobrevivir económicamente, ceden a toda presión del mercado en detrimento de la verdad y la calidad.
5.- Una posible reforma a la Ley de Comunicación pasa por fortalecer el sistema de comunicación pública, que no solo es y debe ser los medios públicos. Ahí hay que incluir a los medios comunitarios y a un sistema de educación superior.