Isabel Ramos

Presentado en el panel: ‘Reformas a la Ley Orgánica de Comunicación’
11 de abril 2018
 

En los debates públicos sobre las normas casi nunca se habla de las cuestiones conceptuales y filosóficas que les dan sentido. La Ley Orgánica de Comunicación ecuatoriana no ha sido la excepción.

Dicen los filósofos del derecho que toda estructura legal emana de y se asienta en un conjunto valores y concepciones sobre la sociedad que se vive y aquella que se propone como ideal. Esta dinámica entre el diagnóstico y el proyecto termina dando forma a las relaciones entre los diversos actores que serán interpelados y regidos por las leyes y su aplicación. En este caso, los medios, sus audiencias y los periodistas y trabajadores de prensa.

El hecho de que a partir de la última campaña presidencial se haya posicionado con fuerza en la opinión pública la idea de que la LOC debería ser reformada, o directamente derogada, nos lleva a pensar que nuestra sociedad nunca tuvo la posibilidad de discutir ni de analizar, por ejemplo, qué entender y cómo concebir la libertad de expresión en la actualidad.  

El proceso constituyente de Montecristi -y, en un marco regional, la llegada de los gobiernos progresistas entre finales de la década del 90 e inicios de la  del 2000-  fue una oportunidad histórica para renovar, repensar nuestro ideario al respecto.   Desafortunadamente, las valiosas experiencias de organización ciudadana y popular que surgieron desde espacios tan diversos como los medios comunitarios, las redes de investigadores y las carreras de Comunicación, entre muchos otros, no fueron aprovechadas en beneficio de la sociedad en su conjunto.

En el momento que vivía la región hace casi dos décadas, las disputas por el  ejercicio de la libertad de expresión, el acceso a los medios y el espectro radioeléctrico adquirieron una centralidad inédita. Como en los años 70, cuando el clamor de los países del Sur por un nuevo orden mundial para comunicación llegó a los foros globales, América Latina volvía a estar la vanguardia de la reivindicación de la comunicación y de la expresión libre y pública de las ideas como derechos para todos, no solamente para los medios de masas.

En nuestro país, la Asamblea Constituyente de 2008, a la que concurrieron diversos actores ciudadanos para exponer sus posiciones y demandar la inclusión de un capítulo sobre los que posteriormente serían reconocidos como “Derechos de la Comunicación”, se abrió un período de disputa totalmente desigual, en el cual las voces dominantes se amplificaron hasta extremos nunca vistos.

 En lugar de ofrecer información sobre los contenidos de los proyectos de Ley de Comunicación, las empresas mediáticas organizaron grandes campañas publicitarias en contra de su existencia. Asimismo, se produjo una circulación inusitada de columnistas de oposición entre medios que, hasta ese momento, competían por las audiencias. Además, se publicaron editoriales idénticos – siempre en contra-  en la primera plana de todos los diarios de circulación nacional, algo que nunca ocurrió en períodos de gran conmoción social. Ni siquiera en el caso de los periodistas secuestrados y asesinados en la frontera Norte, para citar un ejemplo de actualidad.  

Entre 2009, cuando la LOC tomó estado parlamentario y 2013, cuando fue sancionada, los actores dominantes en el espacio mediático ocuparon todos los espacios de debate público para insistir en una definición de libertad de expresión que surgió en el siglo XVIII y se volvió hegemónica en el  XIX: la idea de que al Estado solamente le corresponde  abstenerse de censurar, por el medio que fuere, a los diversos interlocutores sociales.

Esta idea, desarrollada por los grandes exponentes del pensamiento liberal se ha mantenido en ese sitial privilegiado, sin cambio alguno hasta hoy, y ha producido abundantísima legislación, doctrina, jurisprudencia e investigación académica.

Lo que llama la atención es, primero, que estamos muy lejos del siglo XIX cuando se buscaba proteger las conquistas de la Ilustración de las arbitrariedades de Estados que aún mantenían la impronta del ancien régime. En segundo lugar, causa sorpresa que postulados que ya no tienen ningún vínculo con nuestras realidades actuales, continúen siendo propuestos por las élites y sus representantes como las recetas más innovadoras para nuestras democracias.  Pensemos, si no, en el lenguaje que utilizaban los legisladores de oposición para exponer, como si las acabaran de inventar, unas ideas que fueron pensadas para unos contextos históricos, económicos y políticos que dejaron de existir hace mucho tiempo.

Como sostiene el abogado argentino Esteban Rodríguez, “después de dos siglos cargados de discontinuidades políticas en la región, la libertad de expresión fue reducida a un fetiche que dio lugar a un chantaje político que se sigue evidenciando: todo aquel que proponga debatir la libertad de expresión, y que intente discutir sus términos, carga con la sospecha de la censura y hay que apresurarse a referenciarlo como ‘enemigo’ de la libertad”.

En este punto, es necesario considerar que esta fetichización de la libertad de expresión, la popularidad de la concepción liberal de la prensa y del modelo de medios masivos exclusivamente orientados hacia el lucro no es una casualidad. En lo que respecta a América Latina, la pretendida superioridad universal del sistema liberal de comunicación responde a una estrategia geopolítica muy bien pensada y estructurada.

La investigadora norteamericana Margaret Blanchard, con una gran dosis de ironía, la definió como un proceso de exportación de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Recordemos que dicha enmienda, adoptada en 1791, se propuso para proteger la autonomía de los individuos frente a los posibles abusos del poder político.

Según Blanchard, la estrategia para exportar la Primera Enmienda hacia Europa y América Latina empezó en 1945, cuando el Departamento de Estado convocó a las asociaciones patronales de medios y a la naciente Organización de las Naciones Unidas a colaborar en un proyecto destinado a “construir un mundo libre para la democracia”.

Este proyecto establecía cuatro objetivos de trabajo compartido entre el Estado y los empresarios: primero, lograr que el concepto de libertad de expresión de la Primera Enmienda, tal como se formuló en 1791, pase a constituirse en doctrina oficial de las Naciones Unidas. Segundo, anular la resistencia de países potencialmente cercanos al bloque soviético mediante una serie de acercamientos a los periodistas locales y sus asociaciones. En tercer lugar, se propuso conseguir que todos los tratados internacionales sobre derechos humanos destacaran la importancia de la libertad de expresión.

El cuarto objetivo de este proyecto es interesante por sus actuales repercusiones, dado que el Gobierno y los empresarios mediáticos acordaron fomentar la creación de organizaciones nacionales e internacionales desde las cuales fuera posible ofrecer formación, capacitación, premios y reconocimientos a los periodistas. Es decir, algo muy similar a lo que aún ocupa buena parte del tiempo del directorio de la Sociedad Interamericana de Prensa, entidad que se volvió muy conocida para los ecuatorianos en la última década.  

Si miramos los propósitos fundacionales de la Asociación Mundial de Periódicos y Editores de Noticias, WAN-IFRA, creada en 1984 en el marco de la exportación de la primera enmienda, encontraremos muchas similitudes con la labor desarrollada en los 10 años pasados por una serie de ONG y entidades nacionales y regionales como Fundamedios.

La única resistencia que enfrentó este proyecto provino de los actores ciudadanos y populares que, en el caso ecuatoriano, buscaron estar presentes en los debates de Montecristi. La Coordinadora de Medios Populares y Educativos del Ecuador, CORAPE, es un ejemplo importante, no único, de un proceso participativo que llevó a sus dirigentes a cada parroquia rural del país para preguntar a los niños, a las mujeres, a las organizaciones campesinas e indígenas y a las comunidades de base qué esperaban de una Ley de Comunicación democrática e incluyente.

Lo que hicieron fue, justamente, cuestionar ese pilar del pensamiento conservador en que se había convertido la libertad de expresión, desde la experiencia del ciudadano común y sus demandas frente a un sistema mediático privatizado. A partir de este activismo desde abajo, las sociedades ecuatoriana y latinoamericana empezaron a hablar de algo que ahora resulta obvio: el ideal de libre expresión planteado en los siglos XVIII y XIX, tan defendido actualmente por los sectores de élite, se desentiende de las desigualdades estructurales.   

De este modo, los actores populares pusieron sobre la mesa dos preguntas que nunca antes habían sido planteadas con tanta contundencia. Primero, ¿cómo deberíamos concebir la libertad de expresión en el siglo XXI, en sociedades profundamente desiguales, en las cuales los medios de comunicación son monopolio del sector privado con fines de lucro? y, segundo, ¿Al Estado solo le cabe abstenerse de censurar o, más bien, debería encargarse de crear condiciones de equidad y justicia para el ejercicio de la comunicación mediática y pública?

Ante la inminencia de una reforma a la LOC, este debate todavía está pendiente.

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