Juan Ramírez Hernández

La sociedad de las cucarachas —como la nuestra, el hormiguero, la termitera y la colmena— es una sociedad cerrada: los individuos deben sacrificar el presente en aras de un futuro que no llegará nunca porque la cadena es irrompible. Para las cucarachas y para nosotros la muerte es una catástrofe individual pero un júbilo colectivo, un beneficio y un requisito indispensable: sin muerte no se daría la renovación y continuidad de la especie.

“Vindicación de las Cucarachas”, José Emilio Pacheco

Primer acto: las marchas y la gran marcha

En esa ciudad —gris, deshecha, monstruosa— algunas personas padecen o protagonizan, con periodicidad predecible, ordenadas o caóticas caminatas en la calle. Son tan variadas y regulares que se ha intentado clasificarlas con dudoso lujo de detalle. Primero, según su familia, género y especie. Después, según su ruta, tamaño y duración. No todas las personas llegan a participar de estas expresiones públicas. Unas se lo pierden, otras se lo ahorran. Pero pocas saben hacer de cada vivencia una experiencia significativa; practican el arte de convertir un instante fugaz en una imagen duradera.

Estas caminatas son conocidas como “manifestaciones públicas” o simple y llanamente, “marchas”. Este fenómeno que hoy acompaña a la vida artificialmente prolongada de una época en que se creía que la política estaba vinculada a la actividad libre de los habitantes concretos puede ser asumido como una fatalidad entre otras; ya sea como un recurso desesperado de denuncia o como otra naturalidad urbana. Los capitalinos viven en una tarea siempre renovada: resolver sus necesidades sin sacrificar su libertad. Lo que equivale a tener actividad emancipada dentro del reino del trabajo enajenado, en cada lugar y en cada momento posible, o entregarse a la muerte silenciosa. Y no siempre, al desquiciar la rutina, se logra experimentar vida (lo que se llama vida).

Pero a veces, como abejas, las personas producen rumor en medio de la rutina. La vibración que producen los cuerpos es uno de los elementos que juegan en la repetición ritual de experiencias extra-ordinarias o “sagradas”. La frecuencia de las vibraciones establece una conexión íntima con otras dimensiones temporales y, a través de ello, con el “ahora” de los lugares de emisión de las distintas palabras y frases que reviven a través de quienes logran un “trance” en medio de la fiesta colectiva.

El número “68” asociado a un lugar, “Tlatelolco”, forma un par de palabras conjugadas capaz de detonar ideas, sensaciones y emociones. La conmemoración en México de los cincuenta años de aquellos episodios ha sido un periodo de excepcionalidad. Carteleras, obras de teatro, películas y documentales, libros y números especiales de revista, conferencias y seminarios, declaraciones y entrevistas, encuentros planeados, charlas casuales y otras tantas expresiones. El sesenta y ocho, santo y seña de una atmósfera política, aun es ineludible. Pero es también un territorio en disputa.

La marcha del 2 de Octubre pasado, como epicentro de la memoria, fue la manifestación visible de un movimiento que no ha dejado de tener lugar y momento en la historia reciente. Este “movimiento social” de larga duración —discontinuo, variado y disperso— sobrevive por la fuga o deserción que genera el mismo orden social establecido. Pero, en la medida en que no se puede desertar del planeta, como cimarrones, esclavos libertos, los caminantes hacen mundos dentro del mundo de modo silente. Los cimarrones son cuerpos que piensan, sienten y se emocionan de diferente manera, por motivos de otro orden.

En medio de la catástrofe los cimarrones salen a jugar. Recrean otro tiempo en los mismos espacios. Renuevan compromisos con una comunidad dinámica y temporal que se expande. La “Gran Marcha” de nuevas formas sociales tiene su punto de partida tierra adentro, perdida en la madrugada de una época que se bate en el esfuerzo por desatar una proliferación de formas de la vida humana liberada.

Segundo acto: los discursos oficiales

La oposición topográfica Derecha-Izquierda ha quedado encapsulada en la órbita de una era que ha sido mantenida con vida conectada a una máquina. El Estado nacional, esa temporal cristalización de la política que garantiza la fabricación de fuerza de trabajo, reproduce esa oposición que reduce la “vida democrática” a gestionar la actualización permanente de las formas locales de producción y consumo de bienes para la acumulación de capital.

La disputa por la memoria o por la forma del relato es una batalla perdida cuando se asume que el conflicto consiste en determinar la forma definitiva de su “oficialidad”. Y esta disputa crucial es obstinadamente encauzada a dirimir sus diferencias en términos funcionales a la nación de Estado correspondiente. En México esto se corresponde con la posición que asume al movimiento reprimido en la Plaza de las Tres Culturas como “el inicio de la vida democrática” o, por el contrario, con aquella que lo recuerda como una advertencia frente a la tentación de sobrepasar los límites que el capital impone a la actividad política. Combinados, los dos polos parecen decir: “Gracias a los mártires, voluntarios o involuntarios, estamos aquí. Ahora debemos completar la tarea sin meternos en donde no nos incumbe, aunque parezca lo contrario”.

La conflictividad social que se vivió en México en la década de los sesenta, tiene en el 68 el agrado de presentar para la memoria un “gesto socrático”. El régimen no sabía que se hallaba en un punto de no retorno: o condenaba a los jóvenes a la muerte o los declaraba hijos ilustres. La “invención de la juventud”, concebida como una etapa de la vida que hay que aprovechar para desquitar la dosis individual de irreverencia y rebeldía, había florecido de modo inesperado. Con la consistencia de un drama escénico, la confrontación mediática entre el Consejo Nacional de Huelga y la Presidencia de la República se desarrollaba frente al respetable público que contemplaba, atónito primero y emocionado después, una improvisación que se fue caldeando hasta llegar a una confrontación desigual, fuera del pacto de la ficción, en que el gobierno en turno perdió la guerra ganando la batalla.

La publicación de los comunicados del CNH permitió escuchar los balbuceos de una “voz colectiva” que manaba gozo sin perder la compostura:

El Consejo Nacional de Huelga ha recibido el día 23 de agosto comunicación telefónica de la Secretaría de Gobernación en el sentido de que acepta el debate público, con base en nuestro pliego petitorio de 6 puntos, con este Consejo, acatando nuestras condiciones expresadas en el manifiesto aparecido el 23 de agosto…

El alto contraste —generacional, intelectual y moral— que resultaba de ese tácito “debate público” que se desarrolló como gran puesta en escena, irritaba a las buenas conciencias del estado autoritario. Quienes cayeron en la provocación fueron ellos, los representantes visibles y ocultos del régimen: primero, porque la presidencia jamás se expondría al debate condicionado ni al cumplimiento de demandas “más allá de los límites permitidos”, incrementando con ello la caricaturización que ya habían logrado hacer de la figura presidencial; y segundo, porque la “insolencia” pesaba aún más que las presuntas injerencias conspiracionistas que nadie creía.

“Al perderte voy ganando”, dice México 68, hablándole a “La victoria”. Fue una olímpica demostración que se puede contemplar en todo su esplendor si se la mira como el “canto del cisne”, il gran finale de toda una época del discurso político (y, en el fondo, un indicio de la subsunción de la lengua por el capital). El movimiento cumplió con la misión de impugnar a los administradores y capataces de la vida política estatal con las herramientas del saber universitario y con vitalidad creativa. Y quedó claro que la vita sapienti era molesta y hasta prescindible. La “Gran Marcha” —a la que pertenece el 68 junto a episodios centrales o subalternos, célebres o discretos de la historia reciente— se realiza en la necesidad de interrumpir y/o desquiciar el automatismo impuesto a la vida humana por la modernidad capitalista.

Los cimarrones hacen propios los recuerdos colectivos. Las imágenes —calles tomadas por los caminantes, sonrisas de niños, gran rumor, motín, complicidad, amor, rabia lúcida, carcajadas, voz en cuello, pena y dicha, euforia, lágrimas, ansiedad expectante, mirada atenta— relampaguean de una vez para siempre en los instantes de peligro. Las palabras libertas son trueno que retumba largamente. En ellas lo sido y el ahora cantan a voces a través del tiempo.

Tercer acto; memoria viva

La ciudad, excesiva y frenética, se mueve a pesar de su hipertensión e hipertrofia. La sociedad que allí mora sobrevive a ese ritmo y medida excedentarios aceptando la anomia funcional de sus identidades y la fugacidad controlada de los acontecimientos. Por momentos parece que la orientación y el sentido de la vida social han acabado por ser presas de una cadena irrompible. Pero el carácter fetichista de esa cadena y su secreto, tienen en el carácter generativo, poiético, de los seres humanos las condiciones necesarias para hacer de ese presente circular una realidad en metamorfosis.

Para la celebración del centenario de 1968 (en el 2068), quienes acudieron a la marcha del pasado 2 de Octubre y tienen 18 años, tendrán para entonces 68 años. El cuerpo tiene memoria. Reacciona, rehúye o apetece, busca su medida. La escala de lo humano, sensible, proyectada sobre el resto del mundo natural, sabe volver sobre sus pasos, sigue el ritmo de la vida circundante, como arrecife coralino. Para proliferar no generaliza sus formas, se adecua, transforma su sentido. Al hacerse concreto no se automatiza sino busca armonía.  Llegado al punto de su exposición riesgosa, el cuerpo social escucha la voz viva de sus generaciones, que son una continuidad cambiante.

En la crítica a las historias oficiales y a los “héroes” mucho se pierde si no se reconoce que, tanto en los acontecimientos “estelares” como en los anónimos, la historia de los hombres y las mujeres de carne y hueso está construida con múltiples episodios de heroicidad o santidad. Y que una débil presencia de ese tipo de fuerza puede tener lugar en cada quien, en nuestros días, cuando el amar, como un modo de conciencia, nos lleva a cuidar la vida y el nido que la hace posible.

Entrando noviembre de 1968 la matanza era tan reciente que recordar a los muertos era recordarlos vivos. En los ritos latinos primitivos se acostumbraba celebrar la muerte del mártir en el lugar del martirio. Como solían morir muchos el mismo día, aquello era su celebración común. Con los años llegaron a ser tantos que se determinó un día especial para todos. Así fue como el 1° de Noviembre se convirtió en el día de Todos los Santos, transformado hoy en el día en el que se recibe la visita de los niños difuntos. Ya sea por su vida tierna o por su martirio, los difuntos de la “Gran Marcha” y del 2 de Octubre, no se olvidan.

Ciudad de México, Octubre de 2018.

*Artículo especial desde México.

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