Por Daniel Kersffeld

En tiempos posmodernos, y como ocurre con religiones y credos de distinto tipo, el judaísmo también se convirtió en una especie de modelo para armar y desarmar. O, si se quiere, en una fe vaciada de trascendencia y de sentido colectivo para reconvertirse, en cambio, en una especie de práctica alternativa, para consumo personal y con una finalidad meramente terapéutica.

Pese a quienes sospechan e impugnan su reciente inmersión en la Torá, lo cierto es que la aproximación de Javier Milei al judaísmo se concretaría a través de dos vías distintas, pero complementarias. Una reconversión personal que tiene mucho de impacto político en la escena local junto con una mirada dura y directa en torno al impacto global de la política de Israel.

Coucheado por un “Personal Rabbi” responsable de volcar en su destemplada e irascible personalidad una suma de enseñanzas y valores judíos desprendidas de la Biblia, Javier Milei anunció su interés en convertirse al judaísmo para ser el primer presidente judío de Argentina.

No queda claro cuáles son las motivaciones para un cambio de esta naturaleza, más allá de la búsqueda de un voto conservador que, al menos desde buena parte de la colectividad judía, está recogiendo más rechazo que aceptación. Más de uno mirará con desconfianza este vuelco religioso e incluso, sospechará que en el fondo, la repentina judeización de Milei podría ser una estrategia para ganar mayor confiabilidad en los mercados internacionales.

Como sea, Javier Milei aplicó la motosierra para desmembrar al judaísmo y utilizar diversos retazos en sus actos de campaña y con un sentido instrumental. El uso político impera sobre cualquier valoración de tipo espiritual o religioso, y reinterpreta a la religión de la que pretende ser parte como un simple artilugio de impacto masivo en eventos y en redes sociales.

Vacío de un verdadero sentido épico, la batalla cultural del autodenominado “libertario” (en realidad, una simple versión,mucho más radicalizada, del neoliberalismo de fines del siglo XX) debe nutrirse de diversas fuentes. Desde ya, no apostaría a un deseo de formar parte de una comunidad sino a un cálculo político que mucho tiene que ver con el marketing electoral.

Como Jair Bolsonaro cuando apelaba al cristianismo evangélico en Brasil, Milei apunta a la utilización y a la resignificación de algunos elementos rituales dentro de la fe judía, como el shofary el talit y a la recurrente figura mítica del león, como un símbolo de su propia personalidad, salvaje e indómito, como un líder que no acepta ser domesticado ni mucho menos “encastado”.

Su apuesta política estaría justificada desde el Antiguo Testamento, y en particular, a partir de las lecturas de profetas que le otorgarían una impronta mística a la supuesta lucha de una minoría de iluminados que “cree y resiste” frente a las grandes mayorías que atacan o que permanecen incrédulas ante sus propuestas.

Su conflicto personal con el Papa Francisco entraría así dentro de una lectura mucho más amplia. Cómo autopercibido transgresor, Milei pretende llevar adelante su afrenta contra la Iglesia asumiendo el judaísmo, la “otredad” por excelencia en la historia del cristianismo, pero no para reivindicar a aquellos que fueron perseguidos desde tiempos antiguos, sino para golpear a una de las instituciones a la que podría considerar como parte central de su vilipendiada “casta”.

La segunda vía de aproximación de Milei al judaísmo se liga más al sionismo y a la geopolítica internacional que a la metafísica y a los valores espirituales. El anuncio de que la política exterior tendría como uno de sus actores preponderantes a Israel, refiere a las claras el lugar que el Estado judío tiene en el imaginario de las derechas y, sobre todo, de las ultraderechas.

Para conservadores y neoliberales como Milei, la conflictiva relación con los palestinos y con los países árabes ha convertido a Israel en un modelo a seguir en materia de seguridad y defensa. Y salvo que sean para el combate al delito, importan menos las políticas de innovación científica y desarrollo tecnológico en las que esta nación también se destaca.

Pero Israel es mucho más que ese baluarte del orden y del control con el que la derecha suele extasiarse y la izquierda descargar su furia antisionista. También es el territorio en el que prevalecen conflictos sociales, religiosos y políticos, en los que dirigentes como Milei se sienten invitados a intervenir. De hecho, su propuesta de trasladar la sede de la embajada Argentina a Jerusalén responde a una demanda que, al menos de manera pública, nadie le solicitó.

Trataría así de responder a una de las primeras promesas de campaña de Donald Trump, no a la colectividad judía estadounidense sino a las multitudinarias corrientes evangélicas que, desde un principio, hicieron valer su peso ideológico y electoral en la candidatura del líder republicano. Desde entonces, cualquier gobernante que buscó ser identificado con la derecha trumpista incurrió en esa misma iniciativa, por estas alturas, convertida en una verdadera profesión de fe.

La derecha que acumula poder a partir de los cuestionamientos a lo “políticamente correcto”, en materia de política exterior pretendería fortalecerse al adoptar una iniciativa de legitimación de Jerusalén como verdadero y único centro político de Israel.

Obviamente, esto ocurre pese al descontento que esta medida podría generar en la población árabe, y sin reparar en las críticas de liberales y progresistas que buscan con excesivo celo que no descarrilen sus iniciativas a favor del diálogo y de la paz, evitando así cualquier acción que pueda alterar el clima político en el siempre inestable escenario de Medio Oriente.

Por otra parte, la vocación sionista que ha demostrado buena parte de los referentes de la ultraderecha retoma argumentos medievales. Asume así que Israel es la última frontera del mundo civilizado y que por lo tanto debe ser defendido en contra de aquellos que estarían planeando su destrucción como un primer paso en su avanzada contra los valores occidentales.

La defensa de Israel, reconvertida así en la primera trinchera, cobra además un mayor peso desde que Benjamín Netanyahu está nuevamente al frente del gobierno junto a una alianza política que incluye a sectores ultraconservadores en lo político pero, sobre todo, en lo religioso.

La profunda grieta que se abrió en la sociedad israelí debido al intento de reforma del sistema judicial, con enormes y sostenidas movilizaciones opositoras, ejemplifica para los seguidores del primer ministro que no sólo es posible gobernar en medio de la crisis sino que (y pese a los inevitables costos) el arte de gobernar es, en definitiva, el arte de saber administrar el conflicto.

Más allá de las discusiones en torno a la identidad del candidato, sobre sus motivaciones políticas y sus inclinaciones internacionales, no queda duda del protagonismo sorprendente de una renovada “cuestión judía” que habría aparecido en la escena política, pese a la voluntad y del deseo de la dirección comunitaria.

Javier Milei ha apostado por transgredir y por reconvertirse en judío. Sin embargo, daría la impresión de que podría haber apelado a Osho, a Sai Baba o a Krishnamurti, y que el resultado no habría sido sustancialmente distinto.

Por RK