Lucrecia Maldonado

En mayo del 68 yo cumplía seis años. Era una niña tímida que no hablaba con adultos y había aprendido a leer dos años antes, sobre todo a falta de compañías infantiles. Mi mundo no era muy ordenado que se diga, pero esa es otra historia y tal vez este no sea el lugar más adecuado para explicarlo.

De todas formas, vivía en un lugar en donde el catolicismo era una regla de vida. Otras eran aquellas actitudes de las clases medias quiteñas o de provincia que hasta ahora perviven en nuestro medio, más o menos moderadas, más o menos modificadas, más o menos evidentes o escondidas: estar pendientes de las vidas ajenas, sobre todo si era para juzgarlas; sentirse superior a cualquier persona nacida en otra parte, y pretender demostrar la superioridad de haber nacido o de vivir en la capital, cosas así, fundamentales para la vida de la especie.

En mayo del ‘68 me faltaban cinco meses para entrar a la escuela. No hice preescolar porque en aquel tiempo no era obligatorio, y ya sabía leer, ¿recuerdan? Creía, en aquel entonces, que el mundo estaba bien. Era una niña cuidada y protegida, quizá demasiado. No sabía en aquel mayo de mis seis años lo que se cocinaba en otras partes del mundo. Un año antes había sido asesinado el Ché Guevara en Bolivia, y algo de eso se cuchicheaba en voz baja en la casa de mis otros abuelos, los maternos, porque tenía un tío comunista. No sabía que pocos meses después también en ese México lindo y querido de los amores de mi padre la plaza de Tlatelolco se teñiría de la sangre joven de quienes no se resignan al establishment.

Mucho tiempo después, mis dispares gustos musicales e idiomáticos me llevaron a escuchar en la voz del cantautor francés Maxime Leforestier, una letra de otro compositor: Jean-Michel Caradec, que más o menos cuenta lo ocurrido: «La rama ha creído domesticar sus flores/ Pero el árbol estalla de cólera/ La tarde que suben los clamores/ El viento trae aires nuevos/ Al reino de Francia». Y al volver por esa música, bella como toda música pensante, se me ocurre que ahora también la rama ha creído domesticar a sus flores, pero el árbol estalla de cólera… ojalá alguna vez de verdad. Con el estallido que no permite regreso. Ojalá.

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