Por Lucrecia Maldonado
Yo era una pequeña niña cuando viajé por primera vez a los Estados Unidos. Fui a la zona del río Mississippi. Allí me hice amiga de otros niños, quizá un poco mayores que yo, y nos pasamos un tiempo jugando y haciendo travesuras. Eventualmente navegábamos en un barco antiguo, de esos de rueda, y también alguna vez exploramos unas cuevas donde nos perdimos mientras nos perseguía un indio llamado Joe. Pero afortunadamente todo salió bien y acabamos bien librados de esas y otras aventuras.
Tanto me gustó ese viaje que unos meses más tarde visité la zona de Luisiana. Era un poco menos divertida, porque allá en cambio había esclavos y esclavas, y el maltrato era cruel y terrible. Conocí a una esclava que huía a pie hacia el Canadá porque le querían quitar su niño. Y conocí también a un hombre bueno, quizá demasiado sumiso para mi gusto, pero que era bondadoso con todos, y creía en Dios, y se conmovía con las cosas hermosas del mundo que le habían arrebatado. El hombre murió como consecuencia de la angustia y los malos tratos infligidos por sus amos esclavistas.
Tiempo después visité el estado de Massachusetts, no recuerdo exactamente la ciudad, pero me acogió una familia formada exclusivamente por mujeres y unos hombres colaterales en donde reinaban el amor y la armonía, lo que no quería decir que eventualmente no hubiera algún que otro desencuentro. Allí conocí la nieve, el verano y de una casi me mandan a Europa con una de las chicas. Pero preferí quedarme.
Alguna vez también estuve en Nueva York, en la casa de dos muchachas que se amaban y en donde un anciano murió pintando en la pared una hoja tan pero tan real que la chica más joven y frágil, enferma de neumonía, se llenó de tanta esperanza al verla que se curó inmediatamente. Y también conocí al matrimonio en donde ambos miembros de la pareja sacrificaron sus más preciadas pertenencias para comprarle un regalo al otro o a la otra.
En otro de mis viajes estuve primero en África, y pude ver el tráfico de esclavos y cómo se los llevaban con tratos más crueles e inhumanos aún que los de aquel Tío Tom al que había conocido en mi infancia, y así me enteré de las raíces del pueblo afro más artístico del planeta.
En mis múltiples viajes pude ver otras cosas que ya no me agradaron tanto: vi cómo Estados Unidos, o mejor dicho su gobierno, se convertía en policía del mundo y enviaba a sus propios jóvenes a matar y a morir por la ambición de unos cuantos atarantados que no querían dejar de obtener recursos prácticamente gratis y sin pérdida de donde se les viniera en gana. Los vi supuestamente ‘defender la democracia’ mientras no les afectaba sus intereses, y en cuanto eso sucedía la tal democracia les importaba un pepino e imponían gobiernos asesinos muy similares al de aquel austriaco que dizque había sido su peor enemigo unas décadas atrás. Los vi fundar una escuela de crueldad en Panamá, y supe de sus sucias triquiñuelas para acabar con cualquier cosa que pensaran, en su demencial paranoia y en su perversa ansia de dominarlo todo, que podía impedirles ser el Imperio más grande y destructivo que la historia ha conocido. Y vi a su propia gente tirotearse enloquecida en supermercados, cines, universidades y colegios sin que nadie pudiera explicar a ciencia cierta por qué lo hacían.
También los vi recibir a indeseables traidores de todo el resto del mundo, aupar la corrupción cada vez que los beneficiara y corromper y comprar conciencias por aquí y por allá.
No dudo, como me lo han demostrado mis viajes, mencionados aquí, y otros que el espacio no me ha permitido reseñar, que Estados Unidos no solo es un grandioso país, sino que está poblado en gran parte por gente maravillosa, capaz de los más nobles sentimientos y el más puro heroísmo. Pero no me importa si no me dan la visa para poder ingresar en él (iba a decir “si me retiran la visa”, pero me acordé que nunca la he tenido y no la pienso solicitar porque tampoco me la darán). No me interesa por el momento, ni nunca me ha interesado, pagar con servilismo lo que el arte, la literatura y el cine me han permitido hacer sin la necesidad de moverme de aquel cuarto de mi tía desde donde mágicamente me trasladé al Mississippi de mi adorado Tom Sawyer, desde aquella salita de teléfono que por obra y gracia se convirtió en el lecho de muerte de Agustin Saint-Claire, o mi casa de la Jipijapa desde donde me trasladé al estado de Massachusetts y fui la quinta mujercita de Louise May Alcott. Nada me ha impedido disfrutar del jazz, de la música de Gershwin, el soul, el blues, el rock y del grandioso cine de directores como Orson Welles, Oliver Stone, David Lynch, Jocelyn Moorehouse o Michael Moore. Y quizá ese es el país que quiero conocer, el que me ha sido dado admirar y respetar sin necesidad de declarar si tengo o no motivos para regresar a este infiernillo en que hoy por hoy ellos mismos han convertido mi pequeño y desamparado país del último mundo posible.
Ah, y Disneylandia no me interesa. Gracias.